HUGO GOLA - PRÓLOGO DE PRÓLOGOS

          En su ensayo “Tienen razón los literatos”, Cesare Pavese dice: “Todo auténtico escritor es espléndidamente monótono en cuanto en sus páginas rige un molde al que acude, una ley formal de fantasía que transforma el más diverso material en figuras y situaciones que son casi siempre las mismas”. Si esta afirmación es verdadera, como realmente lo creemos, Juan L. Ortiz es, sin dudas, un auténtico escritor. Su tarea consistió siempre en transformar el diverso material a su alcance, vasto y renovado, en figuras y situaciones que son casi siempre las mismas, dando pruebas de una espléndida monotonía. Demostró además que desde el principio, desde su ya lejano libro “El agua y la noche” (1933), le fue dado un tono que derramó sobre una materia que también le era propia; vale decir que todo el caudal de su obra constituye una suma de astillas arrancadas de un mismo tronco y testimonian un inevitable destino de poeta.


          Quizá no encontremos otro caso semejante en toda la literatura argentina. Más de cincuenta años de trabajo para construir pacientemente un orden homogéneo y real, viviente y articulado; un mundo complejo, tejido con la precaria circunstancia de todos los días, con la alta vibración de la historia, con la angustia secreta de la pobreza y el desamparo, y la repetida plenitud de la gracia. Presiento que una obra de esta dimensión sólo se puede realizar con una entrega sin reservas y confiada, persistiendo heroicamente en el registro cotidiano de estados e iluminaciones, descensos y buceos, titubeos y certezas, pero con la humildad de una hierba que florece para cumplir sus ciclos y no por el orgullo de la flor.
          Considero que esta básica actitud de Ortiz hacia la poesía—no pedirle nada, darle todo—, le hizo alcanzar la sabiduría que su obra trasluce, la modestia que preside su vida retirada. Éstas, tal vez, hayan sido las leyes generales que instauraron su libertad, las que lo volcaron hacia el auscultamiento de su corazón y le ayudaron a descubrir el ritmo del mundo, conocimientos esenciales para elaborar un universo poético como el suyo. En su provincia natal, sin moverse casi de ella, sin deambular por ciudades fabulosas, ni países extraños, volcado pacientemente sobre sí mismo, reconoció como aliados naturales el trabajo diario, el tiempo disponible y vacío y una equilibrada combinación de lucidez y abandono, para aferrar todos los hilos y reunir todas las voces.

          Pudo entonces salir al mundo, guarnecido por su tierra y su paisaje, sostenido por una participación de ojos abiertos, con la piedad encendida de los que realmente viven la esperanza. Por supuesto que una elección inicial semejante debía condicionar toda su existencia. Nada de lo expresado en los poemas podía ser ajeno a la experiencia cotidiana del poeta. Nada de lo experimentado con la palabra podía distanciarse de su existencia. Vida y poesía debían entonces ser construidas juntas, apoyándose una en la otra, alimentándose una de la otra, constituyendo ambas los polos de una dialéctica que se repetiría para siempre.
          Qué extraño es este ejemplo en toda la literatura argentina. Qué difícil resulta en ella deducir una vida a través de una obra. Tal vez por esta causa, la obra de Ortiz se nos presente tan absolutamente original y solitaria. No creemos que tenga antecedentes reconocibles en nuestra literatura, ni que entronque en ninguna de las líneas de nuestra tradición poética. Tampoco sabemos qué sucederá cuando realmente esta obra vasta e inagotable empiece a nutrir las corrientes actuales de la poesía del país. Pues su sola presencia funda una tradición, ineludible en adelante, ya que la sustancia es el país y su desdicha, el hombre argentino que, encarnado en el poeta, recorre libremente los territorios del sueño y la alegría, sin alardes ni gestos abruptos, porque la poesía “no busca nunca, no, ella... espera, espera, toda desnuda, con la lámpara en la mano, en el centro mismo de la noche...”
          Nos llama la atención, sin embargo, que una obra de esta magnitud haya sido construida en el silencio aislado de una ciudad de provincia, en tácito enfrentamiento con toda la cultura oficial, a la que Ortiz sabiamente ignoró, y a la que expresamente negó en su poesía. ¿Habrá que evitar sistemáticamente los vínculos con una cultura falseada, aunque difundida, para salvar la pureza e integridad de una obra literaria en nuestro país? Creo que la escasa vigencia de un pasado con momentos brillantes y la desorientación actual aconsejan esta vía En este sentido, el camino de Ortiz nos parece ejemplar.

