Por Damián Selci
Tomado de: http://plantarevista.com.ar
1. Ninguna emoción salvo en el cielo.
Oscurece, nubarrones bruscos se han detenido en el sur, no tan alto,
sobre la cúpula de la iglesia, sobre la luz roja de la torre más alta;
hacia el oeste nubes incandescentes se retuercen exprimiendo el último
gas del fulgor solar. El cielo bajo del oeste por donde se hunde la tarde
es una franja celestísima de suavidad y esplendor. Un helicóptero
recorre la línea costera, lleva una luz blanca fija y otra roja parpadeante;
sobre la casa, un murciélago derrapa gira baja sube y obtiene
los primeros datos de la noche fresca; los ventiletes de las escaleras
de un edificio se encienden de golpe y a los dos minutos de pronto
todos se vuelven a apagar.
Con este poema, y la leyenda “verano” como encabezado, Daniel Durand abre El cielo de Boedo (Gog y Magog, 2004). El criterio organizativo del libro es simple y efectivo: se trata de, precisamente, levantar la cabeza y decir cómo se ve el cielo de Boedo en cada una de las cuatro estaciones del año. Tratándose de un autor comúnmente acusado de barrialismo, el lector podría prejuzgar que el cielo en cuestión estará contaminado de locuciones idiosincrásicas, de una épica de empedrados exclusiva y sustancial, de chaboneo de ultratumba, pero lo que hemos citado nos sitúa abiertamente en muy otra senda: más que de mitología urbana, se trata de un drama meteorológico y sus ramificaciones. Durand pone en marcha un método observacional que se apresta a captar, mediante una amplia gama de recursos expresivos, las vicisitudes de un momento cualquiera del cielo de Boedo. Asistimos a los cambios estacionales, a veces diarios, con tal grado de detalle que por momentos parecemos estar frente a una novela de caracteres. El estilo de Durand, que por el largo de los versos coquetea con la prosa poética, no prescinde ni de los adjetivos rimbombantes ni del tono meramente informativo, apela tanto a la metáfora alambicada como al giro oral, y sabe aprovechar la respiración fraseística de una sintaxis que usufructúa al máximo las oportunidades de la acentuación. Es claro que es la idea de registro la que da congruencia a todos estos procedimientos, que de otro modo podrían resultar dispares; si esto no ocurre en El cielo de Boedo, si su interrelación resulta práctica e incluso clásica, la causa de esto debe buscarse en el hecho de que la restricción formal-constructiva que se impone Durand (hablar sólo de lo que se ve arriba, en el cielo) habilita, a contrario, el concurso de todo un arsenal literario especialmente útil a los fines proyectuados. El cielo de Boedo es lo suficientemente cambiante y movedizo como para que sea imperioso recurrir a toda la paleta de herramientas retóricas de la literatura. A veces, la representación exige máximo laconismo (el texto más breve del libro consta de este único verso: “Día de sol puro y cielo continuo sin detalles”); otras veces, se requiere de profusión, exclamaciones, griterío humorístico y hasta algún concretismo (en el último poema de la serie veraniega, se lee:“… hhsaaaaa!!! se van todos los colores!!! basta con el dolor del brazo / izquierdo!!! basta de andar en páata!!!”). Que esta contraposición estilística pueda tener lugar a menudo en un mismo poema es prueba suficiente de una asumida apertura hacia el referente: debe hablarse específicamente del carácter plástico del registro de Durand, capaz de modelizarse de acuerdo a las necesidades de la representación. Ocurre que el cielo de Boedo no es solamente sus accidentes atmosféricos: ya pudimos toparnos, en el poema antes citado, con un helicóptero, un murciélago en un techo, las luces de un edificio… Durand no encuentra en el cielo un argumento escapista, una sublime construcción al margen del traqueteo ciudadano, sino que enfrenta todas las mediaciones con que la civilización decora el ancho orbe sin desaprensión y con método. El murciélago que derrapa es tan constitutivo del cielo como el veteado agrisado de aquella nube, y no es preferible la tonalidad resplandeciente del sol al helicóptero que atraviesa la costa. El proceso poético de Durand es realista en la medida en que es concreto: no abstrae su referente respecto de la totalidad en donde éste tiene ocasión y sentido. Por esa razón, el cielo cobra espesura y puede volverse, también, un telón sobre el que se proyectan las emociones humanas:
El aire está quieto, las nubes se detallan grumosas, desconectadas
del impulso que las hace andar. En las bajadas suaves del sureste,
confluyen, eso parece, millones de miradas: fiacas de las resacas,
esperanzas de enamorados, la blasfemia de los locos, el arrepentimiento
de los violentos, el dulzor de los colmados; sin tranquilidad,
sin desenfreno, la noche va a recorrer estos aires veteados: franjas de otoño,
hilos fríos de invierno, charcos resecos de calor. Estuvo por llover
pero no llovió, estuvo por retroceder el aire hacia el verano pero no;
vtodo casi pero no.
