por Juan José Saer
Es cierto lo que dice Wallace Stevens:
The dress of a woman of Lassa,
In its place,
Is an invisible element of that place
Made visible.
Y el título mismo de su poema —Anécdota de miles de hombres— ilustra de un modo claro lo que estoy tratando de decir: lo exterior de un lugar no es más que la manifestación de algo que no es propio de ese lugar y que está, no propiamente en ninguna parte, sino en todas, lo que equivale a decir lo mismo. Los grandes ríos que forman el de la Plata, multiplicándose a medida que bajan del norte, y que configuran lo que se llama el litoral, no tienen nada de exótico y son el resultado de una serie de contingencias geológicas, geográficas y humanas en las que, por debajo del color local, el Logos común prosigue el soliloquio de su empastamiento con el mundo.
Las dificultades para definir el color de sus aguas son un ejemplo de ese empastamiento, y se hacen evidentes en dos circunstancias muy diferentes, por no decir opuestas: cuando leemos el que les han atribuido tantos poetas y cuando nos paramos a contemplarlas. Es claro que si nos desplazamos en lancha por ese laberinto acuático, las diferencias de anchura, de profundidad, de composición del lecho y de las orillas, de vegetación, de cielo, etc., cambiarán en distintos puntos el color del agua, pero en muchas ocasiones he podido observar, parado en el mismo lugar, no únicamente que el tinte de la superficie cambiaba al cabo de varios minutos, sino que, en varios trechos de esa superficie, separados por algunos metros o meramente yuxtapuestos, el agua tenía un color diferente, o incluso que un mismo punto del río cambiaba de color ante mis propios ojos. El inmortal marcolor vino de Hornero, indiferente a los matices infinitos del agua, me intrigó mucho tiempo, en razón de que vi por primera vez el mar a los veintiocho años, hasta que caí en la cuenta de que significaba simplemente oscuro. En sus traducciones diletantes de la Odisea, el poeta Leopoldo Lugones lo llama lisa y llanamente negro.
Sin saber que 28 años más tarde iría a una isla del Delta para suicidarse en una habitación de hotel, Lugones, por encargo del gobierno que celebraba el centenario de la Revolución de Mayo, escribió una Oda al Plata en 1910 (en una sección de su libro Odas seculares llamada Las cosas útiles y magníficas). En la sexta estrofa de su Oda, Lugones califica al río de la Plata de moreno, pero en la octava, abriendo las compuertas de su incorregible pomposidad, no puede menos que señalarle al lector, que debe abrirse paso a través de una intrincada retórica finisecular para representárselas, las modificaciones cromáticas debidas a los reflejos del cielo:
...Cántale la poesía de tus ondas
cuando de patria te colora el cielo;
cuando vuelcas la plata de la luna
en sombría expansión de cofre abierto,
o fraguas, por el sol metalizado,
en barra colosal, fuego de fierro.
Estos adjetivos requieren explicación: moreno no es sinónimo de negro, sino que significa, según la Real Academia', "color oscuro que tira a negro", y, en una segunda acepción: "Hablando del color del cuerpo, el menos claro en la raza blanca". En realidad, Lugones escribió: "Moreno como un Inca", con lo que quería decir, no negro, sino más bien cobrizo o broncíneo, o un matiz de marrón, que resulta de la mezcla de lo rojizo del cobre y del tinte amarillento del bronce. Entre el rojo y el amarillo podemos, en efecto, situar el color del río y si debiéramos encontrar un término medio, podría hablarse de marrón claro, que solo debe servir como referencia dominante, de la que siempre tenemos que tener presente el carácter fragmentario y la inestabilidad.
En otra de sus Odas (a Buenos Aires esta vez) Lugones utiliza una comparación clásica en las letras rioplatenses: "el gran río color de león", y en una tercera composición habla de "leoninas aguas". Los poetas de la revolución de Mayo, que denostaban a España en el más servil estilo neoclásico de la metrópoli, supieron usar una metáfora, muy de moda en la época, ya que la encontramos en más de un autor y, sobre todo, en el Himno Nacional:
...a sus plantas rendido un León.
