LA CONCIENCIA DESOLADA

          Todo creador que intenta hacer un monstruo indivisible del arte y de la vida, se ve precisado a quebrantar las reglas que ejercen soberanía sobre la empresa estética.  De ahí la ausencia de leyes rítmicas, musicales y sintácticas que singulariza al poema-vida.  (El alma, claro está, nada sabe de sintaxis y puede sortear la puntuación y las demás exigencias de la lógica comunicativa.)  Se diría agotada la casta de quienes renuncian a los bienes literarios demasiado accesibles. Valéry es el último gran poeta francés que aspira al rigor melódico; es también el último que establece distingos entre el lenguaje práctico y el lenguaje estético. (1)

         El fértil Edgar Poe, tan expansivo en Europa, parece haber legado su coherencia a Valéry; a los superrealistas, su neurosis y sus estados oníricos.

          Mallarmé redondea y labra pequeñas unidades poéticas donde cada verso y cada vocablo se hallan severamente determinados por el conjunto verbal.  Este orgánico afán, sólo fecundo en un terreno circunscripto y menor, se manifiesta también en Valéry, poeta que actúa sobre orbes estilísticos cerrados, sobre la totalidad del mecanismo poético que tiene entre manos.  Así lo prueban sus contrastes, sus analogías, sus vaivenes, sus correlaciones.   Con sagacidad venturosa, sabe templar los glaciales ámbitos de la abstracción mediante el uso de un idioma carnal y voluptuoso que siempre tiende a la música.  Numerosas intenciones concéntricas y resonancias secundarias vibran en torno del foco central.

          Como todo literato que estudia su audacia y dirige su aventura, no sólo se atiene a rígidas convenciones sino que gradúa y somete a un régimen austero los dones insólitos, las dádivas irregulares que de tiempo en tiempo distribuye en el área del poema.  La sorpresa constante y la temeridad apoyada, como tantas otras virtudes excesivas, acaban por anular las piezas literarias donde brillan; la opulencia dispendiosa, así en la vida como en el arte, desemboca necesariamente en la pobreza.  Ningún atletismo espectacular, ninguna ostentación de fuerza destemplan las páginas de nuestro poeta, cuyos aciertos momentáneos preceden o siguen a las líneas opacas que componen su  reverso y que son como lasinstancias prudentes de su maestría.  El acicate y la brida se complementan si queremos la marcha armoniosa.

 

          Cabe preguntar, ¿por qué eligió la poesía en vez de afirmarse en alguna de las disciplinas que no tienen por objeto el mundo sensible?  Si atendemos a sus fines, a sus deseos, acaso pueda admitirse que nunca debió salir de sus matemáticas juveniles.  En cualquier dominio de la cultura hubiera podido cumplir su admirable experiencia mental (2).  Todos sabemos que Valéry trabajaba sobre Valéry.

          La doctrina implícita en su conducta creadora tenía una base móvil, relativista.  Los borradores cuentan o valen tanto como el logro final –si es que puede hablarse de acabamiento y de fin en su orbe poético.

          El camino es más atrayente que la evasiva meta.  Cada bosquejo, cada etapa del poema es comparable al anillo de una larga cadena que siempre tendrá un extremo libre…El método es una necesidad; su consecuencia escrita, un azar permutable, un deleite interino.  En la límpida brega de Valéry se enfrentan lo real y lo posible, lo dado y lo exigido.  Con riesgo de simplificarlo en extremo, cabe exponer que todas sus preocupaciones se condensan en una preocupación de entraña psicológica.  Digamos nuestra extrañeza: se lo tilda de inhumano siendo evidente que prefiere el hombre a las obras del hombre, la sustancia pensante a los artificios de la cultura.

          Firme ante el riesgo dilemático, sólo confía en el espíritu, en ese delicado instrumento que, según su propia definición, nunca podremos conocer en su esencia (3).  Más de una página suya destaca el carácter discontinuo del pensamiento y reconoce las mudanzas del ser “absorto en su variación”.

          Acaso resulte oportuno mencionar ahora, no a sus maestros, sino a sus “parientes”, a sus afines, a las naturalezas reflexivas que nos recuerdan la suya.  Como Hegel, antepone la Idea al yo, el conocimiento anónimo y absoluto a los accidentes que se suceden en la hondura  de la conciencia individual.  (4) La moderna crítica francesa, más sensible a la historia militar que a la historia de las ideas, lo aleja y purifica de Hegel. 

