RODOLFO FOGWILL
LA IMAGEN DEL ESCRITOR
Perfil preelectoral de una cándida candidatura literaria
Por FOGWILL
Para LA NACIÓN
Buenos Aires, 2007
El lector se equivoca: no se volverá a comentar la candidatura política del ciudadano Jorge Cayetano Saín Salim, conocido en el mercado de prensa como Oberdán Rocamora y en el mercado editorial como Jorge Asís. Aquí se escribe sobre los escritores como parte de los humanos: la gente.
La gente en general, y junto a ella no pocos escritores, piensa que la poesía es resultado de un trabajo con palabras, o frases, o versos. Y no es así: ni siquiera se trata de un trabajo con el sonido de los versos, las frases y las palabras, ni del trabajo con el sentido que las palabras adquieren cuando se organizan en frases o en forma de versos. El arte de la poesía es un trabajo con la inestabilidad simultánea de los sonidos y los sentidos del lenguaje que consigue transmitir algo que no suele aparecer en los usos corrientes del habla y la escritura.
-¿Qué algo?
Cualquier cosa. Algunos quisieron creer que el tal algo sería la verdad, pero no habría que exagerar, aunque se pueda conceder que, en efecto, lo que "aparece" en el poema es verdadero, porque todo lo que sucede es verdadero salvo nuestras creencias y opiniones y nuestros confusos sentimientos.
Con frecuencia, el escritor se encuentra con personas que de una u otra manera le ofrecen contar su vida. Llega un pintor, un millonario, un pistolero, una actriz, un travestí, alguien que sobrevivió al cáncer, a un fusilamiento, al secuestro de un grupo de tareas o a un naufragio en el Caribe y amenazan:
-¡Si yo te contase mi historia podrías escribir una novela maravillosa...!
Y aunque resulte de mal gusto, habría que decirles también a ellos que si uno pudiese hacer una obra maravillosa no perdería el tiempo escuchando sus trivialidades.
Mucha gente, y no pocos escritores, creen que la narrativa -novela, nouvelle, relato, cuento- se ocupa de contar historias. Y si bien es cierto que en general la narrativa parece contar historias, nada está más lejos del arte de narrar que una buena crónica de acontecimientos: el arte narrativo no cuenta historias sino maneras de contarlas. Sin embargo, la consigna "hay que contar historias" periódicamente vuelve a remover las aguas estancadas de nuestra narrativa. Generalmente procede de escritores y críticos naif, esa clase de gente que en el siglo XVI le habría recomendado a Cervantes animar gigantes y dragones, contar victorias de un apuesto y joven caballero y eludir sus farragosos prólogos para adecuarse a las historias que la gente prefiere leer.
Quienes creen que la poesía se ocupa de palabras y sentimientos y que la narrativa consiste en contar historias tienden a suponer que la imagen del escritor depende de sus atributos.
Esto ha superpoblado la profesión literaria de gente que se emborracha como Hemingway, se droga como Baudelaire, usa barba como el Che, motos de alta cilindrada como Lawrence y Berger, o colecciona chucherías como Neruda, enamora actrices como Arthur Miller, escribe en mesas de bares como Sartre y Aira, se va muy lejos como Rimbaud y Quiroga y fuma en pipa como el canceroso Freud, y todo eso sin conseguir ninguno de los resultados de sus modelos.
Por ejemplo, en la Argentina hay una veintena de escritores -grupo al que seguramente pertenezco- que ha logrado trepar a tapas de revistas, diarios o suplementos mucho antes de llegar a vender un tercio de los ejemplares de sus pocos libros editados.
Son, o somos, gente que con mucha probabilidad nunca llegará a vender, lo que no es muy grave, pero que tampoco alcanzará a producir una obra memorable.
El paso a la primera plana de la prensa, o a la exposición en unos pocos espacios culturales de la televisión, es efecto de una operación que cada uno y sus agentes o los servicios de prensa de su editor realizan por diversos medios sobre la prensa cultural.
En general los escritores sucumben a los reportajes por suponerlos instrumentos para dotarlos de los atributos que indicarán o sugerirán sus respuestas. Pocos advierten que el objetivo de los mejores reportajes es provocar nuevos reportajes, como si no hubiesen asimilado que en un reportaje, como en un relato o en una vida, el valor de un personaje no surge de sus atributos sino de lo que el autor consigue llegar a hacer con ellos.
Ya nadie cree en lo que se dice en los reportajes y el público culto sospecha que lo que parece la transcripción de una entrevista es producto de un cálculo tan esmerado como el que se aplica a la corrección de un prólogo o de una solapa.