Las plantas son las de Buenos Aires, y el león, la Corona española, pero también el río de la Plata, en razón de su presencia poderosa y del color de sus aguas. El color león es un marrón claro, amarillento que, efectivamente, es posible observar cuando el río está calmo y a altura normal. También podría hablarse de beige o té con leche; Baldomero Fernández Moreno, hacia 1930, escribió: "el río café con leche". Juan L. Ortiz, que con un arte sutilísimo repertorió los innumerables matices de esas aguas, recogió el color león: "los momentos en que debes de sentirte más leoninamente contigo", pero también otros tonos en ese arco que pasando por el marrón va del rojo al amarillo: "el río todo dorado de mayo", o, "rosa y dorada la ribera, la ribera rosa y dorada", o "río rosado aun en la noche"; y en otro poema se refiere al rojo de Siena para describir el color del agua. En los matices de marrón, Borges aporta también su colaboración: "la corriente zaina". Este adjetivo, célebre y un poco barroco, significa castaño oscuro, y se aplica únicamente a un tono particular del pelo de los caballos. Pero los matices de zaino son numerosos, y el zaino colorado es un pelo frecuente en la llanura, con lo que volvemos a encontrar el tinte rojizo. Ya sabemos que, servidor ocasional del objeto, no hay función en el idioma más convencional que el adjetivo.
La prueba nos la suministra el propio Borges en el mismo poema ("La fundación mítica de Buenos Aires") una línea más abajo:
Pensando bien la cosa, supondremos que el río
era azulejo entonces como oriundo del cielo
Con este cambio brusco, Borges hace un curiosísimo juego de palabras, porque en América, y sobre todo en el río de la Plata, "azulejo" designa también, como zaino, el pelo de un caballo, pero de tan difícil descripción que ni los propios gauchos eran capaces de suministrarla, como lo prueba esta anécdota que cuenta un especialista del tema, el historiador Agustín Zapata Gollán: "Una vez le pregunté a un domador de San Javier cómo definiría el azulejo. Estábamos sentados a la sombra de un rancho, cerca del Saladillo Amargo, a la altura de la laguna La Colorada. El criollo apoyó los desnudos antebrazos en las rodillas, y, levantando los ojos hacia el cielo, me dijo, después de un largo silencio: Y bueno... El azulejo es un cuerpo sobresaliente a claridá". Esta respuesta, enigmática, perpleja y felicísima, muestra la dificultad de definir el pelo de ese caballo, que ciertamente no es azul. Azulejo significa "que tira al azul", pero Borges, aprovechando la proximidad de "zaina", prefiere usarlo en lugar de azulado, que es más corriente, pero también más neutro desde el punto de vista del idioma coloquial argentino. (Este poema célebre es uno de los primeros de Borges, y en él subsisten todavía no pocos vestigios de sus inclinaciones criollistas.) El sentido de este verso es el mismo que en el de Lugones: cuando de patria te colora el cielo, porque los colores de la bandera argentina son el blanco y el celeste. Y efectivamente, ese color celeste se observa con frecuencia en el río de la Plata. Pero que los bañistas banales del Mediterráneo no se imaginen nada semejante al azul brillante del Mare Nostrum: no hay que olvidar que el cielo se refleja en una superficie rojiza o amarillenta, de modo que el tinte del agua es bastante indefinible; cuando la superficie es rojiza, el agua adquiere un aspecto tornasolado, y cuando tira al beige, es de un celeste desleído y a veces verdoso que recuerda ciertos frescos de Toscana o de Umbría. Un día de octubre, a eso de las dos de la tarde, lo vi en ese estado desde la costanera en Buenos Aires, una vasta planicie escarolada por la brisa de primavera, y el verso de Borges me vino inmediatamente a la memoria. Pero, una vez más, es Juan L. Ortiz quien supo captar mejor que nadie la apariencia particular y cambiante de esos ríos:
Sí, sí
el verde y el celeste, revelados,
que tiemblan hacia las diez porque se van,
y en la media tarde se deshacen o se pierden
en su misma agua fragilísima...
