IRIS II

Doblamos en la camioneta entrando al camino vecinal. Ahora es sólo un sendero casi cubierto por el pasto, distinto de la calle abovedada de entonces. En el recorrido fuimos viendo las arboledas de las taperas, testigos de ausencias, donde vivieron vecinos, amigos, primos.

El camino sigue angosto. Nos detenemos en la escuela, con su única aula en pie. Me parece más chica.

De los más de cien alumnos de otra época, solo hay seis chicos en la zona -comentó alguien.

—¿Igual la mantienen abierta? -pregunto.

—Por ahora sí, con una sola maestra.

Cruzamos la calle hacia la pequeña iglesia, miro sus paredes, los pinos que la rodean, el campanario. La primera comunión, el poema a la Virgen Niña, las procesiones. Me veo vestida de ángel en las fiestas parroquiales. El coro de señoritas cantando desde el altillo al fondo.

En mi infancia tuve dolores, el mayor para una niña: quedar huérfana. Pero la vida me fue dando otros colores para poder crecer con alegría

Quedan muy pocos vecinos, a sus hijos no los reconozco. Volvimos a los vehículos y seguimos viaje hasta llegar al campo donde crecí. Lo recorrimos caminando, la laguna, los días de pesca, mi caballo, los perros.

Llegamos al lugar donde se levantaba la casa.

Camino por la línea de cemento al ras del pasto, la que muestra el cimiento de lo que fue mi casa, la de la niñez y los juegos; esas paredes subterráneas son su único testimonio, también el viejo pino casuarina junto al portón, la planta de laurel a mitad de la huerta. Me acerco y corto unas ramitas aromáticas.

Miro el campo, no existen la huerta, el parral ni el jardín, los paraísos tampoco están, los eucaliptos siguen en pie, sus troncos se muestran resistentes a los años.

Camino hasta donde estaba el pozo de agua, no queda nada. Me acerco, entre el pasto sobresale unos centímetros el caño del viejo pozo...la bomba, las siestas, el agua cristalina brotando en chorros luminosos bajo el sol de los veranos, veranos de frutas maduras, de sombra fresca, veranos de esperanza y cosecha.

Tomo dos piedras, me inclino, miro largamente la boca oscura del caño. Temblando suelto una piedra, escucho atenta su repicar en las paredes huecas con sonido extraño, hasta escuchar el chasquido del agua en el corazón de la tierra. Tiro la segunda y el sonido es claro.

Escucho las voces, miro a cierta distancia la ronda de los chicos. Hace mucho no veo chicos jugando a la ronda. Como campanitas las voces “A la ronda de San Miguel”, los once niños corean entre risas en el patio recién barrido.

Respiro los últimos jazmines de noviembre mezclados con la fragancia de los primeros duraznos maduros de sol.

A pocos metros bajo los paraísos, mis padres toman mate amargo, mamá con el costurero sobre las rodillas muerde un terrón de azúcar antes de cada mate.

Permanezco obstinada mirando los niños de la ronda, reconozco mis cinco hijos girando, también mis hermanos... “A la ronda de San Miguel” ¿Pero la niña pequeña del cabello rubio casi blanco?... Ese vestido a lunares... Lo conozco ¡me lo cosió mamá! Justo en ese momento, Iris me saluda con la manito desde la ronda “A la ronda de San Mmm... Parpadeo dos veces, me arden los ojos de mantenerlos tan abiertos, aprieto los párpados. Una mano sobre el hombro me devuelve a las voces que me rodean.

—¿Sólo el laurel, el pino y los eucaliptos? -pregunta la voz de uno de mis hijos.

—Mamá ¿Donde está el árbol caído en el que jugábamos cuándo chicos?