CANTOS EPILOGALES

LOS CAMINOS DEL VIENTO

 

Porque el viento sopla de donde quiere, y oyes su soplo,

mas no sabes adónde va ni de dónde viene.                       

                                                Evangelio de TACIANO, CXIX,

 

                                                 Tú no sabes cuál es el camino del viento…

                                                 Eclesiastés, XI, 5

 

                                                  Estos ojos  que una vez fueron ciegos

                                                  han respirado un viento de visiones.     

                                                  Dylan Thomas    

       

                                    

                                                  ¿Cuáles son las raíces que arraigan, qué ramas

                           crecen  en estos escombros pétreos?                    

                                                            T.S. Eliot, La Tierra Yerma, I

 

 

                                1

 

    Tengo un poco de tierra en mi mano cerrada, pero esa tierra

no vive ya.

    Es mi mano, mi mano la que tendría que estar enterrada

    para que esa tierra pueda vivir.

    He visto la mano que acaricia la honda cabellera de una mujer,

    y las manos que doman las crines de una yegua

salvaje:

    es la misma mano que aprieta una garganta,

    la que hace la señal de la cruz,

    la que reparte el agua, el acíbar, el pan,

    la misma mano que alza la copa de cicuta y la de vino,

    la que envuelve y palpa al niño acabado de nacer

    y la que amortaja al que acaba de morir.

    La mano victoriosa,

    y la mano extenuada, que se levanta aún sobre la

tierra

    y señala la salida del sol. 

    ¿Qué es la memoria, al fin? ¿Qué puedo suplicarle

a quien creyó

     que yo era el oficiante secreto de las sombras,

     el espía  nocturno del Infierno, que llega

     a las puertas del Juicio con su antorcha apagada?

     La memoria

     es como una sentina de escorias y diamantes.

     Yo recuerdo un ciprés con la raíz quebrada en la

tormenta:

      durante largo tiempo todavía tuvo hojas verdes.

      Ni siquiera los pájaros supieron que cantaban sobre

un árbol difunto.

      He  visto cenizas donde se reclinó la espalda de una

amante,

      y he visto, oh memoria maligna!,

      un dromedario de luz que conducía al páramo sin fin,

      donde el Tiempo está muerto,

      como un reloj de sol en la tiniebla;

      donde el Tiempo, muerto, gotea y gotea,

      igual que un árbol después de la lluvia,

      igual que los ojos de una ciega piadosa en el Paraíso.

      ¡Corona atroz de duelo y maravilla!

 

 

 

                                   2

 

      El amor y el alcohol son estrellas de fuego

      con que la vida enciende sus lámparas de sangre.

      Mujer: como la llama, ¡arde por mis arterias y mis huesos!

      ¡Oh mi apartado Paraíso

      con manzanas espléndidas de luz!

      En la redoma de la noche

      Faustos jóvenes somos, que buscamos

      los colmados racimos de la Eternidad,

      ánforas infinitas de radiantes venenos.

      En la locura roja del alcohol

      se puede ver el otro lado del mundo.

      Ya no oímos la tierra miserable, aturdidos por el tambor

de las uvas viejas.

       Dejadme beber una botella que haya sido mecida por el

mar.

       Como un Edén vacío

       mi corazón espera su primer habitante.

       Dejadme beber una botella, y podré decir cuántos

lloraron antes que yo

        adentro de mis párpados.

           

 

 

                                         3

 

        ¿Adónde está la carne que me  falta, dónde el dolor

y el fuego

        para unirme a mi dios,  o a mi demonio?

        Vendré a buscarlos cuando todos

        ya se hayan ido:

        los árboles, sus pájaros, sus vientos, sus otoños.

        Soy débil y cobarde para aceptar una pequeña cruz

        pero no una larga angustia.

        La entrañable resina que había de alumbrarme

        estaba,  oscura, en mí

        como un árbol quemándose sin fuego.

        Yo no sé si me extingo más que antes,

        si estoy tan cerca de morir como de nacer.

        Uno se desgasta más en las cándidas albas del alma

        que en la dispersión de las furtivas noches de lujuria.