Es obvio que no se puede hablar de estos ríos sin evocar su figura y su poesía, que se confunde con ellos. Nacido al lado de Gualeguay, provincia de Entre Ríos en 1896 y muerto en Paraná en 1978, Juan Laurentino Ortiz, a quien todo el mundo llamaba Juan L., pasó prácticamente su vida entera auscultando ese laberinto de agua. La ciudad de su infancia puede ser considerada, por su posición geográfica, como la matriz o el ombligo de la región fluvial, ya que se encuentra justo en la mitad de la base del triángulo invertido que trazan el Paraná y el Uruguay, cuando, reuniéndose en el vértice del Delta, forman el estuario. Equidistante a vuelo de pájaro de los dos afluentes, un poco más alejado de la desembocadura, su pueblo natal, Puerto Ruiz, domina el triángulo isósceles que forman los lados de agua. La multiplicación de ríos, riachos, arroyos, esteros, lagunas, pantanos, que ya desde el sur del Brasil y desde el Paraguay empieza a converger hacia el sur, en las proximidades del estuario se vuelve vertiginosa. Como su nombre lo indica, todo el perímetro de la provincia de Entre Ríos es acuático, y su territorio entero está surcado de ríos y de arroyos que, más que en otras provincias del litoral, han preservado la toponimia indígena: Nogoyá, Gualeguay, Villaguay, Ñancay, Gualeguaychú, Mocoretá, Guayquiraró. Para formar el Delta, el Paraná, "el cual es muy caudalosísimo y entra en este de Solís por veintidós bocas", se desgaja en brazos innumerables, el Paraná Pavón, el Paraná Ubicuy, el Guazú, el Miní, el Paraná de las Palmas. Las colinas entrerrianas, la proliferación acuática, y la llanura a partir de la orilla oeste del Paraná, las islas aluvionales y chatas del Delta, el estuario ilimitado: de eso está compuesto el lugar, que él transformó en paisaje y en entrecruzamiento cósmico, en el que nació y vivió Juan L. Ortiz.
Aparte de una temporada de duración incierta en Buenos Aires, alrededor de 1915, de un par de viajes al extranjero en los años cincuenta (Chile y China Popular) y de sus escapadas fugaces a las provincias vecinas (sobre todo Santa Fe y Buenos Aires), durante los ochenta y dos años que vivió prácticamente nunca se ausentó de su provincia. Habiendo convocado amablemente el universo a su casa, los desplazamientos le eran innecesarios. Después de jubilarse de un empleo de juez de paz que ejerció durante muchísimos años en pequeñas ciudades de su provincia, vino a instalarse a la capital, Paraná, una ciudad apacible de unos cien mil habitantes encaramada en las barrancas que dominan el río, a unos quinientos kilómetros al norte de Buenos Aires. Su casa de Paraná, confortable pero modesta, estaba construida de tal manera que desde el jardín delantero o desde su cuarto de trabajo que estaba en la planta baja, le bastaba levantar la cabeza para contemplar, en toda su anchura, el río Paraná, que en esa parte de su curso, particularmente en el paraje llamado Bajada Grande, alcanza varios kilómetros. Del otro lado del río está mi ciudad, Santa Fe, y si en la actualidad existen un puente, un camino asfaltado entre las islas, y un túnel de tres kilómetros cavado bajo el lecho del río para comunicar las dos capitales, hasta fines de los años sesenta el viaje se hacía en lancha o, más confortablemente, pero más lentamente, también en balsa, que era el nombre que tenían los viejos ferris comprados de segunda mano por las compañías locales en Hamburgo, en Ámsterdam y probablemente también en La Róchele; río arriba, de Santa Fe a Paraná, el trayecto duraba un par de horas, y un poco menos de regreso. En el puente inferior del ferry, después de maniobrar, lentos y trabajosos, se acomodaban, paragolpe contra paragolpe, autos y camiones, pero el puente superior estaba reservado a los pasajeros de a pie que podían sentarse al aire libre en grandes bancos fijos hechos con listones de madera, o en el interior, en el salón cubierto, yuxtapuesto al bar restaurante en el que, tal vez en homenaje a los tres países en los que los ferries habían navegado anteriormente, se podía tomar una ginebra Bols, una cerveza fabricada en Santa Fe en base a recetas alemanas, o comer un bife con papas fritas, que según Roland Barthes es el plato nacional francés por excelencia, a tal punto que es lo primero que pidió el general Leclerc el día de la liberación de París.
