Una niña que bajó de vivir en un Quiroz

 

 

Por Miguel Ángel Federik.

 

Este libro de Belén Zavallo, tiene el mérito doble de ser una crónica de realidades más o menos biográficas —hasta donde supongo— y a su vez un texto literario por la pasión, el desenfado y la calidad de la escritura con que las narra, todo lo cual coloca al lector en la inquietud y la zozobra de no saber si estamos ante un texto donde lo terrible es lo real o lo es lo ficcional e imaginado. Y a ello contribuyen tanto los ámbitos ciertos: Viale, Seguí, el campo de costumbres bárbaras, o la civilizada Paraná de conductas criminales por varoncitos, no menos autorizados que gozantes de una impunidad a veces hereditaria, los laberintos judiciales donde todo se diluye en aguas negras de esas otras clausuras: no lo digas, no lo expongas porque te exponés, no arruines la carrera de aquel porque esto sigue: no hables. Nunca hables, pues a las víctimas el primer derecho que se les quita es la palabra. Lo demás es el proceso, es decir: los fiscales, ciertos jueces, Pilatos, Kafka y la puta madre de sus ignorancias y complicidades entre política y delito, cosa más antigua claro, que esta soledad donde revienta esta palabra que exige hasta la confesión personal, para validarse en la mejor desnudez: la bien vestida de palabras.

“Las armas” no es una denuncia ni una reivindicación de nada, sino un asco hasta al vómito del realismo sucio; y ese bañarse tres veces por día: un ritual para arrancarse ese musgo interno y gelatinoso…que hace de la palabra: armas, y de un dolor —que sólo sale y sólo vale como un desgarro— un hermoso tiro al lenguaje, que también prohibía esa palabra, por estas lindes y hasta ahora.

Una antigua copla española, “El paño moruno”, dice: “Al paño fino en la tienda/ al paño fino en la tienda/ una mancha le cayó/ una mancha le cayó./ Por menos precio se vende,/ por menos precio se vende/ porque perdió su valor”, pero esa metaforización “dulcemente” abstracta y objetivante de la mujer y digna del vasallaje masculino en la lengua, comenzó a estallar a finales de los ’80 con, v. gr., Blanca Andreu, que escribió a los 18 años, aquello de “Una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall”, o Almudena Guzmán y aquel libro “Usted”, o Rosa Romojaro, o Ana Rosetti y su ya proverbial “Chico Wrangler”, de quienes di cuenta en Paraná hace más de una década en una conferencia llamada “Las mujeres toman la palabra”, que creo no fue bien recibida, pues me estaba anticipando. Valga lo auto referencial entonces para decir que no me subo ahora, a este tren que pasa, si no que tuve la alegría de hacer notar que ese malestar opresivo y esa valentía de contarlo y cantarlo, ya se hacía visible en la palabra de afuera, y que ahora está pasando en nuestra literatura, porque nada nace de la nada. Y Belén Zavallo es como una niña que bajó de vivir en un Quiroz; no aquel de las encantadoras señoritas con sombrillas a la vera del mar y a lo Sorolla, sino aquel de “El patroncito” o “El muchacho de los arreos” o las rojas violencias de “El embrujador” o “El carnicero”…y a la que la esperaban otros días y otros carniceros, ante el fruto de su vientre inclusive.

Los nombres propios que aquí aparecen, parecen reales además. Y ojalá lo sean. Me basta saber que Belén Zavallo escriba así y escriba esto. La lengua no es un sistema de comunicación, sino un sistema de instalación vital y quien no habla bien su lengua, no ha aprendido a vivir, dijo mi lejano maestro Luís Rosales, al recibir su Cervantes. No sé si “Armas” es una novela. Sé muy poco de la prosa y sus géneros. Sé poco de todo, vamos, pero me gustó “Armas”, porque no es una palabra impostada y a la moda, sino tan rabiosamente necesaria como un conjuro o una plegaria civil hasta esa desnudez: bien vestida de palabras.

 

Tomado de: Análisis Digital.