"Hiram Walker" de Felipe Hourcade, en periódico El Eslabón
El sábado 25 de febrero de 2023, se publicó el cuento Hiram Walker de Felipe Hourcade en el periódico “El Eslabón” de Rosario (Santa Fe).
Hiram Walker, además, obtuvo una mención especial en la segunda edición del concurso “Entre Orillas” (2022, Entre Ríos), cuyo jurado estuvo compuesto por Mariano Quirós, Francisco Bitar y Eugenia Almeida.
Hiram Walker
No necesito demasiado para continuar estremeciéndome.
Inchauspe
I
Concordia, 2020.
Afuera, el sol refulge, imprime una pátina amarilla sobre los objetos del patio. Las plantas caprichosas de mi madre, la pelopincho de mi hermanita con su fondo negro de mugre, el juego de cuatro sillones de fierro con almohadones verdes y la mesita de piedra ubicada en medio de ellos, los pelos blancos de la perra Aspi y sus ojos entrecerrados bajo la luz tenue pero fastidiosa del sol otoñal. Desde la ventana de mi pieza —mi madre la conserva intacta, como si no me hubiese ido hace ya siete años—, miro, la cortina está entreabierta, como se proyecta, afuera, la luz de la siesta. Si bien descansé largas horas, una fuerza oscura retiene mi cuerpo. Imposible salir de la cama.
Uno se crea su propia cárcel, se mete dentro, y después de cerrar la reja, en un acto inconsciente y autodestructivo, tira la llave por la ventana o el inodoro.
Volví este año, después de pasar siete afuera. Resumiendo: terminé la escuela secundaria con honores, —tantos que fui elegido para dar el discurso de despedida en la colación; cité a Shakespeare, la despedida es tan dulce pena que diré buenas noches hasta que amanezca, porque en ese momento necesitaba la validación que otorgan las palabras de los grandes escritores—, y después me fui a Rosario a estudiar Licenciatura en Letras porque pensaba que los profesorados de Concordia eran demasiado mediocres, de bajo nivel, poco suficientes para mí y mis avanzadas lecturas de adolescente pretensioso. Al final, terminé volviendo. Acá estoy, peor que nunca. El perro vuelve con la cola entre las patas, y no me refiero a la Aspi. No, me dan ganas de decirle a mi madre, allá las cosas no funcionaron. No funcionan. Hice todo lo que pude, pero... ¿Te decepcioné? Sin título, sin trabajo, sin ninguna esperanza en relación a mi futuro, ¿es este el hijo que vos querías tener? ¿Eso importa, acaso?
Traje el bolso cargado de libros que, años atrás, consideraba pésimos sin siquiera haberlos hojeado —novelas negras de Chandler, Hammett, Giovanni—, solo por no formar parte de lo clásico. Ahora no puedo dejar de leerlos. Hasta cuando desayuno, los coloco frente a mí, apoyados sobre dos botellas vacías de vodka Hiram Walker, y voy pasando las páginas con rapidez mientras devoro tostadas con queso y tomo mates.
II
Rosario, 2019.
Recapitulo.
Convivencia con Belén. Ella ya no me quería, era notable, mi cuerpo le repelía, y al suyo no le interesaba el mío. Ya la relación hacía rato venía cortándose en finas rebanadas de frialdad. Nos estábamos tirando de cabeza en una pileta profunda y vacía. Entonces nos damos cuenta de que las cosas van de mal en peor y decidimos separarnos.
Empiezo a tomar alcohol como un caballo desenfrenado. Nunca antes lo había hecho así, llegando casi siempre hasta el borde. Eso, sumado al clonazepam, medicación a la que soy habitué desde los quince años, me destruye el hígado y las facultades intelectuales. Me entorpezco.
Trabajo en una editorial. Corrijo, en la oficina, frente a la computadora. Dejo de comentar las noticias de La Capital con mis compañeros porque ya nos las leo. Me olvido la billetera o las llaves sobre el escritorio y tengo que esperar hasta el día siguiente para recuperarlas. Trabajo más lento, confundo las tareas, me distraigo con facilidad.
Defiendo la tesis. La noche anterior no duermo un carajo. Camino por los pasillos de la facultad sosteniendo con una mano un vaso de café y con la otra una botella de agua y la tesis impresa, abrochada. Me encuentro con Nelly, una de las investigadoras que forma parte del jurado, y la saludo. Subimos juntos en el ascensor. Suerte, me dice. Apenas se abren las puertas, el vaso de café se me resbala de las manos.
Resumiendo: me separo de Belén después de varias peleas furiosas y de escenas con portazos incluidos, me vuelvo adicto a la mezcla de alcohol con pastillas, en el trabajo me suspenden por disfuncionalidad psicológica o algo así, y al día siguiente de salir mal en la defensa de la tesis me tomo el primer colectivo que sale para Concordia con un bolso lleno de libros y solo dos mudas de ropa.
III
Concordia, 2021.
Descasar, tomándose el tiempo necesario. Beber abundante agua, comer las tres comidas del día, bañarse, tender la cama, etcétera. Mantener la calma y darse tiempo. El lunático se transforma en la quietud porque la destrucción ya sucedió. El mundo se vuelve una suerte de aceptación inevitable.
Sigo viviendo en casa de mi madre. No trabajo, renuncié a la editorial. Me la paso leyendo lo que encuentro en las librerías de usados. En especial novelas policiales. Por la tarde cuido a mi hermanita, nos divertimos mucho, y ayudo a mi madre con las tareas de la casa.
Mi nuevo psiquiatra, el concordiense, para mi gusto mejor que el anterior, me cambió el clonazepam por alplax, me recetó antidepresivos y me recomendó que no tomara alcohol. A lo sumo, una copa de vino. Pero sin excesos.
Límites, insoportables, difíciles de aplicar. No queda otra que atenderlos.
A la noche salgo a pasear con María Elisa, mi mejor amiga, por la que siempre sentí una atracción distinta, única, hasta mística me atrevería a decir. Su familia sigue viviendo a una cuadra de la casa de mi madre, y ella también se volvió a vivir a Concordia, después de estudiar psicología en Buenos Aires. Sacamos los perros y fumamos porro en la plaza España. María Elisa lleva su bull dog francés de la correa y yo a la Aspi suelta. La perra blanca corre alrededor del busto de Sarmiento como loca. Loca como su dueño.
Afuera, ahora, puedo salir. La luz de los faroles vuelve tenue la atmósfera en la que nos envolvemos María Elisa y yo. Estamos sentados en uno de los bancos del medio. Fumamos porro. Ella toma una lata de cerveza artesanal. La escena es irreproducible. La belleza no se puede captar. Me ofrece un trago. No, le digo, prefiero la cerveza industrial. Se ríe. Te estaba probando, suelta. Le cuento que una vez, en uno de los bancos que están entre los sauces y los lapachos, con unos amigos, tomamos dos botellas de vodka Hiram Walker. Hace muecas de no te creo, y vuelve a reírse. Un sonido maravilloso que al oírlo revitaliza mi espíritu. Me inclino sobre ella y me atrevo a besarla. Uno de los perros, creo que Aspi, por lo celosa, se mete entre nosotros.