        Niños, árboles, libros:

        tuve que arar mi corazón para que crecieran,

        hacer  sagrada la carne de una mujer con la simiente,

        recoger en los vientos

        una música que no le hiciera daño a la pena.

        (Porque recuerdo muchas noches en que una guitarra

de arrabal encordada melancólicamente

        me hizo habitante de una inmensa lágrima).

        Un día

        me  echaré a un costado de la vida hasta volverme tierra

        como las agujas caídas del pino.

        He sentido rondar al pitanguá

        en las sombras del jardín.

        Mis cuarenta años se estremecen

        como un álamo joven en el alba.

 

 

 

                                   4

 

                                                           Ils m’ont applé l’ Obscuret j’habitais l’eclat.

                                                                             Saint-John Perse, Amers, II   

   

        Porfiado vigía,

        arde mi corazón, pero no se consume.

        El amor debe expiarse;

        es demasiado bello para que no nos queme,

        o para no matarlo, antes de que muramos por su fuego.

        Todos hablan de recordar a los que murieron.

        Yo hablo de acordarme del mundo cuando me muera.

        Seré una piedra, un viento, un trigo con memoria,

        Y así, ciego, veré

        los pájaros que buscan  sus árboles ponientes.

        Sí, ciego, ciego…Tal vez

        cuando caiga la última hoja del álamo

        los cuervos del Más allá me comerán los ojos.

 

 

                                     5

 

        Los muertos no tienen raíz,

        crecen hacia lo hondo de la tierra;

        miran entrar el fuego del Infierno

        en la amatista y en el ágata,

        en el rubí y en el crisólito,

        en el topacio y el berilo.

        Ven cómo el alto pino les reclama la médula

        para llenar la copa de espectros y de cánticos.

        ¿En qué aroma final se extinguen  los que mueren?

 

        El camino del viento

        está escrito en las  viejas piedras,

        en el silencio verde de los ojos del gato.

        Oh viento dibujado como una margarita en la mano de Dios:

        por un instante, oh viento, acompaña callado

        al viejo corazón que marcha entre laureles.      

 

 

 

 

 OSCURO OMBLIGO DE LA MADRE

 

                                                                                                          A         

 Luis Sadí Grosso

 

     YO nunca estuve con ustedes.

      Apenas fue un fantasma seco ese que alzó la copa,

      el que usurpó una sangre bastarda y duradera.

      Traje desde mi vieja muerte usada tantas veces

      el oficio letal del infinito.

      Baco estaba naciendo cuando mi lengua ciega

      ya aprendía el demencial idioma de los lagares

burbujeantes

      donde el monstruo del  vino abre sus  venas de serpiente.

 

      Yo habité muchas pieles,

      en las alas desplegadas de las palomas

      miré el vuelo del viento,

      y en la dormida cabellera de una lejana amante

      miré al trasluz la virgen escritura de la Poesía,

      el calendario lento, piadoso, de las lágrimas,

      y el secreto de la sangre de los hombres que renacen

de sus cenizas:

      ese misterio que en las noches  lunares se transforma

en rocío,

       y se vierte como un espejo derretido y lluvioso

       sobre los rostros roturados por el sueño.

 

       Yo nunca estuve con ustedes

       que dicen vivir  entre los  agrios y dulces  combates

de los días;

        el nombre siempre  pálido de dos fechas brumosas.

        Soy el espectro eterno del comienzo y del  fin,

        porque mi carne es algo que se  va y que vuelve

        entre el Este infinito  y el esplendor poniente

de  la  sangre.

        Por eso nunca supe si era dolor esas venas volcadas

a las tardes,

        pero sí que era amor una muchacha,  como un cántaro caída

sobre  el pasto

        donde vagaban  entre flores la  espuma de los ángeles

y la música.

         Esta errante  memoria  que ha venido a posarse entre

las sienes

         me renueva esa imagen tan dulce que cubría la tierra

         en una tierna tarde de los días pasados y perdidos.

         No he querido volver, pero me siento

         un esclavo sumiso de la resurrección.