 

Sin embargo, el punto de convergencia que dejamos señalado no es el único.  Según Valéry, para quien el hombre es reflejo de un Pensamiento indiviso y genérico, la evolución de la cultura puede estudiarse sin necesidad de mencionar autores y fechas.  Asimismo, escribe que el acto voluntario, además de crear lo nuevo fuera del yo, modifica al sujeto, modifica al sujeto volitivo, puesto que la acción reacciona sobre quien la quiso y en cierta medida transforma el carácter de la persona de quien emana.  (L’energie espirituelle.)  El constante desdoblamiento de la conciencia le lleva a decir: “Je suis libre, donc je ,’enchaîne”(Moralités) Y expresa de la vida:  “Les contradictions la surexcitent” (Idée Fixe.)  Dentro de esta misma línea filosófica, he aquí un homenaje al idealismo absoluto: “L’homme  pense, donc je suis, dit l’Univers” (Moralités.)

          Más próximo aún lo sentimos al escéptico Hume, ese temerario disociador  del espíritu que bebió en manantiales franceses y que sin duda hubiera leído con encanto La Joven Parca.  Tanto el filósofo insular como el poeta del abismático Narciso han profesado el racionalismo empírico.

         En la voluntad de poderío acaso pueda encontrarse una de las fuentes generadoras de Valéry.  Claro está que, demasiado sutil para complacerse en actuar  de modo directo y primario sobre el medio social, prueba sus  fuerzas en un sentido que excluye todo poderío externo, todo sometimiento de las almas ajenas.  Como Nietzsche, abate los viejos templos y ofrenda su desdén a los ídolos milenarios.  Sólo confía en sí mismo porque sólo confía en los hombres.  Su naturaleza no es dionisíaca; su estilo no es alegórico.  Sin embargo, se encuentra con Nietzsche en los áridos dominios de la soledad en vigilia y del arrojo sombrío. (5)          Ya en el ámbito especulativo de nuestro tiempo, Valéry se nos figura un anticipo experimental de Huizinga, cuyas riquezas doctrinarias no dimanan, por cierto, de un azar venturoso.  Uno y otro sostienen que la gratuidad y el hedonismo constituyen el doble cimiento de las obras humanas; las trabas son otros tantos estímulos y las leyes que debe respetar el creador –el jugador- aumentan su goce operativo.  Azariento es el punto de partida; el proceso es riguroso.  Sostiene nuestro poeta: “L’artiste serait peu de chose, s’il ne spéculait sur l’incertain”. (6)

          Nunca sacrifica en el ara de las supersticiones; en último análisis, su culto a la inteligencia omnipotente es una suerte de resignación dinámica.  Mal avenido con los aficionados a la eternidad, Dios siempre está lejos de su campo especulativo.

         

          Su agudeza inquisitiva se dirige a los actos de conciencia, a ese puro acontecer que en todo momento la crea.  La conciencia no es otra cosa que posibilidad acumula y radiante.  Así parece intuirla, pero no por ello hemos de ver en él un existencialista avant la lettre.  Precursor o no, los acuerdos profundos que advierte entre el pensar y el hacer lo avecinan a las nuevas corrientes filosóficas.  Creemos que algunas regiones de Sartre se hallan como avistadas o prometidas en este aforismo: “Un homme à l’état non sollicité est à l’état néant”.  Para Valéry, el carácter del hombre es la conciencia, y la conciencia una perpetua consunción, un desprendimiento sin reposo de cuanto en ella se manifiesta.  Y del conjunto de su obra se infiere que el espíritu –movimiento pendular entre el ser y la nada- es siempre responsabilidad, desazón, proyecto.  (En una carta amistosa que está en Buenos Aires, lamenta la extinción de los valores que constituían la  sustancia de su vida, y agrega, como de paso: “Francia sabe muy bien que está en juego lo que otorga a la vida un significado –pues la vida, por sí misma, no tiene ninguno”.)  Pese a estas aproximaciones, su verdadera progenie espiritual ha militado bajo las insignias del racionalismo y quizás frecuentó el templo de la Ciencia Positiva.  Pudo hacer suya la famosa fórmula de Comte: “Savoir pour prévoir, prévoir pour pouvoir”.  Sorprende que sus críticos no hayan prestado voz a esta afinidad patente.  Como su antecesor, Valéry siente que las ilusorias estructuras metafísicas levantadas por el hombre, no pasan de encadenamientos verbales despojados de toda fuerza persuasiva y sólo aptos a definir el estadio infantil de la humanidad.  Por otra parte, ambos hacen de la complejidad la conquista última y más noble.

