Sobre: La ciudad de los locos, de Juan José de Soiza Reilly, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2007.
La mirada moral
Toda reivindicación de un autor “perdido”, olvidado o incluso borrado mediante una “operación” crítica, reviste un fuerte carácter moral. Es así porque el que interpela esta memoria desea enmendar un acto de injusticia. La culpa cultural presiona su mirada y la conduce por el cauce de lo políticamente correcto, espacio que al pretenderse exento de los prejuicios de una época suele debilitar su potencialidad crítica.
De este espesor moral se han teñido al menos dos textos que reflexionan sobre la suerte editorial de Juan José de Soiza Reilly. Uno de ellos, un trabajo temprano del escritor Juan Terranova, reeditado en el 2006 en un sitio web(http://www.elinterpretador.net/28JuanTerranova-ElEscritorPerdido.html). En él, el autor indaga sobre las posibles causas del olvido que sufre la obra del en su momento muy exitoso “escritor-periodista”. Apoyado en textos de Josefina Ludmer, Elsa Drucaroff y Jorge Rivera, el joven Terranova se vale de la “operación Arlt”, una de las tantas que se han urdido en la historia del campo literario, para explicar el silenciamiento de su obra. Si es notorio que entre ambos autores “abundan entonces las coincidencias, los robos textuales y de contenido”, el ensayista se pregunta “¿por qué nadie continuó haciendo crecer a Soiza? ¿Por qué ningún crítico lo rescató? ¿Por qué nadie lo acompañó hasta la canonización, o, por lo menos, hasta la más humilde reedición?” De las palabras de Terranova se desprende que Arlt, quien habría sostenido un claro deslinde entre literatura y periodismo -que Soiza desconocía, pues “coquetea con la idea de un periodismo literario y una literatura periodística”-, hizo más por la consagración futura de su obra. No sólo sorprende dicha explicación cuando se ha leído la crónica de Soiza Reilly titulada “Aventuras y desventuras de pintores y escultores argentinos” o el prólogo de su novela “La ciudad de los locos”, textos en los que edifica de manera sostenida su figura de escritor, sino que además llama la atención que Terranova no encuentre diferencias de valor entre sus escrituras. Tras endilgar al medio crítico “la imposibilidad de leer por afuera de las premisas elitistas y siempre necesitar de cierto consuelo bobo cifrado en un aire de distraída superioridad y desdén frente a los medios masivos de comunicación” -algo que los trabajos críticos de Eduardo Romano, Aníbal Ford y Jorge Rivera desde los años setenta impiden sostener enfáticamente-, Terranova arriesga: “si Roberto Arlt inaugura la literatura argentina del siglo XX, Soiza Reilly prefigura la literatura del sigo XXI, indefectiblemente aparejada a los medios de reproducción masiva.”
Al año siguiente, las palabras de Terranova parecen tener eco, y aparece la compilación de textos a cargo de María Gabriela Mizraje, publicada por Adriana Hidalgo editora. En la presentación de la edición y en un trabajo introductorio, la compiladora reconoce también el carácter precursor de Soiza Reilly –de Arlt y también de otras narrativas- y señala asimismo la resistencia por parte de la “crítica literaria y cultural, en su conjunto”, que margina a ciertos autores para que no corroan “el centro de una literatura y una crítica comme il faut, preestablecida, pulcra y demasiado a menudo aburrida, en el seno de una cultura que se tema contaminada y con riesgo de bastardillas”. La literatura desprestigiada de Soiza Reilly constituiría entonces “un contra-canon de la historia de la cultura nacional”.
Tanto en los argumentos de Terranova como en los de Mizraje parece reverberar cierto ethos polémico plausible en cualquier jornada de culturas populares, pero que hoy encuentra pocas posibilidades de generar un debate sustancioso en el medio crítico al que se dirigen las acusaciones, porque este último es permeable desde hace años a textualidades como las de Soiza Reilly.
