Se nos llenaba la boca…
Se nos llenaba la boca
como si fuera obra nuestra.
¡Seiscientos mil habitantes
tiene la urbe porteña!...
La cifra parece enorme.
La más grande, de la escuela.
Cae sobre tiernas espaldas,
cubre pizarras pequeñas.
Nunca vimos tantos ceros
en los labios de las maestras
que a ceros nos educaron:
¡cero siempre, en las libretas!
Seiscientos mil habitantes
trotan por esas veredas.
De la noche a la mañana
salieron bajo de tierra.
El viejo Hotel de Inmigrantes,
huele agrio en la ribera.
A cuero de rucio, a axilas,
a amoniaco y a pimienta.
El Mediterráneo hiede
y el fez de la Siria, apesta.
Lana de cabra de Ukrania,
cuero de Rusia y canela,
manzanas que fermentaron
esperando, en las maletas,
y borceguíes labriegos
que nacieron con sus piernas
y que han recorrido todas
las campiñas polvorientas
del Taurus o de la Argólida
- del norte al sur, de la Grecia
llenan el aire de efluvios
y las narices protestan.
El viejo Hotel de Inmigrantes,
flotando en las verdinegras
aguas del río estancado
- carcomidas sus maderas-
parece un barco redondo
o un palomar de cornejas.
Con el paraguas al cinto,
arrastrando su linyera
desembarca el inmigrante
y el ojo busca la presa,
las campañas que lo llaman,
las llanuras que lo esperan.
Un pan, cebolla, tomate,
masca su boca tremenda
y se hunde en la ciudad,
y es uno más en la cuenta.
¡Seiscientos mil habitantes,
tiene la urbe por teña!
Los tratamos de tarugos
-o zoquetes de madera-
y los criollos de la víspera,
ya parásitos de América
los encontramos ridículos
-reímos de sus maneras-.
Esos hombres colosales
deformados por la fuerza,
nos transforman la ciudad
a puro pico y paciencia.
Aquí se caen las casas;
allá las calles se arreglan.
Los antiguos lodazales,
serán calzadas con piedra,
y las calles preferidas,
afirmadas con madera.
Aquellos recios tarugos,
ponen al hombre que sueña
una alfombra en el camino
del amante y del poeta
y bajamos a las calles,
despreciando las aceras.
¡Qué alto ejemplo, para un niño,
ver trabajar la colmena!
El año 95,
si no llevo mal la cuenta,
yo fui "inspector de trabajos"
yendo camino a la escuela.
Medía el cemento Portland
y las carradas de arena.
He ayudado, muchas veces,
a dosificar las mezclas.
Yo trabajé en las planchadas
de la calle de Defensa.
¡Nunca he sido más honesto,
ni escrito más bello poema!
Yo no estimo Buenos Aires…
Yo no estimo Buenos Aires
que lo he visto hacer con barro.
Casuchas de las afueras,
fabricadas en el campo,
entraban a la ciudad
con el sombrero en la mano
como pidiendo perdón
por tener algo de gaucho.
Casas sin salas al frente,
- muros de ladrillos ásperos –
todas del mismo color,
con hábito franciscano,
color que huele a limosna,
color que tiende las manos.
Casas que nunca perdieron
la huella de los andamios,
con buracos en el cuerpo
que eran troneras del diablo,
refugios de sabandijas
y otras semillas de escándalo.
Casas que llevaron siempre,
-como en el anca-los palos
del telégrafo que alza
hacia la pampa los brazos,
y los alambres murmuran
al oído de los caranchos
hacia donde van las tropas,
Levalle, Allaria, Campos,
que van corriendo los indios
con el poncho, pampa abajo.
Casas que tiempos después
tienen los pies en el charco,
que las casas del suburbio
se alzaron sobre bañados
rellenos con desperdicios
y sobre bases de escarnio.
Sus "piedras fundamentales”
fueron pares de tamangos,
que abandonó el Judío Errante
ya molido por los años;
fueron pedazos de loza
y fueron fondos de frascos;
fueron arcos de barricas
y fueron ropas de vagos,
y fueron cajas de lata
y osamentas de ganado,
pedazos de hierro viejo,
oro: bronce. Plata: estaño.
El lustrador de botines
emergió de esos pantanos.
Surgió como una protesta
indignándose del barro.
Nació en la Italia malárica,
-entre Nápoles y el Lacio-
su padre, lo hizo a "trincheta"
su madre, lo "coció a mano"
y se instaló en las recovas,
frente a la Plaza de Mayo,
donde cantaba victorias,
con betún, cepillo y trapo.
Sirviéndole de modelo,
por sus destellos dorados,
el sol que está en la Pirámide,
-fuente de charol preclaro-
y ponía en los botines,
rayos de aquel sol de Mayo.