           Se recogió para aclarar los propios mitos y los de su región, escuchó las lamentaciones, perdidas casi, de las antiguas culturas indígenas exterminadas, observó desde su casa, abierta siempre, la maravilla del río y la piel del cielo, vacío o atravesado por pájaros silvestres, o herido por las quejas de tantos, que también nos lastiman. 


                                                              Dulce es estar tendido
                                                        fundido en el espíritu del cielo
                                                             a través de la ventana
                                                                       abierta
                                                           sobre los soplos oscuros...
                                                                         (…)
                                                   ¿Pero has olvidado, alma, has olvidado
                                                                         (…)
                                                          ¿En qué urnas etéreas, alma,
                                                        olvidaste tu tiempo y tu piedad?
                                                                        (…)
                    La vida quiere unirse, alma, de nuevo, por encima de los suplicios...


          En esta búsqueda de la armonía y la unidad lleva Ortiz empeñada toda su vida, y casi todos sus poemas son un diálogo entre voces que se responden e interrogan sin término, intentando siempre levantar todos los velos, y aprehender en su desnudez primera la vibración de toda cosa y su misterio: 

                                              —El viento es un alma, hijo, desesperada...
                                                         —Desesperada, de qué?
                                               —Desesperada de... aire sin fin... y de...
                                                             —¿De qué más?
                                                                —De fuga... 

          Sorprende que en un país tan desvalido de grandes poetas su obra haya permanecido casi ignorada por antólogos y “entendidos” y marginada del cauce prestigioso de la “alta cultura”. Debemos agregar, sin embargo, para ser justos, parafraseando la expresión de Valéry sobre Mallarmé, que “en cada ciudad del país un joven secreto está dispuesto a hacerse despedazar por sus versos y por él mismo”. Pero ¿qué sucede entre nosotros para que las obras más intensas y verdaderas tengan que vivir solitarias y silenciadas y sus autores apoyarse sólo en la propia fe esencial, en la heroicidad de una existencia que desdeña el olvido y que se ve obligada a crear a pesar del aislamiento y la orfandad? Algo debe andar muy mal para que la obra de escritores como Macedonio Fernández y Juan L. Ortiz no sean utilizadas, sino tardíamente y con desgano, por el caudal vivo de la cultura argentina. Grave debe ser nuestra enfermedad para que una desidia culpable nos lleve a empobrecernos con estas omisiones y a mutilarnos con estas negligencias. Lo notable es que, a pesar de esta situación, la obra no haya sido afectada. ¿Debemos atribuir esta victoria a las virtudes de la poesía, a sus interminables beneficios?

          Atrincherado en su fortaleza provinciana, Ortiz no fue alterado por este olvido. Comulgó con las obras de la mejor literatura. Li Tai Po y Proust, Cummings y Maeterlinck, Rilke y Pasternak, Keats y Shelley, le ofrecieron su fraternidad iluminada, el arco visionario que lo sostuvo sin desgaste, permitiéndole crear y crecer, construir sin mella la alta catedral de su poesía. Su aislamiento entonces se transformó en impulso y renunció a todo lo que no fuera el humilde y paciente trabajo con las palabras y la música, que lo unieron, al amparo del silencio, con las hojas, las hierbas y el río, que siempre fluye espejando los cambios del tiempo.

          La mínima huella campesina y el ancho viento del mundo fueron sus piedras. La memoria, incitada por los sentidos, fue desplegándole, ante su vigilia, desde “La dicha dorada de los espinillos” hasta la danza de las colinas, niñas atravesadas por todas las ráfagas, campo agreste, lugar de todas las batallas.

          La alternada, ¿o tal vez simultánea?, aparición —en el diálogo de afirmaciones y preguntas, de confianza última e impaciencia presente, revela una existencia—y una poesía—serena y crispada, desvelada pero fervorosa. 

                                               Y a vosotros, atardeceres de octubre, tan sensibles,
                                                  ”suite” silenciosa de qué extraños espíritus?
                                                         cuyo más mínimo movimiento
                                                                me penetraba todo,
                                                                      perdón!
                                                          os he sido casi indiferente. 

