Una aspereza propia pero que no se entiende, Patricio Pron

 

No duerme desde hace una semana y se siente cerca de «una verdad que hasta ahora era pura especulación»; unos días atrás huyó del basural en el que vivía, y los dos hombres que lo acogen ahora creen que es el Hijo de Dios. «Yo debería haberle enseñado a vivir en el campo, que es donde se aprende casi todo», lamenta su padre; a cambio, la educación que el hijo adquiere en «El buen destierro», la pieza teatral que el Residenztheater de Múnich encargó al dramaturgo argentino Alfredo Staffolani en 2019, es una mística «consensuada por toda la sociedad patriarcal» en la que confluyen el cristianismo, un fisicoculturista prusiano, New Order y el tormento de la carne: una santidad alcanzada a través de la abyección que casa bien con los vertederos y las periferias y esos márgenes de las ciudades que habitamos en los que la naturaleza penetra conformando lo que el paisajista francés Gilles Clément llamó el «tercer paisaje», espacios residuales, abandonados, aparentemente vacíos, donde los regímenes y los órdenes se disuelven y las identidades resisten las categorías. Staffolani (Buenos Aires, 1982) es uno de los dramaturgos y directores teatrales jóvenes más importantes de su país; en «La maldad del mundo» (2018) se apropió de una anécdota familiar desconcertante y terrible y en «El ardor» (2019) escribió sobre el deseo, y ambos asuntos planean sobre «El buen destierro», así como sobre los otros textos del libro («Los golpes», «Un lugar a dónde ir», «Un documental sobre la vida de nadie» y «Por culpa de la nieve»), todos escritos entre 2015 y 2019.

 

La mayoría de los argentinos habita el «tercer paisaje» de las piezas de Staffolani, en no-lugares cuyas creencias y prácticas participan tanto del régimen rural como del urbano, y en pequeños pueblos y ciudades que no apartan sus ojos de la capital del país, una Buenos Aires que, conjuntamente con su periferia, alberga al 38,9 por ciento de la población y que ya en 1940 Ezequiel Martínez Estrada llamó «la cabeza de Goliat», un apéndice problemático en el cuerpo de la nación. Pese a ello, la literatura argentina continúa articulándose en torno a la oposición habitual entre la ciudad y el campo y, de manera más específica, entre la capital del país y lo que algunos llaman «el Interior»; si bien la literatura porteña vuelve por temporadas sobre (en palabras de Martín Caparrós, que le dedicó en 2006 uno de sus libros más importantes, El Interior) «esa dilatada niebla», y al tiempo que lo que sus habitantes escriben es reducido a categorías como «literatura local», «regionalista» o «del Interior», y desplazado al margen, el campo sigue siendo el equivalente nacional del castillo en la novela gótica, algo de lo que sólo caben esperar atavismos y enfermedades mentales, incestos y violencias, el odio sin límites entre familias y los fenómenos sobrenaturales: el mal con mayúsculas.

 

Naturalmente, no toda la literatura argentina es así; existe un número nada desdeñable de muy buenos autores que no arrojaron una mirada orientalizante sobre el campo o la incorporaron estratégicamente en sus textos, como Osvaldo Lamborghini, Néstor Perlongher, César Aira (Ema la cautiva, La liebre), Sergio Bizzio (En esa época), Fogwill (sus extraordinarios Cantos de marineros en La Pampa), Belén Sigot, Federico Falco, Carlos Busqued, Dolores Reyes, Gabriela Cabezón Cámara y Marina Closs, entre otros, además de escritores que, como Vicky García (Laborde, 1986), producen muy buena literatura con esos materiales. Los personajes de Las bestias (la Chúcara, el Tarta, el Chueco Dálmire, la Chinita, el Gringo, Cipriano, Gambacorta…) asesinan y devoran a sus víctimas, violan, beben, se encomiendan a la Santita Morena, levitan, vomitan ranas, conciben animales y asumen o se rebelan contra una idea de las mujeres y la femineidad que hace de ellas tanto objeto de deseo como motivo de desprecio. Juan Diego Incardona llama a todo esto, acertadamente, «gótico pampeano»; y García, que tiene un gran talento para reproducir la oralidad de sus personajes, se incorpora con estos relatos a una promoción de autores y lectores, de académicos, críticos y editores, que desde hace dos décadas viene contraponiendo a la macrocefalia argentina una literatura cuya producción y circulación no es determinada por las instituciones sólo aparentemente antitéticas del mercado y la academia, que se concentran en Buenos Aires.

 

Y lo mismo puede decirse de Carolina Sborovsky (Concordia, 1979), quien en La Concordia narra el retorno de su protagonista a la propiedad familiar de ese nombre, en el noreste del país. No es un regreso fácil, y una diferencia significativa entre esta, la segunda novela de su autora, y buena parte de la narrativa española que aborda ese tipo de regresos, y que podría ser vista como su equivalente transatlántico, es que en la novela de Sborovsky no hay un pasado a idealizar o que suscite nostalgia, sino uno presidido por la violencia de clase, la enfermedad, la superstición y un «modo de vida pegajoso» que hace que las mujeres pasen de ser hijas a madres en unos pocos años. Los temas de la «identidad» y el «federalismo» (sobre los que posicionarse es una «pelotudez», según la protagonista) no están lejos; de hecho, La Concordia podría haberse convertido fácilmente en otra puesta en escena de la confrontación entre la supuesta brutalidad del mundo rural y la aparente racionalidad de la vida urbana (que en el marco argentino también es, a menudo, el enfrentamiento entre la influencia supuestamente retrógrada de lo latinoamericano sobre el país y su aspiración a ser considerado una nación europea), pero su autora se propuso algo más interesante y que requería talento: darle a sus personajes (incómodos en el campo y fuera de lugar en la ciudad; ellos mismos «tercer paisaje») la libertad de adoptar, si lo deseaban, la «aspereza» de un paisaje «que es propio pero no se entiende», y hacerlo además en una lengua en la que los árboles «se mezquinan», los caballos se enciman y se taconean, las madres «cogotean» buscando a sus hijos con la mirada, los tacurúes puntúan el paisaje y el guaraní y el portugués no son del todo extraños, una lengua que, como dice del paisaje la protagonista de la novela, es «un regalo inmerecido», en esta ocasión, para el lector.

 

La Concordia

Carolina Sborovsky

Buenos Aires: Conejos, 2021

136 páginas

 

El buen destierro

Alfredo Staffolani

Blatt & Ríos, 2021

294 páginas. 6,99 euros.

 

Las bestias

Vicky García

Contramar, 2021

224 páginas

 

Fuente: El País/Babelia.