La patente familiaridad temática entre las obras de Soiza y Arlt hace de este último un personaje más verosímil en el mundo de las letras, menos sorprendente, al tiempo que resalta su radical diferencia. Si Arlt fue discípulo de Soiza Reilly supo dejar atrás a su maestro. Los temas, socialmente constituidos y previos a los textos, pueden ser compartidos por escritores cercanos por intereses y sensibilidad en un mismo momento histórico. El lenguaje, sin embargo, es el terreno donde se juega la diferencia entre ambos autores, y la comparación no ayuda a Soiza para justificar su reaparición, que es sin duda destacable como hecho cultural, más allá de los argumentos débiles de sus vindicadores. Si Arlt es uno de nuestros clásicos, junto con Borges, Hernández y Sarmiento, se distancia bastante de un maestro del género como Soiza Reilly, atendiendo a lo que la misma Mizraje señala sobre su interés por “conmover al lector”, a través de “una literatura rápida” en la que “por encima del lenguaje está la historia”, y donde “la retórica debe adelgazar su espesor hasta resultar tan efectiva (y a veces efectista) como asequible”. Arlt, a diferencia de Soiza, supera el género al punto que lo vuelve una categoría que no puede dar cuenta de su singularidad.
La mirada ética
Si se deja atrás la historia literaria para leer a Soiza Reilly, que no es lo mismo que hacerlo sin historia ni residuos culturales –algo imposible, como ya se dijo-, la pregunta más ambiciosa sería: ¿qué pueden hacer los textos de Soiza Reilly, elaborados para el mercado con una conciencia agudísima de sus recursos, sus objetivos y sus destinatarios?
La edición crítica de Mizraje incluye novelas, cuentos y textos inéditos –estampas, discursos, audiciones radiofónicas- que se proponen atrapar la atención del lector desde el vamos, y muchas veces lo logran. En todos, se destaca la agilidad del narrador oral, su diccionario extremadamente emotivo y tremendista, la importancia que cobra el hilo de la historia, su estructuración folletinesca, una imaginación a veces desbordante, la apelación a los clichés y a las retóricas melodramáticas –el amor es el tema casi siempre presente aunque sus motivos sean más variados-, y a las discursividades médicas, higienistas, políticas de comienzos de siglo XX como materia prima a ser reelaborada en los textos.
Como tres rasgos que hacen a la singularidad de Soiza, se pueden destacar un humor inclaudicable, la osada asunción de un verosímil narrativo de género y las permanentes autoreferencias textuales. Si bien la sátira predomina en la pintura de ciertos tipos sociales (pertenecientes a todas las clases), Soiza Reilly muestra su dimensión humorística, aún en medio de su construcción romántica de autor, cada vez que confiesa sus caídas en la ridiculez en primera persona o a través de los personajes que funcionan como sus alter egos.
Con respecto al verosímil narrativo, los relatos suelen justificar al modo realista la fuente de las informaciones que transmiten, pero muchas veces el mismo se ve pulverizado por los acontecimientos que irrumpen en la historia (la llegada de los locos al mar, un muerto que camina o la huida en aeroplano desde un psiquiátrico en “La ciudad de los locos”, por ejemplo), hechos que sin embargo resultan totalmente coherentes con el devenir propio de la narración y su propia lógica compositiva, y devienen así sorprendentes.
Del nutrido juego de autoreferencias textuales, la más entendible desde el punto de vista genérico es el reiterado uso de apelativos: el lector, destinatario reconocido explícitamente en el texto, es invitado a seguir los episodios, a detenerse en una reflexión o en la descripción de un personaje, a obviar la arbitrariedad de la estructuración novelesca. Otra de las maneras en que se producen es aludiendo a la figura del escritor profesional mediante personajes escritores, como Ataliva en “Las timberas”, o las reflexiones del narrador sobre el arte de masas, la vocación escrituraria, las convenciones del género. El otro modo autoreferencial es el más sugestivo de todos: el texto recurre a las fuentes literarias que no sólo alimentan la sensibilidad de ciertos personajes sino el mismo tenor emotivo de los relatos: “Amar, no. Lo vulgar es recurrir a las palabras de las novelas de la vieja sensibilidad”, dice Celita, uno de los personajes femeninos en “Las timberas”. En esos momentos parecieran sacudirse por intermitencias los gruesos límites del género que una sólida conciencia profesional pareciera no querer traspasar jamás. Ese desborde imaginativo, ese proliferar perverso de la fantasía parece por cada tanto desestabilizar cualquier horizonte de expectativas (“Sonrisa de dientes maravillosos entre cuyas dos filas se asomaba una puntita roja de la lengua”, señala el narrador de “La embalsamada”), y es allí donde el lector de hoy, más allá de su condición de bien pensante cultural, puede seguir leyendo a Soiza Reilly con interés y placer.
Tomado de: http://www.bazaramericano.com