También para Ortiz, como para Ungaretti, el suplicio comienza cuando no se encuentra en armonía. En esta búsqueda su poesía se fue ampliando hasta abarcar un ámbito cada vez mayor. Se hizo circular y envolvente para que en ella se unieran los contrarios y él pudiese compartir las virtudes de la totalidad. En los primeros libros sus poemas constituían un hilo de flauta, tenue y ondulante, una línea que huía, inaprensible, recorriendo la hondonada del pueblo y la desolación del alma alterada y vacilante ante el espectro de la muerte: 
También para Ortiz, como para Ungaretti, el suplicio comienza cuando no se encuentra en armonía. En esta búsqueda su poesía se fue ampliando hasta abarcar un ámbito cada vez mayor. Se hizo circular y envolvente para que en ella se unieran los contrarios y él pudiese compartir las virtudes de la totalidad. En los primeros libros sus poemas constituían un hilo de flauta, tenue y ondulante, una línea que huía, inaprensible, recorriendo la hondonada del pueblo y la desolación del alma alterada y vacilante ante el espectro de la muerte: 

                                                                  Ráfaga del vacío
                                 que hace temblar como húmedos cirios a las plantas con luna
                                          y vuelve los caminos arroyos helados hacia la nada.
                                                        Ráfaga del vacío, del abismo.
                                                    Visos, todo, sobre la gran sombra!
 

          En los últimos, sin embargo, ya no es la flauta, sino toda una orquesta, tejiendo y destejiendo, hilando siempre con música y silencio, atenta sólo a las señales sutiles del poeta, que organiza una sabia polifonía con todas las voces del universo. 

          De allí la extensión de los últimos poemas y su creciente complejidad. Un movimiento cada vez más amplio necesitó para registrar tantos matices de la memoria, tantas reclamaciones de lo viviente. Tenemos la impresión de hallarnos ante una red de palabras, delicada y precisa, aunque aérea, semejante a esas inmensas construcciones que las arañas pacientemente entrelazan, pero destinadas esta vez a registrar la música del mundo y el lastimado grito del hombre.

          Estas sucesivas ampliaciones le exigieron también a Ortiz una modificación en su trabajo. Le obligaron a escribir poemas cada vez más extensos y complejos, vecinos a la narración, aunque distantes de toda narrativa más o menos convencional. Nos parece que en poemas como “Las colinas”, “Del otro lado”, o “El Gualeguay” despliega, en coincidencia con Pavese, la idea de que narrar es como nadar o bailar, es como realizar un movimiento en un líquido homogéneo y maleable, danza inacabable que origina figuras e imágenes sobre el espesor precario del tiempo.

          La materia en donde Ortiz imprime sus gestos es el lenguaje; el campo donde desliza su palabra, la memoria. La estructura de sus poemas nace de un silencio anterior a la palabra, crece apoyada sobre él y su desarrollo origina lo que en definitiva será su forma. Cada verso es un avance hacia lo desconocido, y en esta marcha surgen palabras y recuerdos, situaciones e ideas imprevisibles en el comienzo. Quiero decir que es nadando en el líquido maleable e indefinido del lenguaje donde Ortiz descubre la modalidad de sus estructuras políticas. En aquel silencio anterior tienen su origen y luego, cuando las palabras ya son el poema, éste nos vuelve a alojar en el silencio, en el encantamiento que sólo la poesía es capaz de engendrar. No es por consiguiente la extensión de los textos, ni la disposición de éstos en la página, ni la referencia a sucesos objetivos lo que puede diferenciar el verso de la prosa, sino más bien la actitud del escritor frente al lenguaje, el sentido profundo de su utilización. O bien la palabra constituye una llave para entrar al reino de la libertad o es el testimonio de un vasallaje a las cosas, a su peso sordo, consistiendo en definitiva en una reiteración de lo obvio.

