RASGO CRIOLLO DEL VERSO MILITANTE

   Desde que extravió sus huesos en vaya a saber qué vuelta del camposanto de Morón, (1) el espíritu de Bartolomé Hidalgo se aparece, de tanto en tanto, para hacer baza con el de alguno de nuestros mayores poetas. La última vez fue en ocasión de haber aparecido la edición postuma del Romancero del Río Seco, de Lugones. No sabemos que haya mejor modo, para un poeta, de ser siempre ac­tual. Cada vez que se renueva (que se reanima) la tradición de nuestra literatu­ra, el suceso primaveral evoca la perennidad de la recia y oscura raíz (el macho, la llaman los hacheros) que saluda al sol, floridamente, desde el nutricio claus­tro de la tierra.

Esto quiere decir, aparte de lo que sabe a gloria, que el poeta militante de Mayo sigue todavía al servicio de la revolución americana, al servicio del pueblo. Y tan secular militancia lo trae espontáneamente a confrontación con quienes, en esta época transida de esfuerzo beligerante, han movilizado su verso bajo las banderas de una idea. Por cierto que el criollo no teme la confrontación, a pesar de las leguas de agua con que el Río de la Plata ha sustentado al océano, desde su tiempo acá.

En los primeros días de la segunda guerra mundial, intentando explicar la escasa producción de poesía militante que se observaba en el Viejo Mundo, el conocido publicista español Luis Calvo resumía así su impresión, desde Inglate­rra: “La guerra mecanizada es incompatible con los desfiles y las canciones”. Pero el argumento no convencía. En primer lugar, porque Calvo parecía olvidarse de que en España, precisamente, muy poco tiempo atrás, al librarse el primer epi­sodio de esa conflagración, que el filósofo cristiano Jacques Maritain definiera clásicamente como una guerra civil internacional, el pueblo peninsular sangraba las etapas de su drama también en animosos versos de romancero. Y si no sabíamos lo que había sido el popular verso beligerante en Polonia o en Italia, en Bélgica o en Rusia, en Noruega o en Finlandia, en fin, en países europeos de otra lengua, mucha culpa de nuestra ignorancia corresponde a las interdicciones de la censura, la muy pacata Anastasia, como la llaman los franceses. Nada sabía­mos de la Francia de los maquis; en cambio, de la de Daladier nos llegaron los ecos de “Victoria, hija de Madelón”, es decir, la descendiente de la canción popu­larizada en la otra guerra. Los alemanes cantaban, por lo poco que sabemos, “Por qué marchamos contra Inglaterra”. Mientras los británicos, largos a su modo, entonaban el “Vamos a colgar la ropa limpia en la línea de Sigfrido”. De los últi­mos tiempos de la guerra nos llegaron los ecos de las innumerables canciones y las diversas representaciones públicas de arte regional que animaban la vida del Ejército Popular de Yugoeslavia, en sus fraternizaciones con los habitantes de los lugares que iba liberando; exteriorizaciones espirituales de que también fue­ron espectadores, en alguna ocasión, destacados militares británicos. Acerca de estas prácticas militares de fraternización popular, merece recordarse un ante­cedente nacional de notable elocuencia, si bien poco difundido y nunca debida­mente comentado: en el año 1819, cuando el comandante Andrés Guacurarí (lu­garteniente de Artigas, más conocido como Andresito, Andrés Tacuarí o Andrés Artigas) ocupó la capital de Corrientes, sus tropas ofrecieron a la población de esa ciudad, según norma implantada por ese jefe indígena, una serie de fiestas -que concluían en un baile amenizado por la banda de música del ejército- en las que se daban representaciones escénicas de carácter religioso (misterios) y números de danzas nativas, como consta en el testimonio de las señoritas Postlethwaite, recogido por los Robertson en sus Cartas de Sud-América. No es imposible que, en tales representaciones, haya figurado alguno de los Unipersonales de Bartolomé Hidalgo, que ya habían subido a la escena en Buenos Aires y en Mon­tevideo, en 1816 y 1818. De todo esto, anotemos el hecho particular: allí donde la gesta asumió carácter auténticamente popular -España y Yugoeslavia, por lo menos- las canciones y los romances proliferaron heroicamente.

El himno, el romance y la epopeya fueron, en otras épocas, expresiones condensadas o desarrolladas de la causa, la razón y el sentido que movían a los pue­blos a la guerra. ¿Debemos deducir de esto y con relación a nuestro tiempo, que allí donde no milita la poesía será porque los pueblos no necesitan más que de la lógica para convencerse de la razón de ser movilizados? ¿O que no terminan de convencerse íntimamente de la veracidad de esa razón de ser movilizados?  Po­dría suceder también que los móviles de la lucha resultasen indignos de ascen­der a un vehículo de difusión tan perdurable como el verso. Guillermo Apollinaire abona esta suposición cuando confiesa, desde el fragor de la guerra del 14, que las diferencias de trinchera a trinchera nacen especialmente de la ración de vino distribuida al soldado:

El cuarto de Carlón

que pone tanta diferencia entre nosotros y los bolches.(2)

Para juzgar sin error, démosle tiempo a Anastasia, a fin de que desaparezca de la escena.

