Jamás habría podido escribir una novela.
Por eso decían en mi pueblo que yo era poeta
imitador de Shelley.
Recogía los ecos de las realidades y algunas imágenes
merodeaban mis borradores escritos
en los papeles con la marca de oscuros hoteles del Sur,
y era simplemente un lírico empobrecido de versos, ya latino
ya inglés, ya americano
cuando en el fondo yo creía en una épica de batallas humanas.
Entre cada palabra yo veía siempre junturas irreparables
en cada imagen sentía multitudes de otras que iban y
venían por el pueblo
que sus fundadores llamaron Spoon River
como Dippold el óptico imaginativo, el pobre herrero Shack Dye
la enamorada Anne Rutledge, el honorable Henry Bennet
(biografías de cretinos o ambiciosos, biografías
que ambulaban como sonámbulos en un espacio
irreal, uniones, separaciones,
mentiras del discurso).
Un día descubrí en uno de mis viajes de abogado errante
un antología griega
una multitud de átomos dispersos en el tiempo. Entonces
comencé por inventar mi propio estado real:
había encontrado el espacio de este lenguaje
almorzando solo en las orillas del río. Ahora yo también
duermo mi gloria anónima en el cementerio de
Spoon River
(1869-1950)