Durand permite una comprensión profunda de la idea de “referente”, tan malquerida por la teoría literaria. En este libro, se trata, como el título lo indica, de una cosa sensible, un existente exterior: el cielo de Boedo. Sin embargo, la noción de referente ya comporta un movimiento formal-literario: la selección. Durand elige hablar del cielo y despliega sobre él un complejo tejido literario, un compuesto de voces orales con epítetos acicalados, informes ralos y encendidas pasiones humanas. El cielo de Boedo, pues, no tiene nada de autóctono, es más bien un cronotopo, un principio constructivo sobre el que se articula la poesía; parafraseando a Gambarotta, podríamos decir que se trata, sí, de emociones, pero en el cielo. Piénsese que la sola alusión al barrio de Boedo podría haber dado para toda clase de porteñismos, tanguerías y miserabilismo, en suma, para un abigarrado localismo de la particularidad, al que hoy estamos quizá acostumbrados. Resulta, por eso, tremendamente significativo que Durand se sitúe en ese espacio textual, harto transitado por distintos avatares de la historia literaria argentina, con la inquebrantable voluntad de mirar para arriba y discernir nubes recargadas de tonos violáceos, soles estridentes, pájaros veloces, etc. Este procedimiento elude la simple paisajística social y pone el foco en las posibilidades literarias de la climatología, y de esa manera resitúa la problemática de la representación poética en su justo término. Lo destacable de este libro de Durand es que muestra que los referentes son ya formales: el Boedo que él está seleccionando discute con otras aproximaciones posibles; no es nada menor que el poeta ponga los ojos en el cielo, y no en la tierra. Considérese que un autor congénere y compañero de Durand, Fabián Casas, se abocó ampliamente al barrio de Boedo desde el punto de vista de la construcción de un pasado feliz, contracultural, al margen de la lozana decrepitud del mundo contemporáneo, cosa que puede verificarse en, por ejemplo, El Spleen de Boedo, como así también en las diversas proyecciones de su narrativa. Durand, claramente, no hace nada de esto: Boedo no es para él una fabulación expresa sino objeto de un registro, pasional seguramente, pero en todo caso más metódico que taciturno. Porque en El cielo de Boedo no se trata, como ya ha sido puesto de manifiesto, de una elección por la sublimidad deletérea del intangible aire boediano. A diferencia de Casas, por ejemplo, Durand confiesa un cierto amor goetheano por la existencia, por los colores de la vida. En su obra hay mucho sentimiento, mucha electricidad, sin que esto signifique liso y llano barroquismo: las aventuras cromáticas del cielo lo colman, pero no por eso pierde la compostura. Más importante que destacar un “lirismo” (término que tranquiliza mucho a los críticos literarios, que parecen suspirar de alivio cada vez que un poeta contemporáneo, generalmente dedicado a toda clase de horrores plebeyos, construye algún verso que les parece digno de ser defendido desde el punto de vista de la belleza) es resaltar que en este poema en particular se verifica ejemplarmente que Durand, básicamente, escribe sin prejuicios. Su léxico no proscribe ningún tono ni ningún sustantivo. Puede hablar prudentemente de “blasfemias” y apenas más abajo concluir un poema con una locución oral como “todo casi pero no”. Resulta especialmente relevante esta generosa amplitud lingüística, sobre todo teniendo en cuenta las espesas polémicas que este tema suscita todavía en ciertos cenáculos de la poesía actual. Este punto podría ser puesto de relieve apelando directamente a la última serie de poemas de este libro, los cuales abandonan los requisitos del clima y se abocan a narrar un despecho amoroso:
anestesia de la madrugada:
el escribiente está en pedo total
luz: todas las luces de la casa prendidas
estado del observador: re very very…
poeticidad: hasta las manos
tono: arrastrando todo
intencionalidad: seguir hasta el final
otro acicate: ella no te ama y te lo dijo, en la cara, como querías.