Podría argüirse, también, respecto a la escasa producción de poesía militante que se observó en algunos de los países democráticos en guerra (¿qué sabemos de los Estados Unidos?), que la poesía no es necesariamente contemporánea de los acontecimientos que la inspiran y que hasta suele darse más óptima cuanto mayor es el tiempo que la separa de ellos. Dicho esto de otro modo: que la poesía no suscita, gesta o acompaña los hechos, sino que los recoge y los recrea. Pero esto implicaría negarle posibilidades a un género, si ya no es negarle su carácter. Además, donde hay un poeta y un sentimiento de libertad por traducir, el géne­ro se crea, si es preciso.

Así aparece Hidalgo. Y, con él, el género que lo eterniza y actualiza, en la militancia de la poesía. Porque su sonriente y másculo verso -al que impuso “la descosi­da verba de su oficio”, según la subestimación de Lugones- milita en su tiempo, impele a la acción y difunde ideas perdurables, inaugurando, de paso, la tradi­ción de una literatura, por el arrastre popular.

Lo bueno está en apreciar cómo se las ingeniaba don Bartolomé para que su táctica y su técnica le rindieran tan complicados fines.

Basta seguir cualquiera de sus temas -sin más propósito que el de presentar­lo- para advertir con qué pulso lo comunicaba al pueblo, a través de su verso de difícil facilidad. Por ejemplo: la necesidad de afianzar y extender en la masa popular el espíritu democrático de la revolución, aconseja suplantar en el ánimo colectivo, por encomio de la sencillez republicana, aquel deslumbrado respeto público que el privilegio entronizado en la colonia lograba mediante la pompa y el boato. Mariano Moreno había sido el primero en pronunciarse contra todos los resabios aristocráticos, en la inolvidable orden del día -de 6 de diciembre de 1810- por la que se suprimían honores al Presidente de la Primera Junta, her­moso documento en que perduran la fe republicana, el valor civil y la conspicua doctrina política del secretario de aquel incipiente gobierno patrio. El verso de Hidalgo postula idéntico objetivo por el camino de un humorismo casi sarcásti­co, popularmente muy eficaz por su rauda difusión y su durable recuerdo. Veámoslo. Se tiene noticia, en Buenos Aires, de que una expedición militar se orga­niza en Cádiz, con destino al Río de la Plata, integrada por veinte mil hombres de todas las armas, al mando del general O’Donnell, conde de la Bisbal. Y hay que leer el cielito que se canta Hidalgo, a ese respecto, con esta referencia al jefe de la expedición:

 

                         El conde de no sé qué dicen que manda la armada, mozo mal intencionado y con casaca bordada.

El octosílabo permitía decir perfectamente “el conde de la Bisbal”, pero el propósito criollo de liquidación de la aristocracia aconsejaba desorientar ale­gremente el título nobiliario, provocando la reversión del prestigioso distintivo condal al anonimato del sarcástico no sé qué; todo ello agravado mediante la degradación del general al tratamiento despectivo de mozo (entonces muy habi­tual en boca de los peninsulares, para referirse al criollo) y la contrastación son­riente de sus malas intenciones y el detalle atildado de su vestimenta.

Cuando el nobiliario se presta, en cambio, para derivarle algunas risas, el bardo no lo desperdicia en sus intenciones. El conde de Casa-Flores, embajador espa­ñol ante la corte de Río de Janeiro, había logrado hacer distribuir por manos anónimas, en Buenos Aires, un manifiesto de Fernando VII reclamando su re­conocimiento por los habitantes del antiguo virreinato, y el gaucho de la Guar­dia del Monte, al contestarlo, en otro cielito, decía:

Quien anda en estos maquines es un conde Casa-Flores, a quien ya mis compatriotas le han escrito mil primores.

¿Qué menos que primores -aunque ya entendamos claramente lo que disi­mulan- podía suscitar tan madrigalesco título a nuestros campechanos compa­triotas? Pero, de inmediato, un linaje de tan florida sugestión inspira al poeta popular el empleo de un eufemismo americano con que se denunciaba al fanfa­rrón y al presuntuoso:

Allá va cielo y más cielo, cielito de Casa-Flores:

Dios nos librará de plata pero nunca de pintores.

