UMBERTO ECO
La literatura, pasión que cambia la realidad
Por Umberto Eco
Traducción de Hugo Beccacece
Tomado de www.lanacion.com
Los grandes libros han contribuido a modelar el mundo. La Divina Comedia,de Dante, por ejemplo, fue fundamental para la creación de la lengua y de la nación italianas. Ciertos personajes y situaciones literarias permiten ejercer la libertad en la interpretación de textos, otros resultan inmodificables y nos enseñan a aceptar el destino se non é vera é ben trovata , que una vez Stalin preguntó cuántas divisiones tenía el papa. Lo que sucedió en las décadas sucesivas nos ha demostrado que las divisiones son naturalmente importantes en ciertas situaciones, pero no lo son todo. Hay poderes inmateriales, no mensurables, que de algún modo tienen peso propio.
Estamos rodeados de poderes inmateriales, que no se limitan a los que denominamos valores espirituales, como una doctrina religiosa. Un poder inmaterial es también el de las raíces cuadradas, cuya ley severa sobrevive a los siglos y a los decretos, no sólo de Stalin sino también del papa. Yentre estos poderes incluiría también el de la tradición literaria, vale decir, el complejo de textos que la humanidad ha producido y produce no con fines prácticos sino más bien gratia sui , por amor a sí misma, y que se leen por placer, elevación espiritual, ampliación de los conocimientos [...].
Es verdad que los objetos literarios son inmateriales a medias, porque se encarnan en vehículos que habitualmente son de papel. Pero en una época se encarnaban en la voz de los que recordaban una tradición oral, o en piedra, y hoy discutimos sobre el futuro de los e-books [...].
¿Para qué sirve este bien inmaterial, la literatura? Bastaría responder, como ya lo he hecho, que es un bien que se consumagratia sui , y por lo tanto, no sirve para nada. Pero una visión tan descarnada del placer literario corre el riesgo de equiparar la literatura con el jogging o las palabras cruzadas, los cuales sirven además para otra cosa, para mantener la salud del cuerpo, para el enriquecimiento del léxico.
El bien del que intento hablar cumple, por lo tanto, una serie de funciones que la literatura reviste para nuestra vida individual y social.
La literatura permite ejercitar la lengua. Sobre todo, ejercita la lengua como patrimonio colectivo. La lengua, por definición, va donde quiere, ningún decreto celestial, ni político, ni académico, puede detener su camino y hacerla desviarse hacia situaciones que pretenden ser óptimas [...]. La lengua va donde quiere pero es sensible a las sugerencias de la literatura. Sin Dante no habría existido la lengua italiana unificada. Dante, en De vulgari eloquentia , analiza y condena los distintos dialectos italianos, se propone modelar una nueva lengua vulgar ilustre. Nadie habría apostado nada a ese acto de soberbia; sin embargo, con la Divina Comedia , Dante ganó la apuesta.Es cierto que debieron pasar siglos para que la lengua vulgar dantesca fuera hablada por todos. Pero la nueva lengua romance lo logró porque la comunidad de aquellos que creían en la literatura continuó inspirándose en aquel modelo. Y si no hubiera existido ese modelo, quizá ni siquiera se habría abierto camino la idea de una unidad política [...].
Pero la práctica literaria pone también en ejercicio nuestra lengua individual. Hoy muchos lamentan el nacimiento de un lenguaje neotelegráfico que se está imponiendo mediante el correo electrónico y los mensajes en los teléfonos celulares, donde hasta se dice "te amo" con una sigla. Pero no olvidemos que los jóvenes que se envían mensajes utilizando esta nueva estenografía son, al menos en parte, los mismos que se agolpan en las nuevas catedrales del libro en que se han convertido las librerías de muchos pisos y que, tan sólo hojeando sin comprar, se ponen en contacto con estilos literarios cultos y elaborados, a los que no estuvieron expuestos ni sus padres ni menos aún sus abuelos [...].
La lectura de las obras literarias nos obliga a un ejercicio de fidelidad y de respeto en la libertad de las interpretaciones. Existe una peligrosa herejía crítica, típica de nuestros días, de acuerdo con la cual se puede hacer lo que a uno se le antoje con una obra literaria. [...] No es cierto. Las obras literarias nos invitan a interpretarlas libremente, porque nos proponen un discurso con múltiples planos de lectura y nos ponen frente a la ambigüedad del lenguaje y de la vida. Pero para poder proceder en este juego, en el que cada generación lee las obras literarias de modo diverso, es preciso actuar movido por un profundo respeto hacia aquello que yo llamé en otra parte la intención del texto [...].