¡Buenos Aires, es divino
ya que lo hicieron con fango!
Del barro de las afueras
que fue carne de sus pardos,
salió el ritmo de los valses
y la cadencia del tango.
Para cruzar el suburbio,
su dandy usó taco alto.
Difícil fue la jornada.
Avanzó tragando obstáculos.
Y haciendo eses y ochos
se dirigió hacia el asfalto.
Marchaba "pisando huevos",
cantando paso por paso.
A su pantalón francés,
nunca le llegaba el barro.
Ponía en las capelladas,
amor propio de mulato.
Con un clavel en la oreja,
que trocaba por un nardo,
en las esquinas paró
afirmándose en los barrios.
Las veredas de San Telmo,
comprendieron a esos guapos
y aflojaron las baldosas,
como hembras, bajo su taco.
Un tanto alzado de hombros,
iban imitando al gallo
que busca siempre una altura
de donde lanzar su canto;
y dando fe de civismo,
se treparon a los atrios
para gritar: ¡Viva Alem!
y luego: ¡Alfredo Palacios!
Vivo el barrio de San Telmo…
Vivo el barrio de San Telmo
y sus angostas veredas,
llenas de “infiernos” y “cielos”
para el tejo y la rayuela;
"la piedra libre", ''el mosquito
bombo”' -que anda en una pierna-
las bolitas, la escondida,
los carozos y las ruedas,
los barquillos, las pringosas
tortitas de azúcar negra;
la mancha, las cuatro esquinas:
''no hay pan en el horno, vuelva'
el ta-te-ti, la pandorga,
pororó, maní, grageas,
la Caperucita Roja,
la historia de Cenicienta;
el payaso Bebecito,
y el Circo Anselmi que llega.
-está en la calle San Juan
entre Solís y Lorea-.
Pongo pantalones largos
y uso blusa marinera.
El viento rudo de invierno,
bajo nuestras capas, cuela.
Al acostamos, nos ponen
los porrones de cerveza
con agua caliente dentro.
Y es el porrón que gotea...
En el recreo aprendemos
ristras de palabras feas
que ensayamos en la calle
para ponerlas a prueba
y al sentir que alcance tienen,
salimos a la carrera.
Vivimos un poco al margen
de leyes que nos esperan,
y salimos a la calle
como quien ya escapa de ellas.
No hay juego sin un disgusto,
ni ganancia sin reyerta.
En cada barrio un "pesado"
que anda buscando peleas,
trazando en el suelo un círculo
y mojándonos la oreja,
amenaza con sacarnos
"la chocolata" en su jerga.
Hay un partido de "ainenti"
en cada umbral de las puertas,
y de entregar "la costura"
en la Intendencia de Guerra,
vuelven las chicas del barrio
con un novio de "galera",
saliendo el galán corrido
bajo una lluvia de piedras.
Antes lloraban las madres.
Hoy las hijas lloriquean
porque somos los tiranos
de la calle y sus aceras.
¡Pobres chicuelas sensibles,
quedan haciéndole señas al Destino que no vuelve y que las deja solteras!
Canto el barrio de San Telmo
y su run-run de colmena
por donde pasó mi infancia
con botas de siete leguas.
Echo la tranca a este libro…
Echo la tranca a este libro,
que da al jardín de mi infancia.
Con oros, copas y bastos,
acabo de irme a barajas.
Si estaba prohibido el juego,
a mí, la ley no me alcanza:
todo verso es un delito,
y todo canto, una estafa.
Engañifas para bobos
fueron las lindas palabras.
Vates, druidas y profetas,
nos cargaron la balanza!
Mataperros de San Telmo
tiraba piedras de nácar
contra los vidrios obscuros
del mundo que me esperaba.
Donde hubo vidrios, ahora,
hay sólo telas de araña;
y el postigo de este libro,
se mueve al viento que pasa.
Los niños que lo contemplan
creen que lo mueve un fantasma.
Yo también tuve mis duendes
que se vestían con sábanas...
Mataperros de San Telmo,
conviví con gente brava,
pañuelo de seda al cuello,
carraspera en la garganta,
que era un barrio radical
debajo de boinas blancas,
y que, de puro compadre,
se sentaba en la retranca.
Ese modelo vicioso
me sirvió de guarda espalda
cuando he cantado milongas
en esta vida tan larga,
en donde juego, perverso,
ya que la ley no me alcanza:
todo verso es un delito
y todo canto una estafa.
Con oros, copas y bastos
acabo de irme a barajas.
En la bruma del recuerdo
ya parpadea la lámpara.
Se visten con las cortinas
de niebla, largos fantasmas,
y en la mitad de la noche,
cae, como un palo, la tranca.
[De Muchacho de San Telmo (1895), Buenos Aires, Editorial Guillermo Kraft Ltda., 1944]