lugar: casa de once con la mente en esa plaza
velocidad: se derrama una lengua de miel venenosa
intención del texto: oasis de la estridencia
sonidos: todas las heladeras se hacen oír al mismo tiempo
color: no, rencores indefensos
posición del ojo: dados vuelta
sensaciones: se muere el corazón
bien: bien para el culo
verdad: ella no
belleza: ella
Este es el séptimo texto de la serie “Guiones de poemas”, que cierra El cielo de Boedo. Todos ellos se organizan de modo similar: formulan una pregunta, como de test emocional, y son respondidos de acuerdo al momento sentimental en cuestión. La noción de registro ya no se aplica a las aventuras del cielo, sino a las del espíritu despechado. El lector sigue la intriga de una pasión amorosa efervescente y sufrida paso a paso. Lo destacable de esto, si se mira bien, es que todas las “preguntas” de este poema configuran algo así como si dijésemos las condiciones de construcción poética. Se pregunta por la luz, por el estado del observador, por el tono, por la intención del texto… En otros poemas de la serie se interroga por el clima, el lugar, el día, pero se trata de lo mismo: de una pauta de registro, de archivo. Podría hablarse indolentemente de una escritura del yo, de un laboratorio de subjetividad, etc., si no fuese porque las páginas anteriores de El cielo de Boedo nos mostraron que el registro no se aplica distintamente al alma y al clima; lo que lleva a pensar, más bien, que el verdadero asunto del libro debe buscarse menos en este accidente del firmamento o en aquel revés de la pasión romántica, y más en el sistema de procesamiento computacional bajo el que ambas cosas deben subsumirse, i.e. formalizarse literariamente. Durand apela insistentemente, en todos los poemas, a los tres ideales platónicos (verdad, bien, belleza), sin que esto suponga ninguna caída en un esencialismo poético, en la romantiquería descontextualizada, resaltándolos, más bien, en su calidad de switchs formales, que pueden activarse de un modo u otro. Véase este fragmento, del sexto poema:
bien: y bueno…
verdad: qué sé yo!
belleza: qué es eso?
O un poco más adelante, en el noveno, cuando el desengaño amoroso ya está totalmente consumado:
bien: no, siempre el mal
verdad: otro muñeco
belleza: sí, la del avestruz
Las vinculaciones de la poesía de los ´90 con la tradición literaria han sido tema de larga conversación y ocasión de errores teóricos de lo más variopintos. La inscripción de Durand en la iconoclasia chabona fue, y quizás todavía es, cosa de todos los días; pero se vuelve inexplicable cuando se la contrasta con estas explícitas y perfectamente funcionales alusiones al platonismo. No obstante, Durand está igualmente lejos de un repliegue en las holgazanas musas de la inspiración griega: la verdad, el bien, la belleza, no son dioses a adorar, ni falsos ídolos sobre los cuales escupir, sino pautas de registro, es decir, algo a usar. Con esto, Durand se sitúa muy por delante del “problema” de la tradición (si se la respeta, si se la ignora, si es de derecha, si está antes, arriba, abajo, etc), y moderna y simplemente la utiliza de acuerdo a su contemporánea necesidad formal. Este alto momento de su trabajo poético debe enfatizarse.