Juan L. no debía pesar más de 45 kilos. Más bien bajo de estatura, no daba sin embargo para nada la impresión de fragilidad. Cuando yo lo conocí, a mediados de los años cincuenta, en una librería de Santa Fe, ya estaba llegando a los sesenta años, y tenía un aspecto venerable, que incitaba al respeto que se cree deber a un estereotipo de Maestro, pero que ocultaba su verdadera personalidad, puesto que nada le repugnaba más que las poses pontificales. Delicado, amable y un poco zumbón, ni acostumbraba a dar lecciones ni tampoco a recibirlas, sobre todo de oportunistas y de pedantes. Cuando recibía una visita o saludaba a alguien, tenía la costumbre de inclinarse un poco, gentil y discretamente y, siguiendo la costumbre de los viejos criollos de su provincia, no tuteaba a nadie (aparte de Gerarda, su mujer), cualquiera fuese la posición social, el carácter o la edad de su interlocutor. Siempre nos reíamos porque Juan trataba de usted a su propio hijo que, en cambio, lo tuteaba. Pero esa inclinación por la vieja cortesía criolla no tenía nada de autoritario ni de convencional, sino que se practicaba en medio de la más grande libertad de maneras y de pensamiento, y en un clima de alegría y de familiaridad.
En 1915, Juan, en Buenos Aires, había frecuentado los medios anarquistas y socialistas, y, particularmente sensible al sufrimiento no únicamente humano sino de todo lo viviente, había tomado partido desde muy joven en favor de los desposeídos, posición que se concretó en una simpatía por el comunismo de la que no se desdijo hasta su muerte. Pero, a decir verdad, ya desde 1945 por lo menos era lo que podría llamarse un disidente. De tanto en tanto, en las sucesivas razzias anticomunistas, la policía de Paraná, obedeciendo consignas nacionales, se resignaba a arrestarlo durante algunos días, pero sus propios carceleros le iban a comprar cigarrillos o se veían en la obligación, si no había nadie en la casa, de ir a darle de comer a sus gatos o a regar las plantas del jardín. Respetuoso y afectuoso con los militantes, siempre se refería a los dirigentes, sectarios y soberbios en muchos casos, con una risita irónica. A pesar de no haber dejado nunca su provincia, despreciaba el provincialismo y sobre todo el nacionalismo. Aparte de su casa modesta, de su jubilación exigua, de sus libros y de algunos chirimbolos sin ningún valor, nunca poseyó ningún bien terrenal. Le conocíamos una sola excentricidad: como era muy delgado, y tenía el cuerpo fino, la cara y las manos finas, que con el tiempo fueron volviéndose oscuros y nudosos como raíces, tal vez con el fin de obtener una proporción armónica entre su cuerpo y su entorno inmediato, todos los objetos, muebles, útiles y hasta prendas vestimentarias, eran largos y finos; su mesa de trabajo bajo la ventana que daba al río, era estrecha y larga, del mismo modo que el canapé en el que se sentaba a leer y que ocupaba un largo espacio en la pared lateral, o que los estantes de la biblioteca; sus plumas, sus lápices, sus boquillas, y hasta sus cigarrillos, que él mismo armaba, tenían todos unos pocos milímetros de diámetro; tuvo muchos perros (a la muerte de uno de ellos, Prestes, escribió uno de sus mejores poemas) pero siempre eran galgos; tenía una máquina de escribir especial, con tipos muy reducidos, y su escritura era microscópica, del mismo modo que la tipografía de todos sus libros, que, hasta 1970, en que hubo de ellas una edición en tres volúmenes, eran todas ediciones de autor. Obviamente, el formato' de sus libros era fino y alargado, y él mismo vigilaba la fabricación en oscuras imprentas entrerrianas. Durante cuarenta años, Juan L. fue su propio editor, su propio diagramador y su propio distribuidor. Cuando comenzó la preparación de sus obras completas, su escritura diminuta fue el infierno de editores, tipógrafos y correctores, pero Juan afirmaba que su gusto por la escritura y la tipografía microscópicas le venían de su juventud, en la que para ganarse la vida había tenido que aprender el oficio de miniaturista, pintando paisajes, con la ayuda de una lupa, en cabezas de alfiler y otras superficies igualmente reducidas.
