Primero que nada hay que agenciarse de un libro. Ojo, no cualquier libro: nada de La guerra y la paz, El grado cero de la escritura, En busca del tiempo perdido o El alpeh; no. Debe ser un libro escrito por uno mismo.
Un libro escrito por uno mismo debe ser de poesía, porque como dice mi amigo el chileno “la poesía es muy fácil, toda chiquita y pa’abajo”.
Los títulos deben ser: La Cenefa y las horas o Ramillete de tristezas si el autor es culto. Si el autor es popular usará: Buenos Aires con vos, Buenos Aires con todo o simplemente Buenos Aires. Para el caso que el autor quiera darle un contenido social, empleará:Cañaveral del hombre, Hombre mineral y Poemas para el hombre mineral de mi tierra.
Toda presentación deberá constar de: a) Un presentador (escritor conocido); b) otro presentador (escritor desconocido pero que sea amigo de ley. De esos que uno está seguro de que van a hablar bien y no uno de esos degenerados que salen con cualquier cosa); c) un actor (conocido) para que lea los poemas; d) un guitarrista (desconocido) que toque “Zamba pa’ no olvidar”; e) un conjunto vocal que toque “Adiós Nonino” con la boca.
Asegurarse la asistencia de nueve tías canosas con tapado de piel, un tío eufórico para servir el vino y un tío melancólico para que se pasee sin hablar.
Servir vino con amaretti. Una damajuana está bien.
Invitar a dos escritores de bien ganado prestigio y a una compañera de trabajo para que diga “mirá, mirá, mirá quién está”.
El presentador no tiene que haber leído el libro previamente, para que la presentación gane en espontaneidad y frescura. Comenzará la misma así: “Un libro no necesita presentación. Y menos un libro como éste…”, y finalizará con: “He aquí una invitación a la aventura, a la poesía, a su mundo”.
Cada vez que el presentador nombre al autor deberá mirarlo.
Los asistentes masculinos (en adelante llamados el acechante) y las asistentes femeninas (en adelante llamadas la soledosa) deberán despreocuparse totalmente de la lectura pero estarán atentos cuando todos se desconcentren para la cena.
Toda presentación concluirá con una cena. La cena será en “El Dorá”, “Il ré dei vini” o “El rey del bife”. Nunca en otro lugar.
El autor deberá aprender 11 dedicatorias básicas, dejando su número de teléfono debajo de la firma si la adquirente lo justifica, si no, no. Verbigracia: el autor preguntará: “¿cómo se llama?” Adquirente: “Amelia”. El autor escribirá: “Para Amelia, en esta noche, por el encuentro. Otoño del 77.”
Los dos primeros libros serán dedicados a los dos autores de bien ganado prestigio. El autor escribirá: “A Jorge Luis Luzuriaga, cuyo libro El Rehta me hubiera gustado haber escrito. Con admiración, el autor”.
Se dedicarán los libros con marcador verde, de trazo chanfleado, para que la letra salga con más personalidad.
Si el autor viere que el tío eufórico persigue a uno de los escritores de bien ganado prestigio para preguntarle “¿Y? ¿Qué me anda escribiendo ahora, don Jorge Luis”, deberá impedirlo.
Si hacia el fin de la cena, cuando ya nadie tiene nada que decirse, el autor viere que en la punta de la mesa un mamado se obstina en leerle el libro en voz alta a todo el mundo, el autor influirá sobre los demás invitados para alejarse en silencio, dejarlo solo, y si es posible confundirlo entre los comensales de otra presentación.
Me olvidaba: las soledosas y los acechantes no deberán sentarse a la mesa del festejo rodeando al autor, no, porque las tías impedirán toda comunicación humana.
Apoyo logístico: Conviene que el autor, con tiempo, reserve parte de la mampara del patio, la parte de arriba del placar y todo el techo del ropero de la pieza de la muchacha para poner los 1.477 libros sobrantes de la edición de 1.500 ejemplares.
La Vuelta a casa. En la alta noche, cuando los gatos sobre los tejados vigilan su alta fosforescencia, atravesando las calles semivacías, oyendo el taconear de sus propios pasos, el autor o la autora deberán tratar de ser felices. No deberán pensar en las pilas de libros, en los paquetes sin abrir, en el polvo y el tiempo metiéndose entre los intersticios del olvido. Después con el tiempo, tendrán todo el tiempo del mundo para pensar. Podrán pensar que Neruda vendió los muebles de su casa para pagar la edición de su primer libro; que Stendhal vendió once ejemplares de Rojo y negro en siete años; que Kafka se murió sin ver un solo libro publicado; que André Gide rechazó los originales de En busca del tiempo perdido por no considerarlos dignos de publicación. Tendrán tiempo de pensar en todo eso. Más aún: tendrá tiempo de pensar con el príncipe de Shakespeare: “Es cierto que es una lástima, y es lástima que sea cierto”.
Del libro “ANTI-CONFERENCIAS”, Emecé, Bs.As., 1983.