EL BRAZO DE DIOS (O LA RELACIÓN SUJETO-OBJETO)

Lección IX (Para la cátedra de Epistemología de las Ciencias Sociales)

Corría el año 2000 y el país atravesaba una de las crisis económicas más terribles de la historia, la misma que al año siguiente terminaría literalmente con un estallido.

Nuestra ciudad, se jactaba de encabezar los records nacionales de desocupación y pobreza.

Junto a un par de amigos, a los que por diferentes razones nos interesaba experimentar con el lenguaje audiovisual, pensamos que debíamos reflejar de alguna manera aquello que estaba sucediendo.

Luego de largas charlas y discusiones al respecto, decidimos que intentaríamos mostrar la vida cotidiana de alguien que viviera la crisis en su estado más puro; alguien que, para nosotros, reflejara en su máxima expresión lo que significa vivir en la pobreza, o peor aún en la indigencia absoluta.

Por razones que no vienen al caso relatar en esta oportunidad, el elegido fue Armando, un joven de unos veinte y pico de años, que vivía en el último ranchito de una villa que por poco no se caía del mapa de la ciudad.

Uno de mis compañeros de realización del documental, conocía al joven en cuestión y había acordado que iríamos a visitarlo el sábado a la tarde para tener un primer acercamiento. Pocas referencias sobre la filmación, habíamos acordado eso para que Armando no se imposte, ni pierda naturalidad al momento de darnos testimonio frente a la cámara.

Ese sábado, tomamos unos mates y el joven nos mostró su “casa”, un ranchito de madera lleno de agujeros, por los que se filtraba el sol de una hermosa tarde de otoño.

Solo tenía dos ambientes. Uno en el que había una mesa construida con cachetes de madera, unos cajones a manera de sillas, un anafe colocado sobre otro cajón debajo del cual se escondía una garrafita; y del otro lado, otro cajoncito con un pequeño radiograbador polvoriento sobre el que podían verse dos casetes de “Yuli y los Girasoles”.

El otro ambiente era su dormitorio, donde solo había una cama y un poster pegado sobre las maderas que hacían las veces de pared del fondo.

Como es de rigor en esos casos, tenía un pequeño escusado que se encontraba a unos metros del rancho, en el terrenito del fondo.

Armando nos relataba con entusiasmo como solía espiar a sus vecinos a través de los agujeros de las paredes de madera, nos contó la intimidad de una de las vecinas que era visitada por un “pata de bolsa” cuando su marido se iba a hacer alguna changa.

Rápidamente nos hacía cruzar hasta el otro extremo de la habitación y nos mostraba, por los agujeros, el ranchito de enfrente.

-Ese es toquete -nos decía- y además consume sustancia -y así, recorría todos los agujeros y señalando los distintos puntos cardinales, procedía a contarnos vida y obra de sus vecinos.

El otro tema de conversación recurrente por parte del entrevistado, era su miedo permanente a salir a la noche del barrio, por miedo a dejar solo su rancho y que le roben.

Era curioso. Armando no tenía nada, pero tenía miedo a que lo robaran.

Los que tenemos alguna vinculación con las Ciencias Sociales, sabemos que es muy común que por los propios mecanismos de reproducción y enajenación de la conciencia que nos impone la clase dominante; los oprimidos, miremos el mundo, no con nuestros ojos, sino con el ojo del opresor. Que asumamos como propios sus valores y su ideología.

Armando, aparentaba un típico caso de alguien que tiene alienada su conciencia. La pobreza y la marginación eran para él una cuestión del destino, una fatalidad o un problema del azar. Incluso en medio de la conversación, más de una vez, parecía echarse a sí mismo la culpa de sus desgracias. La miseria, para él, no era un problema social, sino estrictamente personal de cada pobre. En varias oportunidades buscamos correrlo de ese razonamiento, pero no hubo caso.

Había algo, entonces, que me resultaba muy extraño, algo que no podía sacarme de la cabeza en todo el viaje de vuelta. No me atreví a comentárselo a mis compañeros, por miedo a que sea solo un prejuicio mío, un apresuramiento en juzgar al muchacho sin conocerlo, una limitación mía de no entender cómo funcionan ciertas relaciones en realidades tan particulares como la de Armando.

Al llegar a mi casa, pude contarle a mi pareja aquello que tanto me inquietaba de ese joven que aparentaba no tener un mínimo de formación o militancia política, que no veía la pobreza como una consecuencia decrepita de las relaciones capitalistas, sino como un simple designio de la fatalidad.

Lo incomprensible y extraño en ese contexto, lo que no podía explicarme desde mi formación libresca, era por qué Armando tenía sobre la cabecera de su cama un poster del “Che”.

La segunda cuestión que me había llamado la atención, como dato secundario, era la textura del poster, la tradicional imagen en blanco y negro de Guevara parecía resaltar sobre un fondo rugoso muy difícil de definir, la otra curiosidad era la pésima calidad de la foto, como si se tratara de una ampliación de mala calidad.

El fin de semana siguiente comenzamos a filmar la entrevista y así continuamos por tres sábados consecutivos.

Cada vez que Armando contaba algo para la cámara, corroboraba mi impresión del primer encuentro. Su forma de percibir el mundo no tenía ningún vínculo con lo que representa la imagen del Che.

Se me podrá decir que muchos adolescentes portan su imagen en la remera y no saben quién es, pero en este caso era distinto, alguna elección debía haber hecho el joven para colgar ese poster, que además era el único adorno que podía verse en la casa.

Para el cuarto y último sábado, yo había blanqueado mi inquietud con mis compañeros y ellos acordaban en que la cuestión era al menos llamativa, por no decir extraña.

A medida que pasaba el tiempo, me resultaba cada vez más difícil preguntarle por el poster, no sé por qué, pero me temía que la respuesta significaría el final de la entrevista, algo así como un remate del cuál no habría retorno. Estaba decidido a reservarme esa pregunta para el final.

El sol de la tarde comenzaba a caer por detrás de la villa, la falta de luz artificial nos obligaba a terminar la filmación. El momento de la pregunta se acercaba inexorablemente.

-¿Y por qué tenés un poster del Che?-Pregunté, casi balbuceando.

-¿Qué?- Dijo Armando entre sorprendido y desorientado.

- El poster, le repetí señalando la imagen del comandante que se erguía heroica en el fondo de la habitación.

-Ah! –Me dijo Armando- ese, es el brazo de Maradona.

 

De: “Crónicas de Ayer, Hoy y Mañana. Contramanual de Ciencias Sociales”. (Ed. Panaza verde. Concordia. 2012)