Autodidacta, Juan, que venía de una familia modesta del campo entrerriano, tenía una cultura inmensa, y estaba siempre ávido de novedades; nada le causaba más placer que recibir como regalo alguna revista francesa; en su juventud había traducido un par de novelas de Aragón para alguna de las editoriales del partido, y a pesar de su curiosidad permanente y de sus gustos más diversos, sobre todo en poesía, tenía una preferencia marcada por la literatura francesa y por los poetas chinos, de los que siempre andaba buscando nuevas traducciones. La poesía francesa era una de sus lecturas permanentes, a partir de Baudelaire, de Rimbaud, de Verlaine y de Mallarmé, pero como había empezado a leer poesía en pleno auge del simbolismo, tenía una debilidad particular por los poetas simbolistas, especialmente los belgas, como Maeterlinck o Verhaeren. Veneraba a Proust y a Valery al mismo tiempo que a los surrealistas, los pacifistas, los grandes moralistas sociales como Tolstoi o Gandhi. En música, Claude Debussy era su dios. Tenía una radio perfeccionada, que se había hecho construir especialmente, igualmente fina y alargada como el resto de sus pertenencias, en la que, en lo alto de las colinas entrerrianas pasaba noches enteras como dicen que lo hacía Armand Robin, tratando de captar las emisoras internacionales.
El rasgo sobresaliente de su carácter era la bondad, una especie de compasión cósmica que lo inducía a considerar todo lo viviente como digno de amistad, de consuelo y de cuidado. El tema casi exclusivo de su poesía era el escándalo del mal y del sufrimiento que perturban necesariamente la contemplación de un mundo que es al mismo tiempo una fuente continua e inagotable de belleza, tema que no difiere en nada del dilema capital planteado por Theodor Adorno después de Auschwitz. En casi setenta años de trabajo poético, Juan L. retomó una y otra vez ese tema, aplicando la combinación de lo invariante (Fu, éki) y de lo fluido (ryujo), que para Basho, el maestro de haíku, constituyen la oposición complementaria de todo trabajo poético. Sus poemas fueron haciéndose cada vez más largos, más polisémicos. más herméticos. Muchos de ellos son ciertamente indescifrables, puesto que el plano denotativo del lenguaje desaparece bajo la multiplicidad de las connotaciones, pero a decir verdad no hay nada que descifrar tampoco en los cuadros de Jackson Pollock o en la música de Edgar Várese, y probablemente tampoco nada en Finnegans Wake, a pesar de las toneladas de exégesis que nos ha deparado, a partir de la Segunda Guerra, la famosa industria joyceana, un poco lánguida últimamente a decir verdad, quizás en razón de las tendencias actuales del capitalismo mundial, proclive a abandonar el sector productivo para interesarse por el financiero. Una cosa es segura: esos textos de Juan, por ilegibles que parezcan, se reconocen como suyos, no ya a la primera lectura, sino a simple vista, por su tipografía, su distribución en la página, su sintaxis, su vocabulario, su entonación y su ritmo, igual que, entrando en un museo, sabemos inmediatamente que hay un cuadro de Pollock en el otro extremo de la sala, cristalización radiante y única que nos atrae como un llamado.