         Los secretos demiurgos pueden volverme piedra

o árbol,

         pero más duro es perpetuarse en hombre,

         ese fantasma de  la vida que ya temió la luz

         cuando yacía en la tiniebla irrepetible del útero.

         Un perdurable olor a Edén

         nos hace ser amados por esas larvas luminosas

de interminables cabelleras;

         el que mira a través de unos claros cabellos de mujer

         puede  atisbar  el mar de la locura.

         Los párpados eternos también se secan como flores.

         La lengua  que me dieron junto con la respiración,

         muy pegada al ombligo de mi madre,

         yace partida atrozmente bajo el paladar oscuro

del silencio.

          A veces un nombre parpadea en los labios

          y  los  ojos abiertos 

          sólo alcanzan a ver el fantasma veloz de una mujer

que se  pierde en el confín.

          Cada vez que regreso a la tierra no hago más que

buscarte,

           amargo ombligo de mi madre.

           Busco memorias de lo que no conocí;

           cada tenaz recuerdo es un retorno

           a la negra y vacía cavidad del origen.

           Me han mentido una madre;

           algún viento espiral me arrancó de una tribu de copos

vagabundos,

           y una  bruja de doble pupila

           rompió mi cáscara de llanto.

           Un hoyo sobre el suelo

           es el  hueco tumbal donde se nace,

           donde más tarde se hunde como un sarcófago vacío

           la interminable fugacidad.

 

 

 

 

                 LA TUMBA DE  LAWRENCE

      

 

                                              Los muertos no mueren. Vigilan y ayudan.

                                                              David Herbert Lawrence, Cartas 

                             

                                             Mientras seas incapaz de morir y de volver     

                                             otra vez a la vida, no serás más que un triste

                                           viajero sobre esta oscura tierra.                     

                                                                                      Goethe, West

ostlicher divan 

 

                                             Yo no temo a la muerte; lo terrible  es morir.

                                                             D.H.L. 

 

                                        Lo enterramos como un pájaro, en una mañana

                                        de primavera.                                                  

                                                                                        Frida Lawrence

 

      CUANDO era marzo en Saint-Paul de Vence, te dieron

tierra dulce y sin nombre

       bajo un Fénix de piedras rodadas en el mar (*)

       Desde los ingrávidos palomares del viento, el Gran Demonio

de  la vida miraba manar esa resina misteriosa del alma

       que calienta y alumbra el hálito más  fuerte que  la muerte.

       El que está inmóvil en su tumba, no sabe  por qué

es hermoso el canto del ruiseñor,

       la huella  de las aves que emigran,

       el  golpe del agua azul contra la roca.

       Removiste el polvo liviano del túmulo, y ahora  sólo

las hierbas humildes

       crecen en el silencio de la llanura.

       No estás allí, como los cuerpos de los muertos acostumbran

a estar,

       aprendiendo cómo desaparece con lentitud la canción

espigada  en la médula;

       cómo la última gota de rocío en la frente

       se hace estrella entre la arcilla oscura;

       cómo en el cordaje de piedra de los acueductos

       el viento marino canta la trágica  maravilla de  la

Eternidad.

        La granada se abre en toda estación para verter

la púrpura sobre las bocas jóvenes,

        y tú vagas y absorbes su olor y su jugo  de vida

y de victoria,

        y  algo suena como una campana frutal en las  venas

del viento.

        Muchas veces, un grito llena el espacio espléndido

de la primavera,

        y retumba el bramido del toro salvaje y rojo

        en la pradera del mediodía parpadeante.

        La terracota puede guardar caliente la mortaja,

la ceniza, los granos de trigo,

        los mapas jeroglíficos para viajar en la barca del

Sol al salir del Día.

        La madera se consume por el lejano ardor del centro

de la tierra.

        Pero el Amante conoce las llaves de la ascensión,

        y por eso comprende qué es la Eternidad

        mirando simplemente un pájaro que atraviesa la tarde.

