ALFREDO, TE CUENTO

          Cuando pienso en la literatura y a pesar de saber de qué modo fluye en mí, a causa de los desacuerdos afectivos, no puedo menos de formularme un programa: "El que escribe es vigía destructor de mitos, ojo avizor hacia el movedizo bosque de Dunsiname". Aunque el bosque acabe triunfando sobre Macbeth y sus faltas. Pero de verdad me hubiera gustado, como te decía antes, pulir cada palabra hasta hallarle su significado último y que cada una dijera realmente lo que intenta decir. A vos, como programa, el de "destructor de mitos" que yo acunaba con persistencia te parecía absurdo. Y creo que tenías razón. Porque, ¿qué mito destruyo yo tratando de exponer minuciosamente mi manera de ser? Vos no encarabas así la tarea del escritor, sino como intérprete de belleza, de angustia, de verdad. ¿Visión o misión? Me hablabas mucho de esto y yo te escuchaba, Alfredo, sin animarme a exponerte esto que ahora te digo. Lo que yo creía mi verdad. Vos tomabas la cosa con seriedad -traducías, tenías la editorial-y hacías lo que te proponías, hacías algo "salga pato o gallareta", mientras yo... mis programas eran en el aire y nada de la paciencia infinita del diario agacharse sobre la hoja de papel. Sé que es bien cierto que por los frutos ha de verse el árbol, pero como resumen creo que me ha faltado capacidad. Es más fácil creer eso. O pienso que distraje mi vida en la búsqueda de afecto y eso me costó mi calidad de escritora.

          De todo esto es en realidad de lo que quería siempre hablarte. Vos creías en mi capacidad. Sólo a vos debo pues explicártelo todo. Como vengo explicándotelo. Reiterándome. ¿Acaso importa mucho todo esto de la literatura?

          ¿Recuerdas a Eglé? Por ella tuve un afecto limpio, desprovisto de toda adherencia.

          Me veía entrando, por la mañana, a lo de Eglé Quiroga. Se levantó a abrirme y se volvió luego a la cama. Sobre esa cama hay un arrugado pijama de hombre. Eglé siguió mi mirada y comenzó a hablar. A llorar. Dios mío, ¿por qué llorar? Lo hacía con lentitud resignada. Y mientras, explicaba, pensando tal vez en alguna actitud mía de rechazo. Te quiero aclarar -decía-, antes que nada, para ver si querés seguir siendo mi amiga después de que te lo cuente. Este pijama es de mi amigo; también tengo relaciones con Julio, el de la oficina; no te asombres, vos sabes que me casé muy joven. Intentaba proseguir el relato. ¿Y a mí qué? ¿Acaso yo le pedía cuentas? A mí todo eso me parecía muy bien, pero muy bien. Alzaba cierta admiración y un confuso deseo de imitarla, eso era todo. Yo también tenía mis fichas. Me parecía importante lo que hacía y también saber que mi amistad hacia ella era desinteresada. Por primera vez en mi vida tenía a mi alcance un ser humano que leía, que sabía pintura, que con su diaria conducta trataba de ser hermoso y verídico. Nada me impulsaba al deseo, mucho a la protección. (Vos, que no sólo me conoces a mí sino también a fondo la vida provinciana, podes ponerte en mi situación de recién llegada que se interesa por el Arte, en aquellos años que recuerdo. Así se explica mi solicitud hacia Eglé. ¡Alguien con quien compartir cosas! ¡Un hallazgo inigualable!)

          Eglé Quiroga tenía una especie de serenidad que le venía de repetidas experiencias negativas. La misma serenidad con que echó pastillas de dormir en la taza de color naranja. Mucha cantidad de pastillas. Como su padre un año antes. ¡Cuánta firmeza en esa pequeña cabeza rubia! Y qué afanosa decisión de evitar complicaciones a los demás. "¿Cómo voy a hacer, compréndeme, para decirles que estoy enferma?" Yyo, para que no se matara, inventaba un viaje al Uruguay, cualquier cosa. Anda, cúrate allá y luego volvés. Sonreía. "No sos vos la enferma -decía-. Estás en la otra orilla: la de la vida." (Vos, Alfredo, por ese entonces, eras mi novio de pensión. Me acompañaste al juez para recuperar la carta que me dejó y que sólo se refería brevemente a su "cansancio" y, con frenético pudor, a la película que había visto la tarde anterior. "No me gustó; no sé qué le viste vos." ¡Cuánto te agradecí, entonces, tu compañía!)

          Ella salía con sus amigos y yo con los míos, con vos, o con el viejo González Trilla, a los que no conociste. Luego nos reuníamos para cambiar confidencias, como todas las mujeres. Eglé no hallaba reposo, siempre estaba buscando el goce y sabía darlo, o al menos me lo decía. "Es tan escaso, hay que aprovechar." Yyo, de mis experiencias, que no llegaban a la cama, no extraía más que orgullo, tonto orgullo de provinciana en libertad. Mientras que el deseo, como más tarde lo supiste, otras criaturas me lo inspiraban. (Ni vos, que en aquellos días te esforzabas por llegar a algo concreto conmigo, ni ella, conocieron algunos episodios de mis andanzas en libertad y de los maltrechos logros que extraía. Aquí te contaré uno.)

          A la pensión donde vivo me viene a ver un escritor de segunda categoría y de dos apellidos. Viene en representación de una asociación de escritores a la que estoy vinculada desde mi provincia. La asociación se llama AIAPE, y es de izquierda; me parece que de sólo ser miembro ya tengo mucho de ganado en la militancía. Salgo con el escritor a tomar un café, otro día a cenar. Por debajo de la mesa mi acompañante me arrima las rodillas. No siento nada, pero le dejo seguir su maniobra. Terminamos subiendo las escaleras de un hotel de poca categoría en la calle Paraná, que por mísera casualidad se llama Entre Ríos. Acabo llorando sobre la cama grande ante el asombro de mi acompañante: "Pero parece que fuera la primera vez -me comenta entre sarcástico y desilusionado-, ¿no me habías dicho que tenías un amigo?". (Yo te había inventado de amigo, aunque todavía no hubiéramos intentado nuestras desastrosas experiencias íntimas. Era, sí, la primera vez. Era mi manera complaciente de ingresar a la izquierda intelectual. Después de ese intento fallido el escritor de los dos apellidos desaparece.)

          Cuando regreso a la pensión me creo dueña de una experiencia sensacional, transformo el acto desgraciado en una aventura de película. Me doy una ducha caliente, me miro, pienso que las puertas de futuras experiencias me aguardan bien abiertas, silbo, me siento valiente y gloriosa.