          Ortiz, con su obra, nos demuestra que sólo libera el tratamiento poético de la palabra; lo demás sigue siendo esclavitud. Se coloca así, sin proponérselo, a la vanguardia de una literatura que afanosamente busca ampliar los límites del verso, derribando todas las fronteras, y haciendo que el lenguaje sea únicamente materia para la poesía. Si nada puede quedar fuera del poema, ¿se justifica acaso otro uso del lenguaje que no sea el poético? Para Ortiz la palabra poética es creación. No existe para él discurso lineal, precipitación ansiosa sobre el filo del tiempo, sino desplazamiento sutil y múltiple, captación simultánea del espacio-tiempo, vigencia permanente de todas las áreas de los sentidos, ejercicio reiterado de aquellas correspondencias que tempranamente descubrió Baudelaire. Quizá por ello puedan confluir en los poemas de Ortiz lo puramente lírico y la entonación épica, alternándose y hasta enriqueciéndose en este movimiento de tensiones y distensiones que sigue los ocultos pliegues del alma y el ritmo de la esperanza. El equilibrio lo establece Ortiz—como sucede en la música actual— mediante una variación de la intensidad tímbrica en una pura relación de sonidos y una compleja vinculación de sentidos. Sus palabras ascienden y descienden, giran y se queman alcanzadas siempre por los ardores de un viento total. Por eso la reiteración de una “ley formal de fantasía” que preside toda la obra de Ortiz. Su insistencia demuestra un intento siempre renovado por aferrar imágenes que lo llaman y lo obligan a repetir incansablemente su gesto para derrotar la inevitable desesperanza, el áspero sabor de la ceniza.

          Sin embargo, aunque el poeta se vea obligado a concentrar su esfuerzo en el lenguaje, sabe que éste traiciona siempre y que inevitablemente malversa la oscura materia viviente. Más aún, Ortiz sospecha que los idiomas occidentales, tan rígidos y lineales, han sido creados “como para dar órdenes”. Para él sólo el ideograma chino, tan próximo a la música, constituye un instrumento apto para captar los estados variables, indefinidos, contradictorios, imprecisos del sentimiento poético. Imposibilitado de usarlo, Ortiz se esmeró por restarle gravedad a su lengua, por aliviarla de todo peso. Para ello eliminó las estridencias, apagó los sonidos metálicos, multiplicó las terminaciones femeninas, disminuyendo la distancia entre los tonos, aproximándose al murmullo, tal como lo querían sus viejos maestros, los simbolistas belgas. Sin embargo todo este empeño formal no constituye un mero ejercicio técnico, un alarde, más o menos equidistante del peligro, sino un riesgo absoluto de índole moral. Porque es precisamente aquí donde el poeta revela su verdadero compromiso.