En esta poesía de tradición postsimbolista y postimpresionista que fue volviéndose cada vez más abstracta, el paisaje fluvial es tal vez el elemento más importante, en primer lugar en su aspecto geográfico porque a lo largo de los poemas aparecen nombrados todos los ríos de la región, con sus particularidades, sus nombres, sus recorridos, sus tamaños; cuando digo todos quiero significar, casi sin exageración: hasta el más ignoto y tenue hilo de agua. A los ríos mayores les consagra largos poemas; pero aun cuando el tema principal de ciertos poemas no sea un río, las referencias fluviales y, más genéricamente, acuáticas, son constantes y, más allá de la necesidad estética o simbólica que esa presencia viene a llenar, puede decirse que existe también una necesidad puramente realista, geográfica porque, casi literalmente, en la región no se puede dar un paso sin toparse con un río. Pero, además de ese repertorio geográfico y, por cierto, histórico y social, la captación física y metafísica desmenuza el paisaje fluvial con tanta minuciosidad y fineza que sus componentes más íntimos, más inesperados y más fugaces, se vuelven evidentes y familiares. El cambio de las estaciones, las horas del día, la fauna, la flora, las sequías y las inundaciones, el diálogo entre la tierra y el firmamento, y sobre todo, las casi infinitas variaciones cromáticas del agua, de la tierra y del aire, son la materia principal de esa poesía. A quien pueda imaginarse un catálogo folklórico o didáctico hay que aclararle que esa obra está hecha de matices, de alusiones, de silencios y de medias palabras; que no hay en ella nada de afirmativo o de erudito; y que los elementos del paisaje aparecen, no transpuestos según el orden convencional de las apariencias, sino en un orden propio, del mismo modo que un matiz de verde observado en una planta puede aparecer en un cuadro abstracto sin ninguna alusión a su referente.
Desde las barrancas de Paraná que dominan el río, la mirada abarca un horizonte desmedido, hecho casi exclusivamente de islas y de agua. De esas islas aluvionales, una bien enfrente de la costanera, en medio del río, de unos doscientos metros de extensión, es fina y alargada como si, consciente de la única excentricidad de Juan L. Ortiz, hubiese querido acordar su forma al entorno íntimo del poeta. La islita se extiende de norte a sur en medio de la corriente cubierta por la vegetación enana y enmarañada típica de las islas más antiguas y más grandes, a no ser sus bordes pelados y arenosos, que a veces sin embargo están tan carcomidos por la corriente que los drena que la vegetación, aunque terrestre, parece brotar directamente del agua. De esa isla podría decir, con la misma nostalgia con que un señor ya mayor dice de una hermosa muchacha que de chica supo tenerla sobre las rodillas, que asistí a su nacimiento. Como la colina ubicua y barrosa de la cosmogonía egipcia que, brotando del agua, inaugura el mundo, esa islita apareció un buen día —o la vimos por primera vez, como el cráneo redondo y oscuro de un recién nacido saliendo desde el vientre de su madre— a finales de los años cincuenta, desde la barranca, no lejos de la casa de
Juan L. Ortiz: al principio debió haber sido una agitación leve de la corriente, que el ojo inexperto debía tomar por un remolino, formada bajo el agua por la resistencia de los depósitos aluvionales, hasta que por fin, alcanzando la superficie, habiéndose acumulado lo bastante como para llegar a ras del agua, una protuberancia marrón y lustrosa emergió al exterior y empezó a crecer. Groseramente circular, la forma alargada se fue pronunciando, modelada por la dirección de la corriente y, cuando fue lo bastante alta, tuvo sin duda la ocasión de secarse un poco, de salir del magma barroso probablemente