JUAN JOSÉ SAER - LIMINAR

          Es cierto lo que dice Eliot que los libros para los que escribiríamos de buena gana un pró­logo son justamente aquéllos que no lo necesitan. Pero es cierto también que un escrito, por corto que sea, aumenta, para quien lo emprende, la proximidad de aquello que se dispone a evocar. Escribir sobre algo es intimar con ello, precisando, no únicamente los aspectos inte­lectuales del objeto sino también, y sobre todo, los emocionales. Es pasar un momento intenso, como se dice, más espeso que la vida, con el asunto que se trata. Y no es que Juan no esté siempre presenten nuestra admiración y en nuestro afecto, pero lo está como lo es­tán las cosas de b memoria, disperso y fragmentario, once años después de su muerte que ocurrió, como es sabido, en un  momento terrible de nuestra historia, en el que casi todos sus amigos estaban desparramados por el mundo. La obra de Juan L Ortiz no necesita —ni nunca necesitó— magia prólogo para destocar su evidencia, pero en cambio yo, que estoy escribiéndolo, puedo gozar de b presencia acrecentada de su autor gracias a la mediación de lo escrito.
          Probablemente, lo primero que llama la atención en esa obra es su autonomía —idioma dentro del idioma, estado dentro del estado, cosmos dentro del cosmos, toda obra literaria se caracteriza por la coherencia de sus leyes internas y la poesía de Juan L. Ortiz no escapa a esa regla—. Como lo he observado alguna vez a propósito de la prosa de Antonio Di Benedetto, puede decirse que también la poesía de Juan es reconocible aún a primera vista por su distribución en la página, por sus preferencias tipográficas, por la extensión de sus versos, por el ritmo de sus blancos, o por la peculiaridad de su puntuación. Esa intención de signifi­car a través de todos los aspectos de la construcción poética hasta darle al conjunto de la obra la forma inequívoca de un objeto bien diferenciado en el plano de la lengua y en el del pensamiento, da como resultado una evolución constante de su poesía que, a partir de los primeros intentos post-simbolistas, desembocan en un uso sutil de la alusión, de la multiplici­dad de connotaciones, de la combinación de la lengua coloquial y de la lengua literaria y, sobre todo, de una forma poco utilizada en la poesía argentina, que podríamos definir como una lírica narrativa. En este sentido, ciertas cumbres de su obra, como "Gualeguay" o "Las co­linas", se inscriben con naturalidad en la tradición más fecunda de nuestra literatura, la que desde 1845, con la aparición de Facundo, ha hecho de la evolución de los géneros o de su transgresión liberadora, su aporte más original a la literatura de nuestro idioma.
          La autonomía de Juan no ha sido únicamente un hecho artístico, sino también un estilo de vida, una preparación interna al trabajo poético, una moral. Retrospectivamente también es posible percibir una estrategia cultural en su independencia que no sólo lo mantenía aislado de los grupos políticos y de los círculos literarios, de los pasillos aterciopelados de la cultura oficial, sino también del circuito comercial de la literatura y de los criterios adocenados de escritura y de impresión, que lo incitaron a convertirse en su propio editor y en su propio distri­buidor. El costo de esa actitud en aislamiento, en pobreza, en oscuridad, sólo puede ser pagado sin vacilaciones por aquéllos que conocen, gracias a la fineza de sus intuiciones, el tiempo propio de la cultura, la evidencia lenta de sus aportes originales de la que es condi­ción necesaria, como lo afirma Proust, "la singular vida espiritual de un escritor obsesionado por realidades especiales cuya inspiración es la medida en la que tiene la visión de esas realidades, su talento la medida en la que puede recrearlas en su obra, y, finalmente, su mo­ralidad el instinto que, induciéndolo a considerarlas bajo un aspecto de eternidad (por particulares que esas realidades puedan parecernos) lo empuja a sacrificar a la necesidad de percibirlas y a la necesidad de reproducirlas asegurándoles una visión duradera y clara, to­dos sus placeres, todos sus deberes, y hasta su propia vida, de la que la única razón de ser no es otra cosa que el modo de entrar en contacto con esas realidades...". 