 

        Hasta la cúspide  fulgurante  de la colina

        llega el olor violento de los humores de las blancas

yeguas de la Camarga montadas por el viento,

         

 

 (*)  Al sepelio de Lawrence no llegó ninguna flor. Alguien publicó

en los diarios de la Riviera que el poeta y novelista galés no deseaba

 flores en su tumba, lo cual era simplemente mentira. A esa razón

obedece que el único homenaje fuera un Fénix –su símbolo perpetuo-

de cantos rodados. 

 

 

y pareces el viejo Homero que ilumina sus cuencas

         con la música coral del archipiélago jasónico

 

 

 

         No reposes, Amante, bajo las  vides, en las noches

lunares,

         que las  serpientes arrojarán veneno a los ojos de las

vírgenes dormidas.

         Álzate, y prodiga, como en los  Misterios del bosque

nocturno,

         la santa unción de la cantaridina.

         Y recuerda  aquella mujer desnuda que fue coronada

de lirios

         bajo la lluvia de la arboleda olorosa.

 

         La semilla no muere, y la espiga que se mece esta tarde

es la espiga de la promesa que ondulaba a los pies de Abraham,

         en Hebrón.

         El germen rompe la corteza del Tiempo y se hace errante,

         y el que conoce la salida del Laberinto

         pasa por encima de las hogueras y se cubre de llamas,

         y recorre la tierra y la carne ardiendo y ardiendo

sin consumirse.

         Otra vez en Heliópolis se  elevará el olor de la  bola de

mirra.

          Sigue,  Amante, el camino del Fénix: esa es su tumba.

 

 

 

 

                              LOS REGRESOS

   

 

          ¿ES que vengo de un orbe de musgos  y líquenes,

de algas indescifrables y engañosas medusas,

con hipos de aguas  muertas y anuladas sustancias?

¿Habré nacido antes que mis padres, y he muerto,

y esta vida es tan sólo la de una piel  que insiste?

Si ya fui deglutido por subterráneos  vermes

y entre maderos pútridos creció la mariposa

de mi alma, si turbios pedernales labraron

la sombra de mis huesos, y las hendidas urnas

recogieron la arena rojiza de mi sangre,

¿quién es éste que habla, cuál la derruida altura

de su dios y su sueño, y dónde está la mano

que me izó desde el polvo, quién  me sopló otra vida

          en las entrañas secas?

Yo creo en mí, en el otro que está dentro de mí

si puedo llamar míos mi sombra y mi ceniza.

 

          Acaso yo recuerde que ascendí, polen cálido,

y habité largo tiempo en unas aguas vivas

pero oscuras, que luego los olvidos deshacen.

De allí  sólo se sale para ser corroído.

Uno no es más que un hombre, apenas  liberado

de alguna muerte vieja, que misteriosamente

se  lleva en la memoria huidiza de la sangre.

Como todo regresa, yo simplemente he vuelto,

bastardo, clandestino , moroso anticipado,

engañando a los astros de una manera pérfida

pero cándida al fin, como una calavera

que bañó sus escorias al fulgor de la luna.

Puedo nombrar la estrella que me alumbra los días

          por mi estirpe de luz.

 

          Hay una fuente inmensa, un manantial constante

y un crisol invisible, que nos  moja y nos seca,

y un viento indeterminado, una espiral eterna

que nos lleva y nos  trae de la vida a la muerte,

           de la muerte a la vida.

Un sueño me lo ha dicho, y también un amor,

que al llegar a la cima del cántico, me ha roto

e hizo de mí una lluvia de pétalos mortales.

Ningún secreto oscuro llevamos a la tumba:

morimos en la sacra desnudez de los dioses.

Y eso que nos recoge tampoco es un misterio:

yo pasearé mis ojos, no muertos todavía

en esa inmensidad persistente y helada.

No he de reconocer los difuntos antiguos,

ni el marfil con herrumbre de las  viejas amadas.

Otra vez he de hallar la piel no conocible,

          el grito nunca oído

del primer despertar del muerto bajo tierra,

la calavera  insomne que se hace fuego fatuo

para quemar  las manos del viento detenido.

