SUSAN SONTANG
En los últimos años ha habido no pocas discusiones sobre el supuesto abismo abierto hace dos siglos, con el advenimiento de la Revolución Industrial, entre «dos culturas», la artístico-literaria y la científica. Según este diagnóstico, es probable que toda persona moderna inteligente y capaz de expresarse sea habitante de una cultura con exclusión de la otra. Se ocupará de documentos diferentes, técnicas diferentes y problemas diferentes; hablará un lenguaje distinto. Lo que es más importante, el tipo de esfuerzo requerido para el dominio de estas dos culturas diferirá ampliamente. Pues la cultura artístico-literaria es entendida como una cultura general. Está dirigida al hombre en cuanto que es hombre; es cultura, o mejor aún, promueve la cultura, en el sentido de la cultura definido por Ortega y Gasset: lo que un hombre conserva una vez ha olvidado cuanto leyera. La cultura científica, por contraste, es una cultura de especialistas; está fundada en la acumulación cognoscitiva y expuesta de tal modo que exige una absoluta dedicación al esfuerzo comprensivo. Mientras la cultura artístico-literaria apunta a la internalización, la ingestión —en otras palabras, el cultivo—, la cultura científica apunta a la acumulación y externalización en instrumentos complejos para la resolución de problemas y en técnicas específicas de dominio.
Aunque T. S. Eliot datara el abismo entre las dos culturas en un periodo más remoto de la historia moderna, al referirse en un famoso ensayo a la «disociación de la sensibilidad» que se inició en el siglo XVII, la conexión del problema con la Revolución Industrial parece oportuna. Hay, por parte de muchos intelectuales y artistas literarios, una antipatía histórica hacia los cambios que caracterizan la sociedad moderna —en especial, la industrialización y aquellos de sus efectos que todo el mundo ha experimentado, como la proliferación de inmensas ciudades impersonales y el predominio del estilo anónimo de vida urbana—. Poco importa si la industrialización, esa criatura de la «ciencia moderna», es concebida, según el modelo decimonónico y de principios del siglo XX, como un conjunto de procesos artificiales ruidosos y cargados de humo que mancillan la naturaleza y uniforman la cultura, o según el modelo más reciente, el de la límpida tecnología automatizada que comienza a aparecer en la segunda mitad del siglo XX. El juicio ha sido en general el mismo: los hombres literarios, sintiendo que la misma condición humana estaba siendo puesta en tela de juicio por la nueva ciencia y la nueva tecnología, aborrecieron y deploraron el cambio. Pero los hombres literarios, sea que se piense en Emerson y Thoreau y Ruskin en el XIX, o en los intelectuales del siglo XX que hablan de la sociedad moderna como de algo en cierta manera incomprensible, «alienado», están inevitablemente a la defensiva. Saben que la cultura científica, el avance de la máquina, no puede detenerse.
La respuesta corriente al problema de «las dos culturas» —y el tema precedió en muchas décadas a la tosca y filistea formulación del problema por C. P. Snow en una famosa conferencia de hace algunos años— ha sido una vaga defensa de la función de las artes (en los términos de una ideología del «humanismo» aún más vaga) o una prematura rendición de la función de las artes a la ciencia. En cuanto a la segunda respuesta, no me refiero al filisteísmo de los científicos (y de aquellos artistas y filósofos que forman parte de su grupo) que rechazan las artes como imprecisas y ficticias, y que las consideran, en el mejor de los casos, meros juguetes. Me refiero a las serias dudas que se han planteado aquellos que están apasionadamente comprometidos en las artes. El papel del artista individual, en la tarea de realizar objetos únicos con el propósito de proporcionar placer y educar la conciencia y la sensibilidad, ha sido reiteradamente puesto en entredicho. Algunos intelectuales y artistas literarios han llegado incluso a profetizar la muerte de la actividad artística creadora del hombre. El arte, en una sociedad científica automatizada, no sería funcional, sería inútil.
Pero esta conclusión, diría yo, es evidentemente injustificada. Es más: a mi entender, el problema está torpemente planteado, porque la cuestión de «las dos culturas» presume que la ciencia y la tecnología cambian, se mueven, mientras las artes permanecen estáticas, satisfaciendo alguna función humana perenne y genérica (¿consuelo?, ¿edificación?, ¿evasión?). Sólo sobre la base de esta falsa presunción se podría pensar que las artes corren peligro de tornarse estériles.