Al final del capítulo 35 de Rojo y negro , se dice que Julien Sorel va a la iglesia y dispara sobre Madame de Rênal. Tras haber observado que el brazo del protagonista temblaba, Stendhal nos dice que Julien dispara un primer tiro y yerra, después dispara un segundo y la señora cae. Ahora bien, se puede sostener que el brazo tembloroso y el primer disparo fallido muestran que Julien no fue a la iglesia con un firme propósito homicida, sino arrastrado por un desordenado impulso pasional. A esa interpretación se puede oponer otra: Julien tenía desde el comienzo el propósito de matar, pero era un cobarde. La partitura autoriza ambas interpretaciones.
También se puede dar el caso de que alguien se pregunte dónde fue a terminar la primera bala. Buen interrogante para los devotos stendhalianos. Así como los devotos de Joyce van a Dublín a buscar la farmacia donde Bloom habría comprado una pastilla de jabón en forma de limón [...], uno puede imaginarse que los devotos stendhalianos busquen localizar en este mundo Verriéres y la iglesia, y también exploren cada columna del templo para encontrar en ellas el agujero producido por la bala. Se trataría de un episodio de fanship , bastante divertido. Pero supongamos ahora que un crítico quiera basar toda su interpretación de la novela sobre el destino de esa bala perdida. Con los tiempos que corren no es inverosímil, ya que hubo quien basó toda su lectura de "La carta robada" de Poe en la posición de la carta respecto de la chimenea. Pero si en Poe resulta explícitamente pertinente la posición de la carta, en Stendhal no se sabe nunca más nada de esa primera bala y, por lo tanto, eso la excluye hasta del grupo de entidades ficticias. Si se permanece fiel al texto stendhaliano, esa bala se ha perdido definitivamente y, desde el punto de vista narrativo, es irrelevante dónde fue a parar. En cambio, lo no-dicho de Armance acerca de la posible impotencia del protagonista impulsa al lector a frenéticas hipótesis para completar aquello que el relato no dice y, en Los novios , una frase como "la desventurada respondió" no dice hasta qué punto Gertrude llegó en su pecado con Egidio, pero el halo oscuro de las hipótesis inducidas en el lector forma parte de la fascinación de esta página tan púdicamente elíptica [...].
Para muchos, éstas podrán parecer obviedades, pero estas obviedades (a menudo olvidadas) nos dicen que el mundo de la literatura es tal que nos puede inspirar fe en la existencia de algunas proposiciones que no pueden ser revocadas por la duda, y nos ofrece por lo tanto un modelo, imaginario si se quiere, de verdad [...].
Los personajes emigran. Podemos hacer afirmaciones verdaderas sobre personajes literarios porque lo que les sucede está registrado en un texto, y un texto es como una partitura musical. Es cierto que Anna Karenina muere suicida así como es verdad que la Quinta Sinfonía de Beethoven ha sido escrita en do menor (y no en fa mayor como la Sexta ) y comienza con "sol, sol, sol, mi bemol". Pero ciertos personajes literarios, no todos, salen del texto en el que han nacido para emigrar a una zona del universo que resulta muy difícil de imitar [...].
Han emigrado de texto en texto (y a través de adaptaciones diversas, de libro a film o a ballet, o de la tradición oral al libro) tanto personajes de los mitos como de la narrativa "laica", Ulises, Jasón, el rey Arturo, Alicia, Pinocho, d´Artagnan. Ahora bien, cuando hablamos de personajes de este tipo, ¿nos referimos a una partitura precisa? Tomemos el caso de Caperucita Roja. Las dos partituras más célebres, la de Perrault y la de los hermanos Grimm, difieren profundamente. En la primera, la niña es devorada por el lobo, la historia termina allí e inspira por lo tanto severas reflexiones morales sobre los riesgos de la imprudencia. En la segunda, llega el cazador, que mata al lobo y rescata a la niña y a la abuela. Final feliz.