2. Vox Populi.
cinco pa la pastaa veijjjjj?
pa la pasta baseeee, un cinco
no te pido un dié
un cinco pa la birra
… pasá lescabio Lejandraaa…
canuta! vo so canuta!
si no fuera mi mejor amiga
era boleta canuta pasá lescabioooo…
En una entrevista realizada por Pedro Mairal, Durand declaró: “a mí me gusta pensar en diferentes sistemas, diferentes estilos, ése fue al menos el plan: no al estilo único, del autor que lo cultiva y lo cuida, una vez alcanzado, como su quinta. De ese tipo de cosas, desarticuladas del grueso de mis textos, hay varios ensayos o intentos”. Los versos arriba transcriptos, pertenecientes a Segovia (célebre serie de poemas recientemente reeditada, junto con otros textos de diversas épocas, bajo el título El Estado y él se amaron por Mansalva en 2006), puede servir para ilustrar la inquieta labor poética de Durand, amiga de la experimentación, variada, a veces desconcertante. Si Durand podía poner en marcha, en El cielo de Boedo, un desarrollado repertorio adjetival para enmarcar, casi como un crítico de pintura, las variaciones y matices del cielo, cosa posible debido a su alta conciencia referencial, entonces no debe sorprendernos que su “ciclo segoviano”, bien noventero, sea igualmente elástico en este punto, y que apele a todas las posibilidades de la grafía para plasmar la oralidad callejera de la consabida cultura joven-chabona-marginal-etc. Considerado integralmente, el ciclo segoviano ofrece, en verdad, todo un mundo de personajes tan ingenuos como bestiales, y podría recordar ciertas construcciones sardónicas de Osvaldo Lamborghini, famosamente plagadas de seminalidad, alcohol, violencia y lumpenproletariado. Pero Durand no tiene una raigambre tan patente en cuestiones políticas, esa que salta a la vista en textos como “El niño proletario”; él es, en todo caso, un lamborghiniano sin partido. Como es sabido, el relato “El fiord” de Lamborghini narra un nacimiento ensagrentado y orgiástico, una plétora bizarra de fluidos corporales y lingüísticos de toda especie, y culmina con todos los personajes saliendo gloriosamente hacia una manifestación peronista; semejante final, que deja pensar que la corrosión y la inmoralidad de las costumbres tiene potencial crítico en la lucha contra la burguesía (supuestamente mojigata, temerosa y católica), no tiene posibilidad en el ciclo segoviano de Durand. Esto podría entenderse aludiendo a un simple hecho epocal: Durand no escribe estos textos en los altos ´70, sino a principios de los ´90, momento en que los estertores de la revolución sexual le quedaban tan lejos como los ideales de la revolución política que, rara pero usualmente, se le asociaban. De ahí que la idea de una “transgresión”, quizás operativa para comprender a Lamborghini, sea enteramente impráctica en lo que atañe a Durand. Tal vez precisamente en esto pueda hallarse el origen de ese curioso apelativo que la crítica literaria hizo circular en su momento, el de poesía chabona; quizás este término no designaba tanto la inmersión cabal de ciertos autores jóvenes en las voces populares como, más bien, la imposibilidad de los poetas de extraer de esto mismo una fórmula utópica de “crítica” o de “negatividad” respecto del sistema eurocéntrico-burgués-patriarcal. En Durand, verdadera y ejemplarmente, la mítica ligazón entre trangresión sexual y revolución política está rota. Este rasgo no le es exclusivo, pues nada muy distinto se encuentra en ciertos momentos de la obra de Washington Cucurto o incluso de Alejandro Rubio; en todo caso, importa subrayar que, sin la pata psicobolche, la representación literaria de la obscena oralidad popular ya no cuenta con la docta aprobación de los críticos izquierdistas cómodamente repartidos en el arco francés que va de Bataille a Foucault pasando por Lacan, y es, a la inversa, tachada de brutal, antiliteraria y neoconservadora. Ahora bien, es dejando de lado estos meandros que se puede perfilar la utilidad de la poesía chabona; de existir, ella ostentaría el mérito de haber expuesto, con máxima energía y en toda su risibilidad, la entera inoperancia del modelo político del Mayo Francés, de las revoluciones que se hacen en la cama, etc.