          De la autonomía de la obra y de la personalidad de Juan, podemos inferir la segunda de sus cualidades, su fuerza, que podía pasar desapercibida para quienes se dejaban engañar por su aparente fragilidad física. Los que tuvimos la suerte de frecuentarlo —en la más inten­sa alegría que, aún en los momentos más graves, era el clima permanente de nuestros encuentros— no dejábamos de observar, a pesar de la ecuanimidad exacta de sus juicios, la firmeza de sus convicciones; también su ingenuidad era aparente —quizás una forma de deli­cadeza— ya que su curiosidad constante lo ponían al abrigo de todas las ilusiones que, a lo largo de casi siete décadas de creación poética, fueron sucesivamente levantándose y desmo­ronándose en nuestra escena intelectual como meras fantasmagorías. A los que se han creído obligados a compadecerlo por su pobreza y por su marginalidad podemos desde ya devolverles la tranquilidad de conciencia: el lugar en el que Juan estuviese era siempre el punto central de un universo en el que la inteligencia y la gracia, a pesar de catástrofes, vio­lencia y decepciones, no dejaban ni un instante de irradiar su claridad reconciliadora. Esa fuerza se traducía también en una capacidad de trabajo que sus amigos, en general mucho más jóvenes que él, cineastas, pintores, escritores, músicos, militantes políticos y sindicales, distábamos mucho de poseer, y que con los años fue concentrándose en el ejercicio de una escritura poética en la que aumentaban sutileza y complejidad. Como pocos casos en nuestra literatura, la última poesía de Juan es superior a la de sus primeros libros, y su evolución se produjo en el marco de una coherencia estética que fue afirmándose con el estudio y la refle­xión, en una búsqueda ininterrumpida que va desde 1915 hasta 1982.
          El deseo de conocer cada vez mejor su propio instrumento para utilizarlo con mayor efica­cia, esa disciplina a la que únicamente los grandes artistas se someten, tenía como objetivo el tratamiento de un tema mayor, del que toda la obra es una serie de variaciones: el dolor, his­tórico o metafísico, que perturba la contemplación y el goce de la belleza que para la poesía de Juan es la condición primera del mundo. El mal corrompe la presencia radiante de las co­sas y cuando sus causas son históricas sus efectos perturbadores se multiplican.      La lírica de Juan recibe, en ondas constantes de desarmonía, los sacudimientos que vienen del exterior, y su respuesta es la complejidad narrativa de sus obras mayores, en las que esos sacudimien­tos son incorporados como el reverso oscuro de la contemplación. Y el objeto principal de la contemplación, lo que engloba la multiplicidad del mundo, es el paisaje.
          Se ha hablado a menudo de la preeminencia del paisaje en la poesía entrerriana, del paisaje de Entre Ríos como un decorado de por sí apto para su aplicación poética, sobreenten­diendo incluso que su particularidad regional consistiría justamente en un suplemento de dulzura cuya simple transcripción ya produciría poesía. Pero aunque Juan conocía y aprecia­ba la poesía de su provincia, no se abstenía de repetir a menudo con una risita sarcástica la ocurrencia de Borges, según la cual, a causa de sus extremos épico-líricos, "la poesía entre­rriana es una mezcla de caramelo y de tigre". Del mismo modo que los antecedentes de Mastronardi debemos buscarlos en la poesía francesa y no en los alrededores de Gualeguay podemos decir que el paisaje, que ocupa un lugar tan eminente en la poesía de Juan, no es la consecuencia de un determinismo geográfico o regional, sino una proyección de su percep­ción del mundo y de su concepción de la poesía. Esa concepción es de índole materialista, no en el sentido de una noción que se opone al espiritualismo, sino más bien en el de los "Tres cantos materiales" de Neruda, que no son el resultado de una polémica estéril con el espiri­tualismo (palabra que por otra parte merecería, para saber exactamente lo que quiere decir, ser sometida a una recapitulación semántica), sino de un deslumbramiento ante la prolifera­ción enigmática de materia que llamamos mundo. Para la poesía de Juan el paisaje es enigma y belleza, pretexto para preguntas y no para exclamaciones, fragmento del cosmos por el que la palabra avanza sutil y delicada, adivinando en cada rastro o vestigio, aun en los más diminutos, la gracia misteriosa de la materia.

          Me parece necesario hacer notar que, a partir de 1950, la significación del trabajo de Juan empieza a hacerse evidente en la poesía argentina ya que son raros los poetas de las nuevas generaciones que, cualquiera sean sus propias tendencias estéticas, no reconozcan en ese trabajo una referencia de primer orden. Juan ha sido uno de los pocos interlocutores de una generación anterior que, en razón de la persistencia de sus búsquedas, los poetas más jóve­nes podían considerar como uno de sus contemporáneos. La visita a Juan L a Paraná se transformó desde mediados de los años 50 en un ritual iniciático de la joven poesía argenti­na. Este hecho relativiza su marginalidad y lo pone más bien en el centro de la actividad poética de los últimos cuarenta años, y puesto que su inexistencia para la cultura oficial es evidente, deberíamos preguntarnos si esa inexistencia no es representativa del lugar margi­nal que ocupa la poesía en nuestra sociedad, no únicamente en lo relativo al cuadro de honor expuesto en los paneles de los ministerios y a la distribución de prebendas, sino también en cuanto al circuito comercial del libro, en el que la expresión poética debe resignarse a ceder­le el paso a mercancías literarias de consumo más inmediato. Por su marginalidad de esas instancias —y sólo de ésas— la obra de Juan, así como la de Girondo o la de Macedonio Fernández, se vuelve síntoma, pero también faro y emblema —nudo invicto de labor desinteresada y de una libertad de pensamiento y de escritura que pone en su lugar, es decir, en el campo de lo inesencial, con perspicacia soberana, manejos, dividendos y consignas.