El arte no progresa, en el sentido en que lo hacen la ciencia y la tecnología. Pero las artes se desarrollan y cambian. Por ejemplo, en nuestra época, el arte tiende cada vez más a convertirse en terreno de especialistas. El arte más interesante y creador de nuestra época no está abierto al poseedor de una cultura general; exige un esfuerzo especial; habla un lenguaje especializado. La música de Milton Babbitt y Morton Feldman, la pintura de Mark Rothko y Frank Stella, la danza de Merce Cunningham y James Waring exigen una educación de la sensibilidad cuyas dificultades y cuyo tiempo de aprendizaje son comparables al menos con las dificultades que supone el dominar la física o la ingeniería. (La novela es la única entre las artes, al menos en América, que no nos proporciona ejemplos similares,) El paralelo entre la ininteligibilidad del arte contemporáneo y la de la ciencia moderna es demasiado evidente para omitirlo. Otra semejanza del arte contemporáneo con la cultura científica es su mentalidad histórica, Las obras más interesantes del arte contemporáneo están plagadas de referencias a la historia del medio; en tanto que comentan el arte pasado, exigen un conocimiento de, al menos, el pasado reciente. Como advirtiera Harold Rosenberg, las pinturas contemporáneas son por sí mismas actos de creación. Y esta misma observación podría extenderse a gran parte de la reciente producción en el cine, la música, la danza, la poesía y (en Europa) la literatura. Una vez más es discernible una semejanza con el estilo de la ciencia: esta vez, con el aspecto acumulativo de la ciencia.
El conflicto entre «las dos culturas» es en realidad un espejismo, un fenómeno temporal nacido en un período de profundo y extenso cambio histórico. Lo que estamos presenciando no es tanto un conflicto de culturas cuanto la creación de un nuevo (y potencialmente unitario) tipo de sensibilidad. Esta nueva sensibilidad está arraigada, como es lógico, en nuestra experiencia, en experiencias que son nuevas en la historia de la humanidad; en la extremada movilidad social y física; en la exuberancia de la escena humana (individuos y comodidades materiales se multiplican a un ritmo vertiginoso); en el acceso a nuevas sensaciones, como la velocidad (velocidad física, como en el viaje por avión; velocidad de imágenes, como en el cine), y en la perspectiva pancultural de las artes, posible gracias a la reproducción en masa de objetos de arte.
Lo que ahora tenemos delante no es la muerte del arte, sino una transformación de la función del arte. El arte, que surgió en la sociedad humana como una operación mágico-religiosa y pasó a ser una técnica para describir y comentar la realidad secular, se ha arrogado en nuestra época una nueva función, que no es religiosa, ni sirve a una función religiosa secularizada, ni es meramente secular o profana (una noción que se derrumba cuanto su opuesto, lo «religioso» o «sagrado», llega a estar obsoleto). Hoy, el arte es un nuevo tipo de instrumento, un instrumento para modificar la conciencia y organizar nuevos modos de sensibilidad. Y los medios para la práctica artística se han extendido radicalmente. Es más: los artistas, en respuesta a esta nueva función (más sentida que claramente articulada), se han convertido en estetas conscientes de sí mismos, que desafían continuamente sus medios, sus materiales y sus métodos. Con frecuencia, la conquista y explotación de nuevos materiales y métodos obtenidos en el mundo del «no-arte» —por ejemplo, de la tecnología industrial, de los procesos y la imaginería comerciales, de las fantasías y sueños puramente privados y subjetivos— parecen acaparar el esfuerzo principal de muchos artistas. Los pintores no se sienten ya limitados al lienzo o a la pintura; emplean también cabello, fotografía, cera, arena, neumáticos de bicicleta, sus propios cepillos de dientes y calcetines. Los músicos han trascendido los sonidos de los instrumentos tradicionales para utilizar instrumentos improvisados y sonidos sintéticos y ruidos industriales (por lo general, grabados en cinta).
Los límites convencionalmente aceptados, de todo tipo, han sido, por tanto, desafiados: no sólo el límite entre las culturas «científica» y «artístico-literaria», o el límite entre «arte» y «no-arte», sino también muchas distinciones establecidas en el mismo mundo de la cultura: la distinción entre forma y contenido, lo frívolo y lo serio (favorita ésta entre los intelectuales literarios), «alta» y «baja» cultura.