Por el ojo del choto
yo lo veo todo roto
(…)
primero, a arremangarme
el cuero que me sobra cuando la tengo muerta,
y expuesta la cabeza a esta brisa de Febrero
la voy a introducir en la boca del tintero.
Azul entonces la sopeso con la palma, la miro;
con trazo grueso van estas magnolias
rosadas por debajo pero duras.
Para vos va esta frenada:
caucho para tus narices
de provinciana emputecida,
y para vos leproso canalla
no te dejo ni siquiera cuarta raya
y a la rima no la pulo
no me importa metétela en el culo.
Estos dos fragmentos corresponden al poema “Miel Daniels”, perteneciente asimismo a Segovia, y no dejan ver una aparatosa política del cuerpo. Más importante parece ser, para Durand, el trabajo humorístico, casi de picaresca, con las rimas ramplonas, tomadas en su entera simplicidad, en lo que tienen hasta de ingenuo o aniñado. Esta vertiente, que paralelamente han concurrido poetas tan disímiles como Verónica Viola Fischer y Martín Gambarotta, pareciera encontrar en estas líneas de Durand algo así como su formulación teórica cabal: la rima no tiene mucho más uso que el grotesco, pero si de grotesco se trata apelar a ella no resulta impropio; como escribió Fabián Casas en la contratapa de El Estado..., en Durand “la belleza no se encuentra en la clase alta, sino en la inmadurez, en la juventud”. El uso de la rima soez, “inmadura” se engarza, pues, directamente con la materia tratada, y es su expresión retórica pertinente. La juventud durandiana no es idealista, sino prosaica, llana: está al nivel del suelo, y los fulgores de su sexualidad, separada de las connotaciones anarcolibertarias de antaño, no se representan mejor que con una rima pavota. Otro tanto podría decirse de sus ambiciones vitales en general: en Segovia perviven, aquí y allá, montones de personajes juveniles, todos más o menos caricaturescos, simples, sin profundidad (el poema “Caballitos de Troya” se compone de unas cuantas estrofas, cada una de las cuales describe un personaje y algún aspecto ocasional de su vida insignificante). Podría aquí enunciarse una pregunta: si estos seres carecen de otro interés que no sea el intelectual gusto por lo grotesco, ¿para qué fijarse en ellos? Quizá no se trate de adjudicarles alguna autenticidad, algún rasgo impronunciable que los vuelva puros o queribles, sino más bien de encontrarlos en su coyuntura imposible y sin futuro, de contemplar, por decirlo de modo patético, la derrota histórica de la juventud (tema que es también de Fabián Casas, por nombrar sólo a uno):
cuando voy a comé palo dela vieja
ella me dice: voso drogadito Marcelo
sochorro y mendigo y enfermo de la vena
no sé qué vacé vo cuando me muera eh?
me dice y yo le digo si total vo
va guantá má que yo que yastóy
por lo 45 del segundo
En Durand, y en sus contemporáneos en general, no se trata de “la voz popular” en general, sino de la voz popular de los jóvenes, los cuales, tal como se lee en este poema, son fundamentalmente vagos, drogadictos, ladrones, dependen de sus familias y no tienen ningún futuro. La intensidad de este poema, que técnicamente podría tal vez parangonarse con los mejores logros de un Juan Desiderio, estriba en la capacidad para relacionar directamente el coloquialismo trastabillante y la ausencia de oportunidades en la vida social. Así, las cuestiones relativas a la oralidad se invisten de su ínsito contenido histórico: la elisión de ciertas consonantes, las sinalefas brutales, la acentuación desdentada, no significan desterritorialización de la lengua, sino juventud desocupada. Durand otorga a estos versos un dramatismo que contrapesa el sentido satírico de otros textos deSegovia, y así es como le puede dar un volumen social a sus experimentos lingüísticos, que en otros momentos de su obra parecen menos justificados o efectivos. En verdad, Durand resulta endeble y hasta anticuado cuando insiste en pijas megablandas y otros favores de la prosopopeya genital, mientras que las líneas arriba citadas tienen hasta algo de clásico, una vitalidad absorbente que se fija en la lectura.