 

          Sólo pido piedad para este antiguo muerto

que camina a tu lado, latiendo y escuchando,

y que te ha de guardar con un ramo de rosas

cuando también tú regreses.

 

 

 

 

UNA GOLONDRINA EN LA ROSA DE LOS VIENTOS        

 

                                                                       A Víctor Rodríguez, perpetuus    

 

     ERA cuando las islas se volvían colinas de pájaros

dormidos.

      Cuando las golondrinas formaban una corona de estrellas

en la rosa de los vientos.

      “Hoy el río estará de color esmeralda a medianoche”,

      -y lo decía como si fuera hermano de la luna-.

      Teníamos tiempo para esperar el Gran Otoño,

      y bajábamos entonces por la calle del Puerto, donde el

lucero, sobre el cielo del bodegón,

      me iluminaba el belén de una canción para Yolanda,

      ya dormida entre tules, y soñando

      con la primera magnolia de amor en la dulce primicia

de sus  senos insomnes.

      “Pasemos por su casa”, yo le pedía a Víctor;

      pero no vi la profecía de la fugacidad

      en sus ojos cerrados por el humo de un cigarrillo

interminable.

      Gastábamos  apuradamente el vivir porque no sentíamos.

el  Destino,

      demorado con  otros.

      Yo no sabía del sometimiento  al principio y al fin,

      y quizás al retorno;

      yo no sabía que el silencio era el coloquio atroz

      entre el infinito y la inmovilidad,

      cuando nos abandona la respiración y la Poesía.

      No sabía qué es lo que dura más:

      si el imborrable tajo en la mejilla

      o la dulce cicatriz que deja una  rosa muerta en el aire.

      Ahora mismo estoy oyendo aquellos turbios arrabales

      donde pernocta el grillo con la oruga,

      donde el canto del gallo

      se hace la séptima cuerda de la guitarra.

      Ahora estoy pisando

      los extramuros negros de la madrugada,

      y oigo aquel “vamos un rato aquí”,

      donde cada palmada en el hombro era una fruición

o una paloma,

       donde cada sombra era un luto y cada ladrillo

una lápida, cada  aguardiente negro

       una fugitiva miseria que no tenía piedad de las penas.

       He sobrevivido millares de noches como aquellas

       porque otras muertes me requirieron.

       Con Víctor aprendí

       el misterio de la amistad de la noche con el hombre,

       el secreto de las calles que aman nuestros pasos,

       el cántico de las flores abriéndose,

       ese ritual perfecto de alzar la copa hasta la altura

del corazón,

       las cosas que se  salen de sus  nombres, y viven otras

vidas,

       y el desprecio del tiempo que se va,

       la terrible batalla de la pureza del vivir.

       Todo eso: sus días  y sus madrugadas,

       sus esparcidos pobres, su áspera beatitud

       lo sobreviven y me sobrevive.

       Me  parece sentir  todavía el prodigio que le  manaba

 de la piel,

       cuando su apretón de fuego calentaba una trémula

mano,

       cuando descubría un corazón perdido en la neblina

       de alguna madrugada de junio.

       Conocía la muerte

       como si hubiera vuelto de sus dominios.

       Y se parecía al compañero misterioso que marchaba hacia

Emaús:

       “¿Por ventura nuestro corazón no estaba que ardía  dentro

de nosotros

        cuando él nos hablaba?”

        Yo lo recuerdo así,

         porque me hice un eslabón de su visible inmortalidad

         a la que puedo tocar como a una piedra mágica para que

cante.

         Yo he sentido la vida,

         yo he sentido la Eternidad,

         yo he padecido la pesadilla de la muerte,

         yo he presentido las horribles metempsicosis que pasan

en el viento,

         he sentido el ominoso tic tac de un reloj adentro

de   una tumba

         que jamás será abierta.

 

         Hay un País con un espejo inmenso que devuelve

         la imagen de todos los rostros que han contemplado

el mundo;

         hay un país con un espejo inmenso

         donde los mismos ojos volverán a mirar los mismos ojos

que se buscaron y miraron

         con el santo y seña del amor y del alma;

         hay un país donde existe un largo río

         en que se hunden los cuerpos en repetibles aguas

         que no cambian jamás el secreto de sus lentos

deslumbres,

         frente al quieto arenal, del que ningún viento terrestre

         moverá un solo grano de su oro indecible.