La distinción entre cultura «alta» y «baja» (o «de masas», o «popular») está parcialmente basada en la evaluación de la diferencia entre objetos únicos y objetos de producción en masa. En una era de reproducción tecnológica en masa, la obra del artista serio tenía un valor especial, simplemente porque era única, porque llevaba su sello personal, individual. Las obras de la cultura popular (e, incluso, el cine fue durante largo tiempo incluido en esta categoría) fueron consideradas de escaso valor por ser objetos fabricados en serie, que no llevaban un sello individual —elaboraciones de grupo hechas para un público indiferenciado—. Pero a la luz de la práctica contemporánea de las artes, esta distinción resulta extremadamente superficial. Muchas de las obras de arte serias de décadas recientes tienen un carácter decididamente impersonal. La obra de arte reafirma su existencia como «objeto» (aun si es un objeto fabricado o producido en masa, surgido de las artes populares), más que como «expresión personal individual».
La exploración de lo impersonal (y transpersonal) en el arte contemporáneo constituye el nuevo clasicismo; al menos, una reacción contra lo que se entiende por espíritu romántico domina la parte más interesante de nuestra época. El arte de hoy, con su insistencia en la frialdad, su rechazo de lo que considera sentimentalismo, su afán de exactitud, su sentido de la «búsqueda» y de los «problemas», está más próximo al espíritu de la ciencia que al del arte en su sentido anticuado. Frecuentemente, la obra del artista es sólo su idea, su concepto. Esta es una práctica familiar en arquitectura, por cierto. Y recordemos que en el Renacimiento los pintores solían dejar parte de su lienzo a la elaboración de sus discípulos, y que, en el período floreciente del concierto, la cadencia del final del primer movimiento se dejaba a la inventiva y la discreción del intérprete solista. Pero en la actual era posromántica de las artes, prácticas similares tienen un significado diferente, más polémico. Cuando pintores como Joseph Albers, Ellsworth Kelly y Andy Warhol reservan partes de la obra —por ejemplo, la pintura de los colores— a un amigo o al jardinero local; cuando músicos como Stockhausen, John Cage y Luigi Nono invitan a los intérpretes a colaborar para dar ocasión a que se produzcan efectos fortuitos, desviándose del orden de la partitura, y dar lugar a improvisaciones, no hacen otra cosa que cambiar las reglas básicas que la mayoría de nosotros emplea para reconocer una obra de arte. Afirman así lo que el arte no necesita ser. Al menos, no necesariamente.
La característica primaria de la nueva sensibilidad es que su producto modelo no es la obra literaria, la novela fundamentalmente. En la actualidad existe una cultura no literaria, de cuya misma existencia, por no hablar ya de su relevancia, es enteramente inconsciente la mayoría de los intelectuales literarios. Esta nueva estructura incluye a determinados pintores, escultores, arquitectos, planificadores sociales, cineastas, técnicos de televisión, neurólogos, músicos, ingenieros de electrónica, bailarines, filósofos y sociólogos. (Unos pocos poetas y escritores de prosa podrían incluirse.) Algunos de los textos básicos de esta nueva situación cultural pueden encontrarse en los escritos de Nietzsche, Wittgenstein, Antonin Artaud, C. S. Sherrington, Buckminster Fuller, Marshall McLuhan, John Cage, André Bretón, Roland Barthes, Claude Lévi-Strauss, Siegfried Gidieon, Norman O. Brown y Gyorgy Kepes.
Quienes se preocupan por el abismo entre «las dos culturas», y esto abarca a prácticamente todos los intelectuales literarios de Inglaterra y Estados Unidos, dan por supuesta una noción de cultura que, decididamente, necesita ser reexaminada. Quizás haya sido ésta la noción mejor expresada por Matthew Arnold y en ella el acto cultural central es la elaboración de literatura, que a su vez se entiende a sí misma como crítica de la cultura. Simples ignorantes de los avances vitales y cautivadores (las llamadas «vanguardias») de las demás artes, y cegados por su dedicación personal a la perpetuación de la vieja noción de cultura, continúan aferrados a la literatura como modelo de manifestación creadora.
Lo que da a la literatura su preeminencia es su pesada carga de «contenido», tanto informativo como moral. (Esto posibilita que la mayoría de los críticos literarios ingleses y norteamericanos utilicen las obras literarias principalmente como textos, o hasta pretextos, para el diagnóstico social y cultural, en vez de concentrarse en las propiedades como obra de arte de, por ejemplo, una determinada novela o drama.) Pero las artes modelo de nuestra época son en realidad las que tienen mucho menos contenido, y un modo de enjuiciamiento moral mucho más frío —como la música, el cine, la danza, la arquitectura, la pintura, la escultura—. La práctica de estas artes —todas las cuales se dejan influir profusa, naturalmente y sin pudor por la ciencia y la tecnología— es el lugar geométrico de la nueva sensibilidad.