Entre el público culto, los más avisados saben que, con frecuencia, cuanto más coloquial y espontáneo parece un diálogo transcripto, y cuando más atinadas e incisivas resultan las preguntas del entrevistador, más conviene apostar a que el reportaje se compuso en el teclado del escritor o en el de un asesor o un agente
diestro en este oficio.
Y no es malo que así sea. Hay buenos escritores que son excelentes publicitarios de su obra y de su figura, pero cualquiera de ellos puede encontrar a alguien con mejores obras que por torpeza, pereza o mera distracción no llegaron a despertar curiosidad sobre sí mismos y, en consecuencia, por sus libros. Y hasta se podrían encontrar ejemplos de grandes autores que omitieron figurar y ni llegaron a publicar sus textos.
Lugares comunes
A la hora de aprovechar la exposición pública para sus atributos, hay dos lugares comunes que disputan la pipa, la barba y las variadas intoxicaciones el liderazgo del repertorio de agregados poco pertinentes para su arte, pero imaginados como indispensables la construcción de la figura de escritor.
Uno es la posesión de información procedente de la lectura. Contra la evidencia de que los contemporáneos que más y mejor escriben suelen ser las personas cultas que menos tiempo destinan a leer, los artículos, las notas, los reportajes y hasta las charlas de café de los autores que compiten por la notoriedad los muestran como si se sintiesen en el deber de haber leído mucho y de vivir en permanente actualización.
En un libro de publicación póstuma, Carlos Mastronardi deja sentada su sospecha de que Borges no leyó todas las páginas del Quijote. Me cuento entre quienes comparten su opinión y agregaría la hipótesis de que tampoco habrá agotado sus lecturas de Dante ni de su mimada Enciclopedia Británica, y que, en caso de haberlo hecho, con ello no habría agregado nada a su obra.
El otro lugar común de la construcción de la imagen es la manifestación progresista.
No es que abunden entre escritores opiniones de izquierda o revolucionarias, pero entre quienes las formulan y los que por mera corrección política eluden diferenciarse cuando aparecen en público, el gremio literario parece ganado por esa ideología chirle a la que se alude con la expresión "progresista".
Tanto es así que no faltan lectores inteligentes dispuestos a compartir la opinión del comentarista de cine Quintín, que desde el diario Perfil ha comenzado a incursionar con frecuente lucidez en la crítica literaria y en una columna reciente ha llegado a afirmar que "desde hace mucho tiempo nuestros escritores son todos progresistas. Salvo Fogwill, probablemente".
Tal vez ya haya pasado mucho tiempo separándonos de Lugones, Borges, Bioy, Silvina, Girri, pero quien no se siente hoy contemporáneo de Aira, Carrera, Lamborghini, Laiseca y tantos otros para quienes la última lacra con que preferirían contaminarse es el espíritu progre..?
Es que desde la segunda década del siglo, adquirir el kit progresista exige pagar un alto precio intelectual. Pasados cien años del comienzo de la migración de progres hacia el fascismo, el estalinismo o el autoritarismo liberal siguen acentuándose las contradicciones múltiples que cien años atrás hicieron estallar el mito de la unidad entre progreso social, progreso económico, progreso político, progreso científico y progreso humano.
Persiguiendo cualquiera de las colgantes zanahorias del cóctel progre, el burrito intelectual y su variante literaria se pierden por los peores caminos que transita el ciudadano de la aldea global.
¡Los políticos! Todo es una cuestión política, pero ellos sí pueden abusar de la captatio benevolentia, porque, aspirando al poder, actúan como si supiesen que será el Poder quien termine definiendo los efectos de la pócima suministrada.
Pero la imagen del escritor no se destina a un escrutinio pactado en un calendario electoral. Los autores votan a cada instante sobre su famosa página en blanco y el acierto de sus decisiones es lo que terminará construyendo dentro de mucho tiempo su verdad imagen, que no depende de su "posicionamiento" público en ejes tan poco pertinentes como lindo-feo, sobrio-borracho, famoso-ignoto, culto-salvaje, drogón-careta, izquierda-derecha, homofilia-homofobia, sino por el lugar que ocupa en la intimidad de su trabajo que con los años permitirá clasificarlo como uno que ha escrito bien o mal, llamando "mal", en el mundo al conjunto de las cosas mal hechas y, en literatura, a todo lo que se ha escrito mal sin advertir que se lo estaba haciendo.