EN EL NOMBRE DE JUAN L. ORTIZ: LA POESÍA COMO DESVELO

                                                          por María Elena Barbieri
 

―Mamá, mamá, ese viejito me asusta ―dijo Tristana en el mismo instante en que se confundía encantada con los gatos.
―Hijita, que no te asuste, es un libre ―dijo la mamá de la niña de dos años mientras imitaba los saltitos de Juanele sobre la hierba para no pisar las hormigas.


(Una tarde en la costanera alta de Paraná, en calle Buenos Aires al final, hace más de treinta años.)
                        El medio de mutua comprensión de los espíritus no es el aire circundante,
                        sino la libertad poseída en común.
                        Coleridge, S. T.

            Es preciso revivir, ferozmente, lo que escribió en 1970 Hugo Gola hermoso poeta santafesino que hoy vive en México, expulsado de nuestro país por políticos sin vergüenza, paradigma argentino exacerbado por los trabajos y los días en esta diaria tragedia sudamericana― en el amoroso comentario que es la puerta de entrada a los tres tomos de En el aura del sauce, excelente edición de la editorial de la Biblioteca Popular C. C. Vigil, de Rosario, que Gola vigiló con la modestia de los grandes y en comunión de hermanos con el poeta entrerriano: “En realidad toda la obra de Ortiz nos convoca fervorosamente al ejercicio de una contemplación activa para instaurar en el mundo el reino de la poesia y la soberanía del amor".
            Creo que Ortiz es el único poeta argentino que tiene el valor de llevar hasta los límites la existencia sin que se le rompa entre las manos, porque se animó a vivir su manera de sentir, su manera de pensar, su manera de decir. Ortiz asumió con responsabilidad individual y social, para hacerse singular, la única herencia humana valiosa que todo ser humano recibe al venir a este mundo: la libertad. Creo que Ortiz cree en la grandeza humana, en la grandeza literaria, en el triunfo de la nobleza frente a los éxitos de la pequeñez de la ambición. Creo que Ortiz cree en la existencia generosa de la bondad y de la verdad antes que en la mediocridad mercantilista y el vaciamiento espiritual de los bípedos implumes harapientos que convocan a un soberano desconsuelo.
            Tal vez Ortiz hizo una sola cosa: habitar la vida. Moró y se demoró en cada existencia. Con temor y temblor entró como sonido de pie auténtico en el espeso guisado de este mundo ―al que la mayoría de los seres lo cruzan arrodillados, sordomudos, esclavos o mendigos―, porque supo de la necesidad de que sentimiento, pensamiento, palabra y acto sean de un encaje precioso para ser verdaderos. Quizá por ello puede leer el universo, serlo, puede preguntar, porque percibe lo sagrado, comprende que sin comunión con el tiempo la palabra dicha no dirá ni silencio para devenir desgracia. 
             Me parece que Ortiz se detiene a oír la voz de la palabra que sirve para decir lo que es, antes de toda enunciación se queda mudo. Delicadeza de Ortiz en la percepción de los múltiples matices de las cosas hasta deshacerlas y volverlas al ser en ronroneos exquisitos en busca de la verdad de lo que es y no es al mismo tiempo. De filigranas su aliento en el tejer y destejer las palabras con el propio cuerpo de las palabras pespuntea el poema para dejar conmovida la cosa que se hilvana y en ese trabajo de lirar los días se levantan consistencias aristocráticas en la intemperie sin fin porque la red con que abraza lo que nombra deja en libertad la materia que el poema toca.
             Antes de Ortiz la naturaleza del paisaje entrerriano era una cosa entre las cosas. Después, por el poeta que ve lo invisible y canta el silencio el misterio nos toca, como si hubiésemos perdido la inocencia para siempre y al mismo tiempo recobráramos la inocencia cada vez. Para felicidad de todos, su poesía vive firme en los trapecios del aire, su voz respira vagabunda y crece en la vida de delicadezas que él se anima a darle. La poesía de Ortiz está hecha con el alma con que se hace todo aquello que vale: con el oro del ser, con el cuerpo de la nada.
            Sólo los auténticos, sólo los que leen con un estremecimiento en la espina dorsal, sólo los que escriben con sangre pueden comprender la poesía de Ortiz, que vino para despertar el éxtasis en que se descubre la sensibilidad poética, cuyo fin no es otro que el de la responsabilidad de los poetas, que no es más que la de cuidar la casa del ser para que habite la lengua. Tal vez, la poesía de Ortiz es una bandera, tal vez una barca para llegar a nuevas costas, tal vez un cubo que baja a buscar agua en el pozo para subir con lagartijas que lloran pero cantan con la música de los huesos huecos de los saurios olvidados contra el hombro del viento solo como la pocera contra el fondo del espejo roto del pozo que es la noche y el alma de los desamparados pero enteros, tal vez una mano besando el agua su voz en el verso: "desvelo tiernísimo y herido que se ilumina a la vez de profecía".  