tan arcaico como el barro mítico del primer hombre, y diferenciarse de él, ser, no todavía isla, pero tampoco sustancia informe, hasta que, sembradas por los vientos de primavera, las primeras hierbas y las primeras plantas empezaron a brotar. Al cabo de unos años ya fue por fin isla, como todas las otras que empiezan a acumularse a medida que el río baja hacia el estuario, esas islas del Delta que sin duda contribuyen a la inmovilidad de sus aguas, ya que, profusas, inmóviles e indolentes, interfieren y frenan la comente, induciéndola a entrar en el río de la Plata por "veintidós bocas". La última vez que la vi, en la primavera de 1989, era ya, más que isla, arquetipo de isla: como de alguien que hemos conocido de chico y que hemos visto crecer y que, al reencontrarlo adulto después de muchos años de separación nos preguntamos dónde han ido a parar los rasgos originales, también me pregunté cómo la diminuta protuberancia fangosa de 1960 había podido convertirse en ese arquetipo de isla. A decir verdad, esa isla estaba hecha no únicamente de materia sino también de tiempo acumulado, de la unidad indestructible de tiempo y materia. Pero en la docilidad con que había alcanzado los atributos de su arquetipo, hasta tal punto que, para quien no la hubiese visto crecer no era más que un elemento indiferencia do del paisaje, confundida con las otras islas en razón de una evidente identidad formal, en esa docilidad con que los individuos de una misma especie se parecen unos a otros, la modalidad repetitiva del mundo se verificaba una vez más. Pero, producto de la sedimentación constante y de la corriente, de los vientos, de las estaciones, también esa isla podría, para desbaratar todo exotismo, demostrar que lo típico de un lugar no es más que el resultado de una combinación propia, y puramente contingente, de algunas leyes físicas y biológicas universales.
(Extracto de: SAER; Juan José; "El río sin orillas -Tratado imaginario"; Alianza Editorial, 1991; pags.219 a 230.)
Nota del compilador: Sólo a Saer se le podría haber ocurrido unir a Borges y a Ortiz en los ríos que forman el Delta del río de la Plata (el Paraná y el Uruguay). El río sin orillas es, por supuesto, el Río de la Plata; sin embargo no parece arbitrario extender el alcance de la metáfora a Juan L. Ortiz y a su obra.
Juan José Saer nació en Serodino (Provincia de Santa Fe) el 28 de junio de 1937. Fue profesor de la Universidad Nacional del Litoral, donde enseñó Historia del Cine y Crítica y Estética Cinematográfica. En 1968 se radicó en París. Su vasta obra narrativa, considerada una de las máximas expresiones de la literatura argentina contemporánea, abarca cuatro libros de cuentos –En la zona (1960), Palo y hueso (1965), Unidad de lugar (1967), La mayor (1976)– y diez novelas: Responso (1964), La vuelta completa (1966), Cicatrices (1969), El limonero real(1974), Nadie nada nunca (1980), El entenado (1983), Glosa (1985), La ocasión (1986, Premio Nadal), Lo imborrable (1992) y La pesquisa (1994). En 1983 publicó Narraciones, antología en dos volúmenes de sus relatos. En 1986 apareció Juan José Saer por Juan José Saer, selección de textos seguida de un estudio de María Teresa Gramuglio, y en 1988, Para una literatura sin atributos, conjunto de artículos y conferencias publicada en Francia. Su obra ensayística se inicia en 1991, con El río sin orillas, continúa en 1997, con El concepto de ficcióny se completa en 1999, con La Narración-objeto. Su producción poética está recogida en El arte de narrar (1977), título que sugiere el intento constante de Saer por diluir las fronteras entre poesía, ensayo y narración. Ha sido traducido al francés, inglés, alemán, italiano y portugués. “La grande”, su última novela, quedó inconclusa y fue publicada póstumamente en 2005