Es claro que las alegorías más insistentes y destronadoras están reservadas, como no podía ser menos, para el monarca don Fernando VII, a quien el oscuro montevideano -así motejó el cura Castañeda a Hidalgo, para señalarle, decía, lo imposibles que eran sus ideales de igualdad, combatiéndolo por su adhesión a las iniciativas liberales de Rivadavia- trata y destrata de “amigo rey”, “mucha­cho” y otras lindezas que alterna con el tuteo, para desgranar en risas su emi­nente jerarquía.

Cielito, cielo que sí, lo que te digo, Fernando, confesá que somos libres y no andés remolineando.

Familiaridad que no excluye el tratamiento respetuoso, pero condicionado a un final de carcajadas:

La patria viene a quitarnos la expedición española.

Cuando guste, don Fernando, agarrelá... por la cola.

La expresión ligera tampoco excluye la oportunidad de interpolar algún con­cepto relativo a la faz económica de la guerra de emancipación, que sirve para desmoralizar el reclamo de obediencia del monarca:

Lo que el rey siente es la falta de minas de plata y oro.

Para pasar ese trago, cante conmigo este coro.

Cielito, digo que no, cielito, digo que sí, reciba, mi don Fernando, memorias de Potosí.

Memorias... ¡y conformarse! Pero, ya en tren de cantar un punto más alto, replicando al envite de obediencia del monarca con el interés mezquinamente egoísta que siempre había inspirado la política de la antigua metrópoli, se le apa­rece al guitarrero esta flor de cuarteta, que es una sarcástica síntesis de la histo­ria colonial:

Cielo, los reyes de España ¡la p... que eran traviesos!

Nos cristianaban al grito y nos robaban los pesos.

Y esta otra, para el largo, como quien dice para todo el tiempo, que se redon­dea sola en el impacto de bochazo con que chanta el sentido irreversible de la voluntad americana de emancipación:

Cielito, digo que sí: ya no largamos el mono, no digo a Fernando el séptimo, pero ni tampoco al nono.

La eficacia con que Hidalgo ejercita el verso popular en el sentido de su militancia revolucionaria -de nuestro aquél, como suele expresarse él mismo- es digna de un estudio prolijo y esclarecedor que restablezca en todos sus méritos el valor so­cial de su obra, oscurecido al presente por el criterio restrictivo con que la crítica destaca sólo lo exterior de su estructura para vincularla, por su particularidad ex­presiva (que al fin no es más que el vehículo indispensable para su resonancia pú­blica), a una tradición de tipo estático, que se instala en el pasado y se reduce a un nostalgioso remedo de lo que fue. Sólo así se ha podido aducir que hubo entre no­sotros, con anterioridad a Hidalgo, quienes cultivaron el género creado por éste, trayéndose a colación, para confirmar el aserto, el nombre de algunos autores de decentes vulgaridades, como las calificó Gutiérrez en su época. Hidalgo, empero, si imprime a su verso rasgos criollos inconfundibles, jamás olvida o subordina a ese propósito su responsabilidad de poeta militante. No descuida siquiera, en su temática repentista, la alusión a cuestiones de orden mediato en la lucha entabla­da entre las dos sociedades irreconciliables, la colonial y la democrática. Así, por ejemplo, aludiendo a la condición de la mujer, con sagacidad propia de un poeta social de nuestra época, desliza estos intencionados versos, en uno de sus cielitos:

Dicen que esclavas harán a nuestras americanas, para que lleven la alfombra a las señoras de España.

Bastan las pocas estrofas transcriptas de los cielitos de Hidalgo -que a los diálo­gos ya tuvimos ocasión de referirnos- para convenir, sin ninguna duda, en que nos encontramos ante un poeta social de cuya producción se disimulan los valores esen­ciales con el calificativo de gauchesco impuesto por la crítica al género que en ella se origina y al que, debiendo mantener la tradición de esos valores, nos hemos habi­tuado a estimar únicamente por la exterioridad de sus particularidades expresivas.

Bastan esas pocas estrofas para comprender, asimismo, las sustanciales ra­zones que inspiraron a Juan María Gutiérrez aquel notable paralelo crítico en que contrastó los méritos de la poesía social de Hidalgo y de Juan Cruz Varela, formulando sobre el género apreciaciones de perdurable validez.