3. Epicomic
Entramos a la húmeda Bozedura en un mediodía blanco.
Hasta el musgo de la calle caen trozos de mampostería
que se desprende de las torres derruidas
y de los altos palacetes en punta.
Varios pájaros transitan el aire plano,
nadie camina por el suelo esponja de la ciudad fantasma.
Mañana mismo el pasto borrará nuestras pisadas
y el único grito que lanzamos al aire
buscando al Mayor
volverá a nuestros oídos
para alejarse de aquí con todos nosotros. Mañana
llegaremos a Merv, cuyos viñedos miran tristemente al desierto.
Queda todavía por examinar un breve y curioso evento del corpus de Daniel Durand: el que se reúne en el libroEl terrible krech (Ediciones Deldiego, 1998). De estos poemas, Durand dijo en la entrevista ya referida que consistían en “un intento pequeño de hacer comic pero dentro del género poesía”. No debe resultar esto demasiado llamativo, pues este cruce fue corrientemente frecuentado por buena parte de los poetas de los ´90. Pensemos sólo en Casas y en Gambarotta, en sus obras que tan a menudo aluden directamente a ciertos hitos del consumo cultural joven (Astroboy, Kojac), y que siendo muy distintas no dejan nunca de hacer pulular un indefinido cúmulo de personajes que se llaman Roli, el Tano Fuzzaro, Cadáver, Kwan-Fú-Tzú, delineados con un trazo caricaturesco y rockero, menos realistas que suburbanos y quilomberos, fundamentalmente jóvenes. Decididamente, El terrible krech es un libro que se inserta en esa tradición, pero con sus propias peculiaridades. El historietismo de Gambarotta estaba situado en el barrio de Congreso, el de Casas en Boedo, pero el de Durand, estructurado al modo de una road movie espacial que un poco recuerda a W.S. Burroughs, se desenvuelve a lo largo de una larga lista de ciudades imaginarias, como de ciencia ficción (Bozedura, Merv, Lísbury, Revella), las cuales son recorridas por una vaga primera persona del plural a bordo de alguna especie de transporte extravagante e indeterminado. El tema del libro sería, pues, el itinerario de viaje; estilísticamente, la atmósfera que compone Durand puede tender a generar un tenue misterio, debido a que mayormente el lector carece de referencias orientativas y no entiende mucho de lo que sucede. Predominan los nombres propios inauditos, de ciudades y de personajes, los anchos desiertos, y por momentos parece verberar cierto tono de heroicidad melancólica à la Star Wars. Pero lo sustantivo es que todo este bagaje de industria cultural joven es comprendido por Durand primariamente en lo que tiene de creativamente sonoro; la pulsión historietística da lugar a la nominación desaforada, a la invención de términos especialmente acordes a las necesidades poéticas. El “krech”, sin ir más lejos, no es exactamente algo que cumpla una función narrativa, ni es una alegoría, sino que se comporta como una existencia sonora o gutural, y de lo que se trata es de ver cómo suena: es, en una palabra, un experimento objetivado. Pero esto no debería conducir nuestro análisis hacia los ininterpretables callejones del goce en el sinsentido del significante de la falta de lo Real esquizoide, etc., porque de lo que se trata es de las condiciones culturales de la experimentación, y concomitantemente de sus indicaciones y resultados sociales. El terrible krech conjuga con naturalidad la oralidad adolescente porteña y un raro y gracioso registro de fábula fantasy:
Nuestra Braneta es para bardear.
Por este desierto de piedra lisa nos conduce.
Nos deslizamos por el Krech. amamos
nuestro polvo, el desorden del polvo.
Detente! pico de pato! nariz de tiburón!
Destapemos un frasco de perfume,
hagamos bardear a nuestra Braneta
que las Branetas están para bardear, eh?