          El aspecto venerable de Juan, sus largos cabellos blancos, su cuerpo estricto y nudoso, la cortesía superior de sus ademanes y de sus palabras, podía incitar a quienes lo conocían va­gamente a esperar de él los aforismos de un supuesto maestro, las sentencias de un director de conciencia o la solemnidad estudiada de un santón —alguno de esos estereotipos que, por su carácter sobado y vacío, saben manipular con tanta destreza algunos charlatanes y figurones— La enseñanza de Juan era el propio Juan, la simplicidad de su vida y de sus rela­ciones, la conciencia de sus límites y de sus conflictos, su ironía constante —que podía ser temible, y estoy autorizado a afirmarlo ya que algunas de mis pretensiones la sufrieron en carne propia— y la aceptación valerosa de su propio desuno. Jóvenes o viejos, hombres ordi­narios o artistas, celebridades o perfectos desconocidos, todos tenían derecho al mismo trato, a la misma bonhomía, al "¡Pero cómo le va!" apresurado y franco con que dejaba su li­bro y se precipitaba, con sus pasitos afables, hacia el visitante inesperado que, después de trepar por las barrancas del parque Urquiza, llegaba a la hora de la siesta a conversar un rato.
          Nosotros, sus amigos de Santa Fe, tuvimos la suerte de verlo a menudo. A veces, era él quien cruzaba el río, con un bolso cargado de libros, manuscritos, tabaco y anfetaminas —para aumentar su lucidez y su energía y aprovechar más horas de trabajo— y pronto nos juntábamos en algún lado, en lo de Hugo Gola, en el motel de Mario Medina, o en mi propia casa de Colastiné, alrededor de un asado y de un poco de vino, quedándonos a conversar el día entero, la noche entera, la madrugada. Otras veces, éramos nosotros los que cruzábamos a Paraná. Tomábamos la lancha temprano, un poco después de mediodía, y a eso de las tres ya estábamos subiendo la barranca en la siesta soleada y, al cruzar la calle ancha y curva que se abría frente a su casa, divisando a Juan a través de la ventana de su despacho desde el que, en un banqueta en la que se sentaba a leer, no necesitaba mas que levantar la cabeza para contemplar de tanto en tanto el gran río que corría a los pies de la barranca. Si hacía buen tiempo, nos sentábamos a matear en el jardín o, mejor todavía, atravesábamos la calle y nos instalábamos en algún rincón del parque, bien alto, a la sombra si hacía calor y, fumando y conversando, nos demorábamos hasta el anochecer que iba subiendo por la barranca, el río y las islas. Luego bajábamos a alguna de las parrillas del puerto y Juan, después de co­mer, por tarde que fuese, nos acompañaba hasta la lancha, a la que casi siempre llegábamos corriendo porque era la última y sólo esperaban que sacáramos los pasajes y saltáramos a bordo para retirar la planchada. Adormilados de vino y de fatiga nos balanceábamos con la lancha que se balanceaba en el río de medianoche, contentos de haber salvado un día —y la vida entera quizás, si juzgo por la alegría intacta que me visita hoy, casi treinta años más tar­de, mientras escribo estas páginas.


(Prólogo a En el aura del sauce,  antología editada por la Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, 1989) 


Juan José Saer nació en Serodino (Provincia de Santa Fe) el 28 de junio de 1937. Fue profesor de la Universidad Nacional del Litoral, donde enseñó Historia del Cine y Crítica y Estética Cinematográfica. En 1968 se radicó en París. Su vasta obra narrativa, considerada una de las máximas expresiones de la literatura argentina contemporánea, abarca cuatro libros de cuentos –En la zona (1960), Palo y hueso (1965), Unidad de lugar (1967), La mayor (1976)– y diez novelas: Responso (1964), La vuelta completa (1966), Cicatrices (1969), El limonero real(1974), Nadie nada nunca (1980), El entenado (1983), Glosa (1985), La ocasión (1986, Premio Nadal), Lo imborrable (1992) y La pesquisa (1994). En 1983 publicó Narraciones, antología en dos volúmenes de sus relatos. En 1986 apareció Juan José Saer por Juan José Saer, selección de textos seguida de un estudio de María Teresa Gramuglio, y en 1988, Para una literatura sin atributos, conjunto de artículos y conferencias publicadas en Francia. Su obra ensayística se inicia en 1991, con El río sin orillas, continúa en 1997, con El concepto de ficcióny se completa en 1999, con La Narración-objeto. Su producción poética está recogida en El arte de narrar (1977), título que sugiere el intento constante de Saer por diluir las fronteras entre poesía, ensayo y narración. Ha sido traducido al francés, inglés, alemán, italiano y portugués. “La grande”,  su última novela,  quedó inconclusa y fue publicada póstumamente en 2005.