"¿Quién no conoce, de nombre, al menos, a Bartolomé Hidalgo? -escribe Gutiérrez-. Los versos que le han inmortalizado pertenecen a la misma época de las composicio­nes del señor Varela de que hablábamos en el capítulo anterior, y nos mueve a curio­sidad el saber qué precio daría a los preciosos diálogos entre Chano y Contreras, el autor de los de Dido y Eneas. Ambos poetas, inmediatamente después de los descala­bros del año XX, apuntaban al mismo blanco con proyectiles diferentes. Uno y otro aspiraban a establecer, sobre el suelo conmovido por las facciones, el edificio del or­den sobre cimientos firmes. El señor Varela era hombre de partido y de círculo: fuera de su iglesia, cuya ortodoxia reconocemos de buena ley, no hallaba salvación ni para la Patria ni para la Libertad, y colocaba estas entidades de su culto en la región de las nubes, midiendo sus creces con la vara brillante y mágica de los progresos en cultura y refinamiento de las clases afortunadas. Odiprofanum vulgus, et arceo, era tal vez su divisa como la de su maestro. El medio de que se valió para expresar sus ideas y senti­mientos fue, como hemos visto, la oda clásica, vaga por su propia naturaleza, armo­niosa para oídos educados al halago de las lecturas literarias; pero que no se adhiere a la memoria ni permanece en el recuerdo por medio de imágenes sencillas, de pensa­mientos concentrados en conceptos bien definidos, apropiados al alcance de la gene­ralidad de los entendimientos. Su poesía es social; pero no popular. Cultivaba las ca­bezas, pero no adiestraba los brazos; instruía, no educaba; sacudía la atmósfera y la iluminaba con su electricidad, pero no caía en gotas benéficas sobre los sucesos nue­vos que él creía abrir para su simiente, exótica entonces, y recién importada. Estos vacíos que creemos notar en la obra meritoria del señor Varela, se advierten en la ma­yor parte de los escritores en verso que asumen la misión que él se impuso: provienen, a nuestro juicio, de la índole misma de esa forma de la expresión humana. Cuanto más inspirado es el poeta, a mayor altura le arrebata la fantasía, apartándose inmensamente del pueblo, de este Anteo que es fuerte y gigante porque vive adherido a la tierra. En esta región somera y positiva se complacía la musa de Hidalgo. Amiga de la naturaleza cual Dios la hizo, del palenque, del generoso caballo, del amplio y vistoso chiripá; afi­cionada a la carne sazonada al aire libre y al mate cebado en la sala misma del rancho hospitalario, nos seduce y nos halaga, porque, incultos o civilizados, los argentinos, sin excepción de uno solo, amamos todos y comprendemos la llanura y las costumbres sui generis de sus pobladores. Chano y Contreras son antiguos conocidos que no he­mos visto jamás; miembros de la familia de cada uno, ausentes largo tiempo, devuel­tos al hogar por la hada benéfica que inspira al payador cuyos cantos son inmortales. Estos personajes que, sin dejar de ser gauchos, asisten a las comedias en los días so­lemnes de la patria y aperan su mejor pingo para lucirle en la plaza de la pirámide, establecen, apenas entran en escena, una serena cordialidad entre la campaña y el po­blado, sin que sepamos cómo es que nos invade este sentimiento por todos los poros de nuestra sensibilidad. La fuerza y la causa de este vínculo son más poderosas que una red de ferrocarriles, porque son morales y se forman en el corazón.

Y después de presentar dos ejemplos sobre cómo entiende Chano lo que es y debe ser la ley y sobre el equilibrio que debe existir entre el derecho y el deber, concluye Gutiérrez su parangón, con esta sabia advertencia:

"Tal es la ciencia que enseña Hidalgo, este Franklin del sur que tuvo el acierto de ataviar sus máximas con un traje a propósito, para que no se las tomara por extran­jeras al acercarse a los hogares argentinos." (3)

Hemos transcripto in extenso estas apreciaciones del crítico más lúcido que haya orientado nuestra vida intelectual, porque no son debidamente conocidas y porque con su serena autoridad nos relevan de esforzarnos en mayores argu­mentos para dejar esclarecido el verdadero carácter de la tradición que, al am­paro de lo gauchesco, sigilosamente informa el curso de nuestra literatura.

1) Nacido en Montevideo el 24 de agosto de 1788, Bartolomé Hidalgo falleció el 28 de noviembre de 1822, en Morón, entonces modesta aldea de la provincia de Buenos Aires, en cuyo camposanto sus restos recibieron cristiana sepultura. Estas circunstancias biográficas fueron precisadas por Martiniano Leguizamón, quien logró determinar el lugar y la fecha de la muerte del poeta uruguayo recién en 1917, es decir, casi un siglo después de haberse producido, resultando entonces imposible hallar la ubicación de su tumba o saber el sitio a que fueron a parar posteriormente sus huesos. Esta circuns­tancia recuerda el caso de Esteban Echeverría, fallecido en Montevideo el 19 de enero de 1851 y cuyo sepulcro no fue posible identificar, después de levantado el sitio que sufriera esa ciudad, por el estra­go que en su cementerio hizo el cañón. Que así la identidad de destinos de las naciones del Plata se refleja hasta en este canje de anonimía reservada a las cenizas de dos de sus grandes poetas.

3) Juan María Gutiérrez. Op. cit., pp. 214-217

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