Este poema se llama “La vieja Braneta”, consta de ocho versos, es sintácticamente límpido, y no obstante resulta casi imposible entender qué es una “braneta”, qué significa “bardear” en ese contexto, qué cosa tiene pico de pato y debe detenerse, etc. Pueden conjeturarse infinidad de respuestas, pero esto es secundario con respecto al impacto léxico que todas estas cosas terminan por organizar. Porque, en verdad, en El terrible krech estamos ante una jerga juvenil, es decir, ante una variante lingüística relativa a un grupo cultural particular; concordarla con la glosolalia psicodélica de La naranja mecánica de Anthony Burgess no sería quizás desatinado, pues de lo que se trata en estos poemas es precisamente de esbozar una comunidad viajante, singular, no libre de rasgos milenaristas y, en todo caso, lingüísticamente diferenciada. Gambarotta dijo alguna vez que “puede haber textos que tengan la cualidad de ser la voz de una tribu”; esta idea es perfectamente diáfana en lo que atañe a El terrible krech. Por supuesto, aquí hablar de tribu equivale a hablar de jóvenes:
Un jardín como éste no hay
vivo. Babilonia. los
abuelos.
Las rotadoras zumban cayendo
desde los manzanos,
deslizándose por el arroyo
sin ondearlo. en las maquetas
la suavidad fue el nervio conductor
de la hoja que crecería, del
agua que por aquí fluyese.
Los jóvenes llegan hasta la orilla,
al agua muda se entregan.
Una rotadora pasa, emite una
pequeña bocanada de polución holográfica.
Este poema (“Las rotadoras del jardín”) cierra El terrible krech. El viaje ha llegado a término y los jóvenes acceden finalmente a un jardín babilónico para entregarse, con un último hálito, al agua muda, que sea lo que sea connota reposo. Semejante escena podría pasar por misteriosa, pero no lo es tanto si conectamos esta juventud metafísica y viajera con aquella meramente barrial, aplastada por la miseria y que sólo atinaba a pedir plata para pasta base, representada en el ciclo segoviano. Una es libre, viajera, digna de un desenlace épico y dueña de un orgulloso idioma propio, mientras que la otra se halla atada a la familia, su final se compara con el de un elemental partido de fútbol (“yástoy / por lo 45 del segundo”) y se aferra al castellano como puede. La primera es palpablemente fantástica, la segunda más bien lo contrario; que ambas juventudes resulten igualmente caricaturescas no debe distraernos del hecho crucial, a saber, el carácter resolutivo de un libro como El terrible krech. Para decirlo llanamente, la realidad de los jóvenes del ciclo segoviano carece de toda tragedia, de toda profundidad existencial, y cuanto más real es, tanto más caricaturesca y bufona termina pareciendo. Por eso, la única épica a que los jóvenes pueden aspirar es la del fantaseo de heroicos viajes imaginarios por desierto vírgenes y ciudades desconocidas; en este punto, resulta casi obvio el recurso al comic, género extraordinariamente apto para conformar caricatura y epicidad en una unidad ideológicamente convincente, pues con su ayuda toda la gloria y autenticidad que no tiene lugar en la red sociopolítica concreta, que hace de los seres humanos meras caricaturas prestidigitadas, obscenas y sin relieve anímico, se puede descargar en la fabulación de una comunidad ética nómada, desatada de los lazos sociales opresivos, esencialmente abstracta, que no pierde su caricaturismo pero que sabe dotarlo, oportunamente, de lo contrario de sí mismo: de espesor moral, de pathos, de subjetividad. Como la de Casas, la juventud de Durand no puede llegar a adulta, no puede tramitar el paso hegeliano hacia la sociedad civil, y su única realización espiritual depende del conglomerado de historietas con que se defiende de su irresolución histórica. Pero Durand no mitologiza, como Casas, un barrio cualquiera para extraer de él las imágenes de una cosmovisión acorde a los apetitos sensibles del vigor adolescente, sino que, más mitológico aún, manda a sus jóvenes a pastar en el desierto lunar, afuera del mundo. El terrible krech lleva al máximo el deseo juvenil de fuga social, y lo significativo es que esa fuga se construye con la iconicidad que proporciona la industrial cultural; en ese sentido, Durand va tan lejos como se puede en esa dirección, como chocándose con un límite, agotándola.