El problema de «las dos culturas», en resumen, descansa sobre una concepción ni culta ni contemporánea de nuestra situación cultural actual. Deriva de la ignorancia de los intelectuales literarios (y de los científicos con un conocimiento superficial de las artes, como el propio novelista-científico C. P. Snow) acerca de una nueva cultura y su sensibilidad emergente. De hecho, ningún divorcio cabe entre la ciencia y la tecnología, por una parte, y el arte, por la otra, como no puede haber divorcio entre el arte y las formas de la vida social. Obras de arte, formas psicológicas y formas sociales se reflejan mutuamente, y cada una cambia cuando cambian las otras. Pero, indudablemente, la mayoría de las personas se adaptan con lentitud a tales cambios —especialmente en la actualidad, cuando los cambios ocurren con una rapidez sin precedentes—. Marshall McLuhan ha descrito la historia humana como una sucesión de actos de extensión tecnológica de la capacidad humana, cada uno de los cuales opera un cambio radical en nuestro entorno y nuestros modos de pensar, sentir y valorar. Se tiende, señala, a elevar el antiguo entorno a forma artística (así, la naturaleza se convirtió en portadora de valores estéticos y espirituales en el nuevo medio industrial) «mientras las nuevas condiciones son consideradas corruptoras y degradantes». Es característico que en una época determinada haya sólo unos pocos artistas con «los recursos y la temeridad suficientes para vivir en contacto inmediato con el entorno de su tiempo... Esta es la razón por la cual pueden dar la impresión de estar 'por delante de su época'... Individuos más tímidos prefieren aceptar... los valores del ambiente anterior como la realidad inalterada de su época. Estamos naturalmente predispuestos a aceptar el nuevo truco (la automatización, digamos) como una cosa que puede acomodarse al viejo orden ético». El problema de «las dos culturas» se presenta así como un auténtico problema sólo en los términos de lo que McLuhan denomina viejo orden ético. Pero no constituye un problema para la mayoría de los artistas creadores de nuestra época (entre quienes sólo se podría incluir a escasísimos novelistas) porque la mayoría de estos artistas han roto, lo sepan o no, con la noción de cultura de Matthew Arnold, que encuentran teórica y humanamente obsoleta.
La noción de cultura de Matthew Arnold define al arte como crítica de la vida —entendiendo por ello la proposición de ideas morales, sociales y políticas—. La nueva sensibilidad entiende el arte como extensión de la vida —y, por ello, entiende la representación de (nuevos) modos de la alegría—. Y aquí no hay necesariamente una negación del papel de la evaluación moral. Sólo ha cambiado la escala; se ha hecho menos basta, y lo que sacrifica en expresividad discursiva, lo gana en justeza y fuerza subliminal. Pues somos lo que somos capaces de ver (oír, gustar, oler, sentir), aún más poderosa y profundamente de lo que somos por el conjunto de ideas almacenado en nuestras cabezas. Naturalmente, los proponentes de las crisis de «las dos culturas» continúan observando un contraste desesperado entre la ciencia y la tecnología, ininteligibles y moralmente neutras, por una parte, y el arte, moralmente comprometido y a la medida del hombre, por la otra. Pero las cosas no son tan simples, ni lo fueron nunca. Una gran obra de arte no es nunca simplemente (ni siquiera fundamentalmente) un vehículo de ideas o de sentimientos morales. Es, antes que nada, un objeto que modifica nuestra conciencia y nuestra sensibilidad, y cambia la composición, si bien ligeramente, del humus que nutre todas las ideas y todos los sentimientos específicos. Adviértanlo los humanistas escandalizados. No hay por qué alarmarse. La obra de arte no deja de ser un momento en la conciencia de la humanidad, cuando la conciencia moral es entendida como una más de las funciones de la conciencia.