          De esta incierta elección depende todo. Más aún cuando se sostiene, como lo hace Ortiz, que el fin del poeta no consiste en envolverse en la seda de la poesía como en un capullo. En realidad toda la obra de Ortiz nos convoca fervorosamente al ejercicio de una contemplación activa para instaurar en el mundo el reino de la poesía y la soberanía del amor.           En los últimos, sin embargo, ya no es la flauta, sino toda una orquesta, tejiendo y destejiendo, hilando siempre con música y silencio, atenta sólo a las señales sutiles del poeta, que organiza una sabia polifonía con todas las voces del universo.           De allí la extensión de los últimos poemas y su creciente complejidad. Un movimiento cada vez más amplio necesitó para registrar tantos matices de la memoria, tantas reclamaciones de lo viviente. Tenemos la impresión de hallarnos ante una red de palabras, delicada y precisa, aunque aérea, semejante a esas inmensas construcciones que las arañas pacientemente entrelazan, pero destinadas esta vez a registrar la música del mundo y el lastimado grito del hombre.          Estas sucesivas ampliaciones le exigieron también a Ortiz una modificación en su trabajo. Le obligaron a escribir poemas cada vez más extensos y complejos, vecinos a la narración, aunque distantes de toda narrativa más o menos convencional. Nos parece que en poemas como “Las colinas”, “Del otro lado”, o “El Gualeguay” despliega, en coincidencia con Pavese, la idea de que narrar es como nadar o bailar, es como realizar un movimiento en un líquido homogéneo y maleable, danza inacabable que origina figuras e imágenes sobre el espesor precario del tiempo.          La materia en donde Ortiz imprime sus gestos es el lenguaje; el campo donde desliza su palabra, la memoria. La estructura de sus poemas nace de un silencio anterior a la palabra, crece apoyada sobre él y su desarrollo origina lo que en definitiva será su forma. Cada verso es un avance hacia lo desconocido, y en esta marcha surgen palabras y recuerdos, situaciones e ideas imprevisibles en el comienzo. Quiero decir que es nadando en el líquido maleable e indefinido del lenguaje donde Ortiz descubre la modalidad de sus estructuras políticas. En aquel silencio anterior tienen su origen y luego, cuando las palabras ya son el poema, éste nos vuelve a alojar en el silencio, en el encantamiento que sólo la poesía es capaz de engendrar. No es por consiguiente la extensión de los textos, ni la disposición de éstos en la página, ni la referencia a sucesos objetivos lo que puede diferenciar el verso de la prosa, sino más bien la actitud del escritor frente al lenguaje, el sentido profundo de su utilización. O bien la palabra constituye una llave para entrar al reino de la libertad o es el testimonio de un vasallaje a las cosas, a su peso sordo, consistiendo en definitiva en una reiteración de lo obvio.          Ortiz, con su obra, nos demuestra que sólo libera el tratamiento poético de la palabra; lo demás sigue siendo esclavitud. Se coloca así, sin proponérselo, a la vanguardia de una literatura que afanosamente busca ampliar los límites del verso, derribando todas las fronteras, y haciendo que el lenguaje sea únicamente materia para la poesía. Si nada puede quedar fuera del poema, ¿se justifica acaso otro uso del lenguaje que no sea el poético? Para Ortiz la palabra poética es creación. No existe para él discurso lineal, precipitación ansiosa sobre el filo del tiempo, sino desplazamiento sutil y múltiple, captación simultánea del espacio-tiempo, vigencia permanente de todas las áreas de los sentidos, ejercicio reiterado de aquellas correspondencias que tempranamente descubrió Baudelaire. Quizá por ello puedan confluir en los poemas de Ortiz lo puramente lírico y la entonación épica, alternándose y hasta enriqueciéndose en este movimiento de tensiones y distensiones que sigue los ocultos pliegues del alma y el ritmo de la esperanza. El equilibrio lo establece Ortiz—como sucede en la música actual— mediante una variación de la intensidad tímbrica en una pura relación de sonidos y una compleja vinculación de sentidos. Sus palabras ascienden y descienden, giran y se queman alcanzadas siempre por los ardores de un viento total. Por eso la reiteración de una “ley formal de fantasía” que preside toda la obra de Ortiz. Su insistencia demuestra un intento siempre renovado por aferrar imágenes que lo llaman y lo obligan a repetir incansablemente su gesto para derrotar la inevitable desesperanza, el áspero sabor de la ceniza.          Sin embargo, aunque el poeta se vea obligado a concentrar su esfuerzo en el lenguaje, sabe que éste traiciona siempre y que inevitablemente malversa la oscura materia viviente. Más aún, Ortiz sospecha que los idiomas occidentales, tan rígidos y lineales, han sido creados “como para dar órdenes”. Para él sólo el ideograma chino, tan próximo a la música, constituye un instrumento apto para captar los estados variables, indefinidos, contradictorios, imprecisos del sentimiento poético. Imposibilitado de usarlo, Ortiz se esmeró por restarle gravedad a su lengua, por aliviarla de todo peso. Para ello eliminó las estridencias, apagó los sonidos metálicos, multiplicó las terminaciones femeninas, disminuyendo la distancia entre los tonos, aproximándose al murmullo, tal como lo querían sus viejos maestros, los simbolistas belgas. Sin embargo todo este empeño formal no constituye un mero ejercicio técnico, un alarde, más o menos equidistante del peligro, sino un riesgo absoluto de índole moral. Porque es precisamente aquí donde el poeta revela su verdadero compromiso.          De esta incierta elección depende todo. Más aún cuando se sostiene, como lo hace Ortiz, que el fin del poeta no consiste en envolverse en la seda de la poesía como en un capullo. En realidad toda la obra de Ortiz nos convoca fervorosamente al ejercicio de una contemplación activa para instaurar en el mundo el reino de la poesía y la soberanía del amor. 

                                                       No olvidéis que la poesía
                                           si la pura sensitiva o la ineludible sensitiva
                                    es asimismo, o acaso sobre todo, la intemperie sin fin
                                  cruzada, o crucificada, si queréis, por los llamados sin fin
                                       y tendida, humildemente, para el invento del amor. 


(Reproducción del célebre prólogo del poeta Hugo Gola, a los tres tomos de En el aura del sauce, Ed. Biblioteca, C.Vigil, 3 Tomos, 1970)

Hugo Gola (Ver Biografía)