          Valéry desaparece tras su obra.  Absorbido él mismo por su tema básico y trocado en emblema de las virtudes que ensalza –no son muchas- ya es parte y consecuencia de un acervo escrito que lo desfigura: hoy lo consideramos paradigma de la más levantada inteligencia.  Ello no obstante, su poderosa voluntad constructiva desmaya algunas veces.  Su prosa, a un tiempo densa y ligera, acoge con excesiva liberalidad los guiones, las bastardillas, los paréntesis y las frases subrayadas que suelen interrumpir el curso natural del estilo.  El frecuente vocablo impreciso, la originaria irracionalidad del idioma, le impusieron estos hábitos escrupulosos y molestos, que son otras tantas disculpas impetradas al lector.  Por lo demás, vastas zonas de su obra son comparables a las formaciones aluvionales, acumulativas.  En fragmentos, en máximas, en apotegmas se atomiza su prosa.  Su excesiva movilidad interna encuentra cauce en ese estilo aforístico y condensado que es tradición en los moralistas franceses.  Quizá pueda afirmarse que el tabaco y el café –delicias menores a las cuales se ofrendó con exceso- de algún modo le impusieron una expresión nerviosa, descarnada y rápida; semejante a un fuego sin materia es su período.

          A pesar de esta inclinación dispersiva –sólo acentuada en su prosa- le indigna la fragmentación impávida que es habitual en las clases de Retórica de los colegios franceses.  Sostiene que el buen disfrute del poema reclama una sola y abarcante ojeada.  Cuando sufre parcelación o se lo analiza como si fuera una pieza oratoria o narrativa, su noble organismo padece daño estético.  Este aserto permite apreciar hasta qué punto Valéry rindió tributo a los principios de la arquitectura

          Su fervor arraigaba en las artes plásticas, en la psicología, en la música, en las ciencias exactas.  Escribió poemas.

          Quizá no todos perciban en su poesía un orbe concluso y acabado, pero todos creemos que no es fácil continuar su esfuerzo ni proseguir sus tenaces experiencias, vecinas del delirio lógico.  Pese a su extenso influjo, más señalado en lo ético que no en lo estético, y por grandes que sean las honras dispensadas a sus libros, cabe afirmar que Valéry no tiene descendencia.  No se trata, por cierto, de una omisión punible…Antes bien, el carecer de discípulos puede ser un buen signo, un venturoso indicio de perfección solitaria.   Su obra supone un largo proceso cuya reconstrucción es imposible, no una habilidad aprendida, exterior; puesto que las disciplinas profundas son inimitables –reclaman una particular disposición del espíritu – para adelantar en su camino es preciso disponer de un mecanismo interno semejante al suyo.  Árida y desolada es su fuerza.

          Borges sostiene que los versos de Rilke y los de Yeats son más dignos del futuro, pero asevera también, ya con plena justicia, que la personalidad de Valéry es más interesante que la de Rilke o la de Yeats.  En la medida en que los excede, Valéry viene a sufrir un desmedro.  Suele creerse que los dones excedentes, los bienes que sobrepasan las exigencias de la Musa, perjudican al Poeta Ideal que los posee.  Autores hay cuyas fronteras íntimas coinciden con las de su obra.  Otros no se agotan en ella sino que la desbordan y rebasan calladamente, como si quisieran defender del escrutinio público las más hondas provincias de su imaginación y de su pensamiento.  Su labor revelada deja traslucir, sin embargo, estos patrimonios intactos, estos bienes mantenidos en reserva.

          Más cuantiosos y comunes son los escritores sin resto, vale decir, los que sólo están presentes en sus libros.  Cuando mueren nos dejan su esencia: así como podemos armar una máquina luego de conocer todas sus piezas y resortes, así nos será dable rescatarlos en sus libros.  Valéry no integra, como es evidente, esta última familia literaria.