Ahora bien, imaginemos una mamá que cuenta la fábula a sus chicos y se detiene cuando el lobo se come a Caperucita. Los chicos protestarían y querrían la "verdadera" historia en la que Caperucita resucita, y poco importaría si la madre se declarase filóloga de estricta observancia. Los niños conocen una historia "verdadera" en la que Caperucita resucita y esta historia es más afin a la versión de Grimm que a la de Perrault [...].
Estos personajes se han convertido, de algún modo, en colectivamente verdaderos porque la comunidad, en el curso de los siglos o de los años, ha hecho inversiones pasionales en ellos. Nosotros hacemos inversiones pasionales individuales en muchas fantasías que podemos elaborar con los ojos abiertos o en la duermevela. Podemos conmovernos de verdad imaginando la muerte de una persona que amamos, o experimentar reacciones físicas fantaseando que tenemos una relación erótica con esa persona amada y, del mismo modo, por procesos de identificación o de proyección, podemos conmovernos con el destino de Emma Bovary o, como les sucedió a algunas generaciones, ser arrastrados al suicidio por las desventuras de Werther o de Jacopo Ortis. Pero si alguien nos preguntara si, verdaderamente, la persona cuya muerte hemos imaginado está muerta, responderíamos que no, que se trataba de una fantasía privadísima. En cambio, cuando se nos pregunta si, de verdad, Werther se mató, responderíamos que sí, y la fantasía de la que hablamos ya no es privada, es una realidad cultural en la que coincide la entera comunidad de los lectores. Más aún, si alguien se suicidara sólo porque ha imaginado (aun sabiendo que se trataba de un parto de su imaginación) que su amada está muerta, juzgaríamos que está loco, mientras que trataríamos de justificar de algún modo a quien se hubiera matado por el suicidio de Werther, aun sabiendo que se trata de un personaje de ficción. Deberíamos entonces encontrar un espacio en el universo, donde estos personajes viven y determinan nuestros comportamientos, a tal punto que los elegimos como modelos de vida, nuestra y de los otros, y nos comprendemos muy bien cuando decimos que alguien tiene el complejo de Edipo, un apetito gargantuesco, una actitud quijotesca, los celos de un Otelo, una duda a lo Hamlet, o que es un don juan incurable [...].
Hipertextos abiertos e historias finitas. Pero hay quien hoy nos dice que también los personajes literarios corren el riesgo de ser evanescentes, móviles, inconstantes y de perder la fijeza que nos llevaba a adoptar sus destinos. Hemos entrado en la era del hipertexto y el hipertexto electrónico no sólo nos permite viajar a través de un ovillo textual (ya se trate de toda una enciclopedia o de la opera omnia de Shakespeare) sin "desgranar" necesariamente toda la información que contiene, penetrándola como una aguja de tejer penetra en un ovillo de lana. Gracias al hipertexto ha nacido, además, la práctica de una escritura inventiva libre. En Internet se encuentran programas con los cuales se pueden escribir colectivamente historias, participando en narraciones cuyo curso es modificable al infinito [...].
Piensen: ustedes leían con pasión La guerra y la paz y se preguntaban si Natacha cedería finalmente a las lisonjas de Anatolio, si ese maravilloso príncipe Andrea habría muerto de verdad, si Pierre tendría el coraje de disparar contra Napoleón, y ahora finalmente podrán rehacer Tolstoi, conferirle una larga vida feliz a Andrea, convertir a Pierre en el libertador de Europa y, más aún, reconciliar a Emma Bovary, madre feliz y pacificada, con su pobre Charles;y podrán decidir si Caperucita Roja entra en el bosque y encuentra a Pinocho o, en cambio, es raptada por la madrastra y puesta a trabajar con el nombre de Cenicienta al servicio de Scarlett O´Hara, o quizá encontrar en el bosque a un hombre que le hace un regalo, Vladimir Propp, que le da un anillo encantado gracias al cual descubrirá, en la raíz del banano sagrado de los Tughs, el Aleph, ese punto desde el cual se ve todo el universo. O podrán decidir que Anna Karenina no muere bajo el tren porque los ferrocarriles rusos de trocha angosta, bajo el gobierno de Putin, funcionan peor que los submarinos, mientras lejos, lejos, más allá del espejo de Alicia, Jorge Luis Borges le recuerda a Funes, el memorioso, que no se olvide de devolver La guerra y la paz a la biblioteca de Babel...
