A Marta Zamarripa
En la ciudad dormida los habitantes yacen
almacenados en sus camas como remadores ciegos
en las nieblas solitarias. La antigua sombra
del viento era un país legendario donde llegué
a buscarme en una rueda de fuego convocando
las flechas del perfume.
Encontré la casa de mi madre sumida en un pesado
silencio justificando su existencia.
Todo era antiguo allí: los trajes, los muebles,
las relaciones.
Miré al cielo donde una cohorte de nubes parecían
enormes pájaros blancos con cierta humedad
arrastrando recientes calores.
Más allá crecían las vastas praderas donde
el arroz amarilleaba en los campos y nuevos tributos
acunaban un país transparente de quemadas vestiduras.
Sabía que las arenas solitarias de las islas
eran una estación de sinceridad y lujuria
robando escenas devueltas por un eco de pozo profundo.
Esa música tan triste parecía un responso
en el oficio de la vigilia, mientras varios perros
en celo acosaban el hambre con sus pordioseros
ladridos holgazaneando un amistoso desprecio.
"Qué diablos", pensé, al fin y al cabo todo es
efímero y los trópicos feroces de la noche son cenizas
de leña que colman mi heredad profunda.
—Un baúl de cerradura enmohecida es todo aquello
/ que amo.