Las sensaciones, los sentimientos, las formas y estilos abstractos de la sensibilidad, también cuentan. Y a éstos se dirige el arte contemporáneo. La unidad básica del arte contemporáneo no es la idea, sino el análisis y la extensión de las sensaciones. (O, si es una «idea», lo es sobre la forma de sensibilidad.) Rilke describió al artista como alguien que labora «por una extensión de las regiones de los sentidos individuales»; McLuhan llama a los artistas «expertos en conciencia sensorial». Y las obras más interesantes del arte contemporáneo (y podríamos remontarnos al menos a la poesía simbolista francesa) son aventuras en la sensación, nuevas «mezclas sensoriales». Un arte así es, en principio, experimental: no a causa de un desdén elitista por lo que es accesible a la mayoría, sino precisamente en el sentido en que la ciencia es experimental. Un arte así es también notablemente apolítico y adidáctico o, más exactamente, infradidáctico.
Cuando Ortega y Gasset escribió su famoso ensayo La deshumanización del arte, a comienzos de la década de 1920, adscribió las cualidades del arte moderno (como la impersonalidad, la prohibición de la emotividad, la hostilidad al pasado, la ludicidad, la meticulosa estilización, la ausencia de compromiso ético y político) al espíritu de juventud que, a su entender, dominaba nuestra época*. Vista desde la actualidad, parece ser que esta «deshumanización» no representaba la recuperación de la inocencia infantil, sino más bien una respuesta muy adulta y sabia. ¿Qué otra respuesta que la angustia, seguida por la anestesia y luego por la inventiva y la elevación de la inteligencia sobre el sentimiento, es posible para el desorden social y las atrocidades en masa de nuestra época y —lo que es igualmente importante para nuestras sensibilidades, aunque se lo comente con menos frecuencia— para el cambio sin precedentes de lo que regula nuestro entorno, desde lo inteligible y visible a lo que sólo es inteligible con dificultad, y que es invisible? El arte, al que he caracterizado como instrumento de modificación y educación de la sensibilidad y la conciencia, opera hoy en un entorno que no puede ser aprehendido por los sentidos.
Buckminster Fuller ha escrito:
“En la Primera Guerra Mundial la industria bruscamente pasó de la base visible a la invisible, de los caminos a la ausencia de caminos, del cable a la ausencia del cable, de la estructura visible de las aleaciones a la invisible. Lo principal en la Primera Guerra Mundial es que el hombre abandonó para siempre el primitivo espectro sensorial como criterio primordial para acreditar las innovaciones... Los mayores avances desde la Primera Guerra Mundial han tenido lugar en las frecuencias infra y ultrasensoriales del espectro electromagnético. Todas las cuestiones técnicas importantes son hoy invisibles... los viejos amos, que eran sensorialistas, han abierto una caja de Pandora de los fenómenos no-sensorialmente controlables que habían evitado acreditar hasta la época... bruscamente han perdido su verdadero dominio, porque a partir de entonces no comprendieron personalmente lo que estaba ocurriendo. Y no comprender supone no dominar... desde la Primera Guerra Mundial, los viejos amos se han extinguido...”
Pero, naturalmente, el arte permanece continuamente vinculado a los sentidos. Del mismo modo que no es posible hacer flotar colores en el espacio (un pintor necesita algún tipo de superficie, como un lienzo, por neutra y falta de textura que sea), no es posible crear una obra de arte que no afecte la sensorialidad humana. Pero es importante advertir que la conciencia sensorial humana no tiene únicamente una biología, sino una historia específica, y que cada cultura estimula determinados sentidos e inhibe otros. (Esto mismo es verdad para la gama de emociones humanas primarias.) Es aquí donde el arte (entre otras cosas) interviene, y ello explica por qué el arte interesante de nuestra época acusa sobre este punto semejante sentimiento de angustia y de crisis, por lúdico y abstracto y ostensiblemente neutral en cuanto a la moralidad que pueda parecer. Puede afirmarse que el hombre occidental está siendo sometido a una anestesia sensorial masiva (concomitante con el proceso que Max Weber llama «racionalización burocrática») al menos desde la Revolución Industrial, y que el arte moderno ha funcionado como una especie de terapia de choque para, a un tiempo, confundir y abrir nuestros sentidos.
Una importante consecuencia de la nueva sensibilidad (con su abandono de la idea de cultura de Matthew Arnold) ha sido ya aludida —a saber, .que la distinción entre «alta» y «baja» cultura parece cada vez menos significativa—. Porque tal distinción —inseparable del aparato ideológico de Matthew Arnold—, simplemente, quitaría todo sentido a una comunidad creadora de artistas y científicos consagrados a programar sensaciones y carentes de todo interés por el arte como especie del periodismo moral. El arte, de todas formas, ha sido siempre algo más que eso.