          “Tacho la vida”.  Suya es esta exclamación que ha promovido innumerables exclamaciones.  Esa opaca sustancia –la vida-, para alcanzar validez artística, ha de ceñirse a un proceso de noble depuración.  La “tacha” de Valéry decepciona y exaspera a los nuevos apóstoles del instinto, a los recientes vicarios de los impulsos vitales.  Necesario es prevenirse frente a los elocuentes sacerdotes de las Calorías Biológicas.  No pocas veces, son homicidas en potencia que se ignoran como tales.  La Vida que no se desposa con valor alguno y que en sí misma encuentra su finalidad, sólo dio a las comunidades, en tiempos remotos, la ley de la selva y la caverna; en nuestra oscura edad, los vitales campos de concentración y otros infiernos organizados para salvar la dicha de las generaciones venideras.

          Por nuestra parte, creemos que Valéry vivió más y mejor –dicho de otro modo: con mayor claridad y altura- que los numerosos campeones verbales de la Vida, en cuyos lastimados espíritus resuena todavía ese valeroso rechazo.

          La “tacha” de Valéry, tan grata a los simbolistas como a los modernos cultores de abstracciones estéticas, tiene un alcance puramente literario.  Los datos inmediatos y los elementos directos, cuando no se ordenan en un elegido eslabonamiento, en una secuencia que diga del autor, se mantienen a medio camino entre el mundo de la naturaleza y el mundo del arte.  La finalidad de este último no es la vida sino una crisis o un quebranto persuasivo de la vida; todo aquello que aparece como perdido y simplificado en el mundo real ha de imponerse con vehemente jerarquía en la creación estética, cuyas convenciones y leyes desprenden una esencia preciosa del territorio siempre oscuro de las posibilidades.

          La agudeza y la fuerza de Valéry descuellan en numerosos trechos de su obra.  He aquí algunas frases que permiten reconocerlo: “Belleza es aquello que desespera”, estatuye un imprevisto rapto romántico; afianzado en su clásica contención confiesa que abomina de las cosas extraordinarias: “son una necesidad de los espíritus débiles” (7); con ánimo de encarecer el esfuerzo empeñoso y digno sostiene que la facilidad “debe adquirirse y no aceptarse”; rehúsa otra vez los bienes casuales: “La idea de inspiración contiene esta otra: lo que nada cueste es lo que posee más valor”; sugiere que en el sueño suelen acertar los reprimidos y los amargos,  no los mejor dotados: “Las soñaciones más extrañas, más bellas, más audaces nunca son las de los hombres más profundos, más imaginativos, más aventureros”; finalmente, este lapso de una conversación con su amigo Gide: “Me toman por poeta, pero me importa poco la poesía.  Sólo por casualidad he compuesto versos; yo sería exactamente el mismo si no los hubiese escrito: quiero decir que tendría, ante mis propios ojos, el mismo valor”.  Sostuvo también que de sus páginas no publicadas podría hacerse un verdadero manual de nihilismo.

          La épica tentativa suya, considerada en su raíz, es una gran afirmación del hombre.  Y ello,  pesar del escepticismo hacendoso que fue su refugio y su muralla.  Era un artesano del Renacimiento, pero sin el tono animoso y pleno de ese momento ascensional de la cultura.

 

 

 “Desconfío  de todas las palabras” ha escrito.  Este vasto recelo verbal, si bien no le impidió escribir poemas, le impuso un vocabulario poético restringido y desnudo de connotaciones utilitarias, cotidianas.

  Ya lo sugirió Thibaudet : la actividad de Valery “desplegada en otros registros, hubiera alcanzado la misma fortuna”.

) La conciencia se disuelve en sí misma; resurge y muere de modo constante.  Este concepto parece ondular a lo largo de Esbozo de una Serpiente.  Y leemos en La Joven Parca: “Je renouvelle en moi mes énigmes, mes dieux./ Adieu, pensai-je, Moi, mortelle soeur, mensonge.”

  O moi, ce n’est pas toi qui trouves ton idéc; mais au contraire, c’est ton idée qui te trouve et     t’adolpe.

) Jean Whal nos antecede: señala esta afinidad,  pero la refiere a otros aspectos de ambos escritores (Poésie, Pensée, Perception, Paris, 1948) 

 En un subversivo discurso académico, como queriendo desnudar de solemnidad y de pompa a las grandes obras del pasado, Valéry ha dicho: “El arte clásico es arte que se orienta hacia el ideal del juego…”

 El vocablo débil, en su acepción moral, aparece con frecuencia en la prosa de Varieté y de Eupalinos.