            Siempre que pienso en Ortiz siento que no es posible recuperar en lo real desestimado la fantástica estatura de este ser que se animó a dialogar con los dioses sin separarse de la sombra de junco en la corriente. Tarea que no es fácil ni común entre los mortales, sabiendo lo difícil que es cuando todo cae no caer también. Con su vida y su obra Ortiz abre un agujero en el aire para que brote el canto festivo en la descristalización del lenguaje, sin estridencias, para desnudar las farsas en el festín obsceno de las hipocresías. Para los mortales comunes es insoportable la luz de Ortiz, por ello lo fueron volviendo mito; los piratas, mercancía transoceánica.1
            A Ortiz lo conocí cuando en la Argentina la vida dolía hasta la muerte y más, los años en que la derecha en el poder asesinaba en las calles, las fábricas, las universidades. Los que sobrevivimos a las armas de fuego sabemos el disparo del desencanto: sigue fructificando la derecha. Como si en la historia del país más austral del mundo los corrimientos inconclusos en busca de la libertad cayeran y recayeran ininterrumpidamente en orillas que se abisman en el fascismo, que tanto y tan bien reconocemos, tóxico de ultima ratio que impide desatar todo deseo, porque no es necesario que nos crucifiquen para estar muertos, ya sabemos que por el lenguaje la ideología le ahorra al poder el recurso a la violencia, suspende el empleo de ésta, o la reduce al estado de amenaza, ya sabemos que por el lenguaje la ideología legitima la violencia cuando el poder tiene que recurrir a ella, haciéndola aparecer como derecho, como necesidad, como razón de estado, en síntesis, disimulando su carácter de violencia, así como sabemos que en esta tierra de cuatreros los gobiernos de nuestras democracias cuando hablan de libertad no trascienden la barrera de la posible elección de marcas en los mall donde la biblia y el calefón nos gritan que este mundo se cae a pedazos.
            Me parece que recordar bien a Ortiz, quererlo, querernos, implica, necesariamente, levantar su figura de poeta como bandera para hacer de la ética y la estética una sola cosa en busca de la defensa permanente de la libertad, un horizonte que quizá podría acercar nuestros pasos argentinos a los territorios de oro del sentido en busca de restaurar las experiencias, a pesar de caminar entre seres que parece que han perdido la fe o que ya no saben o no quieren saber qué puede decir la ilusión, por decirlo con afabilidad, que ya no quieren tener trato con la sabiduría, el arte, la generosidad, el consuelo en lo que pone de pie la grandeza y que justifica la vida. Creo que los poetas no debemos olvidar quiénes somos, a qué hemos venido, por qué nos echan de la República, por qué consideran que es urgente encerrarnos en asilos, por qué nos asesinan, qué significa ser la conciencia, el espíritu. Creo que la poesía de Ortiz es una lámpara, un bastón y un perro en las tinieblas, cada día más y más. Siento el valor de la verdad de su palabra que derrama belleza, lo que en medio de la desesperación es consuelo, en medio de la angustia, serenidad. Ortiz, lejano de la palabra instrumental o conformista, cercano a la verdad, la justicia, la excelencia, el aire, el agua.  
             Juan Laureano Ortiz nació en Puerto Ruiz, el 11 de junio de 1896, un pedacito de tierra en el corazón entrerriano, y murió en Paraná, una ciudad no fundada, en la tierra a la que un fresco abrazo de agua la nombra para siempre, una madrugada de 1978. Hoy, todos o casi todos hablan de él. Casi nadie lo lee. Pocos lo han leído, releído. Con teorías en la lengua, en muchas bocas anda su nombre, Juanele, como si se nombrara un extraño pez o una barca antigua que nadie o casi nadie ha visto enteramente.
 

  1 En un libro provocador (El sublime objeto de la zoología), que tiene un grueso capítulo sobre truhanes, piratas y clandestinos, Figueiredo da cuenta de la más completa categorización fabulosa de las manifestaciones de los seres humanos: derecha, comerciantes, burócratas, oportunistas, bufones, intelectuales, pobres, excluídos, artistas, místicos, mujeres y raros. Naturalmente, desarrolla con alta teorización los posibles entrecruzamientos entre dichas categorías y las razones que permiten la pertenencia simultánea a más de una, por ejemplo, a la mayoría de las personas que ejercen profesiones ilustradas las coloca en diversas categorías, pero fundamentalmente en la segunda o la tercera. Trabaja el sublime objeto hasta el pelaje variopinto más delgado.
 

   

  María Elena Barbieri Sawisky: Mujer, poeta, patógrafa, argentina (de ascendencia italiana, vasca, polaca, suiza) nació en Villa Elisa. vive entre México y la Argentina. No tiene libros publicados, una muestra de su producción puede leerse en la Antología “Las nuevas voces de Entre Ríos”, en: http://www.poeticas.com.ar/Antologias/Las_nuevas_voces_de_entre_rios/frame.html.