Otra manera de caracterizar la situación cultural actual, en sus aspectos más creadores, seria hablar de una nueva actitud hacia el placer. En cierto sentido, el nuevo arte y la nueva sensibilidad adoptan una concepción del placer más bien confusa. (El gran compositor francés contemporáneo Pierre Boulez tituló un importante ensayo de hace doce años «Contra el hedonismo en la música».) La seriedad en el arte moderno excluye el placer en el sentido familiar —el placer de una melodía que podemos tararear tras abandonar la sala de conciertos, de unos personajes de novela o de teatro a los que podemos reconocer, con los que nos podemos identificar y a los que podemos disecar en términos de motivaciones psicológicas verosímiles, de un hermoso paisaje o de un momento dramático representado en un lienzo—. Si hedonismo significa persistencia en los antiguos modos de obtener placer en el arte (las viejas modalidades sensoriales y físicas), el nuevo arte es antihedonista. El desafío a nuestro aparato sensorial, o la violencia ejercida sobre él, duele. La nueva música seria hiere el oído, la nueva pintura no recompensa generosamente nuestra mirada, las nuevas películas y las pocas nuevas obras en prosa interesantes son difíciles de asimilar. El reproche que con más frecuencia se hace a las películas de Antonioni y las narraciones de Beckett o de Burroughs es que son demasiado difíciles de mirar o de leer, que son «aburridas». Pero la acusación de aburrimiento es realmente hipócrita. En un sentido, no existe cosa semejante al aburrimiento. El aburrimiento es sólo otro nombre para determinadas especies de frustración. Y las nuevas lenguas que el arte interesante de nuestra época habla, son frustrantes para la sensibilidad de la mayoría de las personas educadas.
Pero el propósito del arte es siempre, en último término, dar placer —aunque puede llevar tiempo a nuestras sensibilidades dar con las formas de placer que el arte ofrezca en un periodo determinado—. Y también podemos afirmar, para compensar el ostensible antihedonismo del arte serio contemporáneo, que la sensibilidad moderna está más comprometida con el placer en su sentido familiar que nunca. Porque la nueva sensibilidad exige menos «contenido» en el arte y está más abierta a los placeres de la «forma» y el estilo, es también menos esnob, menos moralista —en cuanto que no exige que en el arte el placer esté necesariamente asociado con la edificación—. Si entendemos el arte como forma de disciplina de los sentimientos y como programación de las sensaciones, el sentimiento (o sensación) exteriorizado en una pintura de Rauschenberg sería semejante al de una canción de The Supremes. El brío y la elegancia de The Rise and Fall of Legs Diamond, de Budd Boetticher, o el estilo de Dionne Warwick pueden ser apreciados como un acontecimiento complejo y agradable. Son experimentados sin condescendencia.
Creo que merece la pena destacar este último punto. Porque es importante comprender que el afecto que muchos artistas e intelectuales jóvenes sienten por las artes populares no es un nuevo filisteísmo (como tan frecuentemente se ha dicho), ni una especie de antiintelectualismo o algún tipo de abdicación de la cultura. El hecho de que muchos de los pintores norteamericanos más serios, por ejemplo, sean también entusiastas del newsound en música popular no es resultado de la búsqueda de mera diversión o relajamiento; no equivale, por ejemplo, a la afición al tenis de Schoenberg. Refleja un modo de mirar al mundo y las cosas del mundo, nuestro mundo, nuevo más abierto. No supone la renuncia a todo criterio: hay una considerable cantidad de música popular estúpida, así como de pintura, cine y música «de vanguardia» inferior y pretenciosa. Lo importante es que hay nuevos criterios, nuevos criterios de belleza, estilo y gusto. La nueva sensibilidad es provocativamente pluralista; está consagrada tanto a una atroz seriedad como a la diversión, el ingenio y la nostalgia. Es también extremadamente consciente de la historia; y la voracidad de sus entusiasmos (y de la sucesión de estos entusiasmos) es vertiginosa, febril. Desde la perspectiva de esta nueva sensibilidad, la belleza de una máquina o la de la solución de un problema matemático, como la de una pintura de Jasper Johns, la de una película de Jean-Luc Godard, o la de las personalidades y la música de los Beatles, son igualmente accesibles.
* Ortega advierte en su ensayo que «si el arte estuviera para redimir al hombre sólo podría hacerlo salvándole de la seriedad de la vida y restituyéndole a una inesperada adolescencia».