         Alzo una copa, saco la piel a una naranja,  sobre la

costa,

          o en la cubierta de la Nueva Flor de la Barca,

          oigo el chisporroteo de un dilatado incendio

          donde Víctor cruza casi alado la cornisa de llamas,

          y siempre está a mi  lado

          como buscando una muerte parecida al vivir.

          Un sueño se parece a otro sueño

          y una memoria que se queda

          multiplica los días floridos como el  polen volátil

          y hace largo el perfume de un ramo reseco hace siglos

          en un sarcófago de la Tebaida.

          Cerrar  los ojos, y yacer, y hasta soñar

          es esconderse apenas un momento,

          es esperar detrás de los azogues

          (donde se tiene la conciencia circular del que sueña)

          o del Infinito, sabiendo que se sale del letargo

          como si todo  no fuera más que un simple cambio de ropa

          para andar otra vez de paseo por el mundo.

                La plaza estaba en flor hasta en invierno,

          cuando la dulce savia de la tierra revienta

          y esparce un claro vino de muchachas y músicas.

          Y mezclamos entonces

          los que han vivido y los que están aún,

          como en un juego melancólico,

          que como copa mágica nos reserva en el fondo

          un  azúcar de júbilos lejanos:

          -Adiós Darío, adiós Aurelia, adiós María  Concepción,

          adiós Gregorio Glauco, serpentina del agua,

          hola viejo Argentino, dulce y secreto homérica,

          buenas tardes, Susana, o mejor à tout à l’heure,

          atada al mismo gajo floral con Margarita.

          ¡Y qué espléndida Nina, cuando la  larga cabellera

          de cobre le bruñía los hombros

          como una sagrada  vertiente fantasmal de Bach!

          Y estaba Elvio Modesto, al que temían los demonios,

          y aquel extraño violinista de Viena, cuyo órgano

          quiso sonar más alto, y también más temprano

          que las trompas del juicio final de Josafat.

          Y el joven Isaías, que tal vez presentía en su futuro

          crecerle suavemente

          una barba ancestral de juez y de profeta.

          Y aquella esfinge niña, paso de danza puro,

          que no nos dijo nunca su secreto

          y eligió ese año de 1946 para que su hermosura

          triste

          quedara así, como en un cuadro de pequeña madona

          colgado de un muro,

          con ese silencio de reloj descompuesto

          que ya no marca más el tiempo:

          he nombrado a Martita,

          de la sangre seráfica de Suarez.

          Y otro soplo fugaz, Ana Teresa oroceleste,

          cuya belleza inabarcable torturó muchas noches a Israfil,

          que quiso hacerse hombre tan sólo por un día

          a espaldas del Señor.

          Y debajo, a derecha o a izquierda de este lienzo

          de  vivos y difuntos,

          resplandece la rúbrica de Omar

          -como le corresponde por oficio-

          desde cuyo paisaje siento garuar melancólicamente

          agua  pura de infancia y juventud, que me devuelve    

          la misteriosa virginidad de las lágrimas.

 

          Victor no se llevó otra cosa que la muerte,

          la  sobreviva  final.

          Su alma está encendida en la tierra,  tan fuerte

          y duradera como un fuego vestal.

          Atrapado en la Rosa de  los Vientos

          corta a veces sus amarraderas,

          y se dispersan como encantamientos

          las golondrinas de las primaveras.

          Como no hubo principio, no habrá fin.

          No habrá nada de ti en tu sepultura.

          Tal  vez, tras la paloma del confín

          ha de verse tu estela de dulzura.

          Benévolo palomo de la luz

          que te posaste en tierra jardinera:

          tenías un lejano olor  a cruz,

          pero de cruz de tronco en primavera.

          Los días pasan lentos

          como la última bandada

          que se duerme en el pliegue de los vientos.

          Que la tierra te sea enamorada.