¿Estaría mal? No, porque también esto lo ha hecho la literatura, y antes de los hipertextos, con el proyecto de Le Livre , de Mallarmé, los cadáveres exquisitos de los surrealistas, los millones de poemas de Queneau, los libros móviles de la segunda vanguardia [...].
Jüri Lotman, en La cultura y la explosión , retoma la famosa recomendación de Chejov según la cual, si en un relato o en un drama se muestra, al comienzo, un fusil colgado de la pared, antes del final ese fusil deberá disparar. Lotman nos deja entender que el verdadero problema es si después el fusil disparará de verdad. Precisamente, el hecho de no saber si el fusil disparará o no confiere significación a la trama. Leer un relato quiere decir también ser capturados por una tensión, por un espasmo. Descubrir al final si el fusil ha disparado o no no tiene el simple valor de una noticia. Es el descubrimiento de que las cosas han sucedido, y para siempre, de cierto modo, más allá de los deseos del lector. El lector debe aceptar esa frustración y, a través de ella, experimentar el estremecimiento del Destino. Si se pudiese decidir el destino de los personajes, sería como ir al mostrador de una agencia de viajes: "Entonces, ¿dónde quiere encontrar a la Ballena, en Samoa o en las Aleutianas? ¿Y cuándo? ¿Desea matarla usted, o deja que lo haga Quiqueg?" La verdadera lección de Moby Dick es que la Ballena va adonde quiere.
Piensen en la descripción que Hugo hace de la batalla de Waterloo en Los miserables . A diferencia de Stendhal, que describe la batalla con los ojos de Fabrizio, que está dentro y no entiende lo que está sucediendo, Hugo la describe con los ojos de Dios, la ve desde lo alto: sabe que si Napoleón hubiese sabido que más allá de la cima del altiplano de Mont-Saint-Jean había un despeñadero (pero su guía no se lo había dicho), los coraceros de Milhaud no habrían sucumbido a los pies del ejército inglés; que si el pastorcito que hacía de guía de Bülow le hubiese sugerido un recorrido distinto, la armada prusiana no habría llegado a tiempo para decidir la suerte de la batalla.
Con una estructura hipertextual podremos reescribir la batalla de Waterloo. Haríamos que los franceses de Grouchy lleguen a destino en vez de que lo hagan los alemanes de Blücher, y hay war games que permiten hacerlo, y con gran diversión. Pero la trágica grandeza de las páginas de Hugo reside en el hecho de que (más allá de nuestros deseos) las cosas son como son. La belleza de La guerra y la paz consiste en que la agonía del príncipe Andrea concluye con la muerte, por más que esa muerte nos desagrade. La dolorosa maravilla que nos procura cada relectura de los grandes trágicos se debe a que sus héroes, que habrían podido huir de un hado atroz, por debilidad o ceguera, no entienden contra qué se debaten y se precipitan en el abismo que han cavado con sus propias manos. Por otra parte, Hugo lo dijo, después de habernos mostrado las otras oportunidades que Napoleón habría podido aprovechar: "¿Era posible que Napoleón ganase esa batalla? Respondemos que no. ¿Por qué? ¿A causa de Wellington? ¿A causa de Blücher? No. A causa de Dios".
Todas las grandes historias nos dicen lo mismo, en todo caso, podría sustituirse a Dios por el hado o las leyes inexorables de la vida. La función de los cuentos "inmodificables" es precisamente ésta: contra nuestro deseo de cambiar el destino, se nos hace tocar con la mano la imposibilidad de cambiarlo. Y de ese modo, cualquiera sea el suceso que cuenten, cuentan también nuestras peripecias, y por eso los leemos y los amamos. Necesitamos la severa lección "represiva" de esos textos inmodificables. La narrativa hipertextual nos puede educar en la libertad y en la capacidad de creación. Está bien, pero no es todo. Los relatos "ya hechos" nos enseñan también a morir. Creo que esta educación acerca del Hado y de la muerte es una de las principales funciones de la literatura. Quizá hay otras, pero ahora no me vienen a la mente.
Este texto forma parte del discurso "Sobre algunas funciones de la literatura", que el autor pronunció en Mantua en ocasión del cierre del Festivaletteratura .