MUERE EL ESCRITOR RICARDO ZELARAYÁN

 

El 29 de diciembre de 2010 falleció en Buenos Aires RICARDO ZELARAYÁN. Si bien en este sitio hicimos un rescate de su obra, queremos reproducir algunas crónicas de su deceso en  medios gráficos.


Murió Zelarayán, el poeta de la “roña criolla”

Fue, como él quería, el maestro oculto y marginal de dos generaciones. A los 88 años, era un mito.
Por JORGE AULICINO - Tomado de http://www.revistaenie.clarin.com

 

//www.autoresdeconcordia.com.ar/image/caricatura_zelaporsabat.jpgEra zorro, cordial, amargo, se sentía golpeado, se definía a veces como “provinciano resentido”, y lograba que nadie supiese su edad, al punto que el único editor comercial que tuvo en vida señala en su página web que Ricardo Isidoro Zelarayán había nacido en 1940. También era coqueto, es cierto, pero no hubiese llegado a quitarse 18 años. Había nacido en 1922, el 21 de octubre, y casi todas las páginas web que hicieron crecer el mito que buscó empeñosamente crear consignan que era de Paraná, pero que se llamaba a sí mismo “tucumano-salteño” por adopción. A quien esto escribe, le dijo también, en este diario, que era santiagueño. Con la oposición capital-interior hacía su caballito de batalla. Pueden imaginar su risa gruesa, su voz ronca, cuando decía “los porteños creen que todos los del interior somos del campo”. De gauchos, paisajismo y regionalismo hablaba casi tan mal como del tango y el populismo porteño: todo impostación.

Ricardo Zelarayán, autor de cinco breves libros, dos de ellos de poemas, era profundamente culto. Y así como su zona de lenguaje era el campo plagado de urbanizaciones, de matorral y cemento, era –lo decía él– llamado el franchute por sus colegas, se supone que de la revista Literal que ayudó a crear en los sesenta (y aquélla era una revista de eminente sabor francés). También podía mirarte, terriblemente resfriado, y antes de decir que estaba por morir, enterado de que te resistías a continuar con Proust, advertirte: “No vas a poder salir de ese mundo”.

Zelarayán publicó La obsesión del espacio , cuyo texto central es el largo poema “La Gran Salina”, una pieza capital de la poesía argentina. Publicó, con José Luis Mangieri, Roña criolla , después el libro para chicos Traveseando y las semi novelas La piel del caballo y Lata peinada , de estirpe macedoniana. El año pasado, se publicó Ahora o nunca , su poesía reunida, que incluye numerosos poemas inéditos que hacía circular en fotocopias con el indisimulado propósito de que alguien escribiera alguna vez “sus poemas circulaban en fotocopias”. Sabía que todo gran escritor es un mito. Pero el mito no funciona si no se es un gran escritor . Con él, funcionó.

Hay una cosa: Zelarayán creía a pie juntillas que el lenguaje es la única realidad, de modo que para él todo era realismo. Se trataba de sacar de conversación las palabras para que esa realidad-irrealidad fuera evidente. Hacer patentes las cosas, hasta la irrealidad, tal la doctrina que nunca dijo. “Coloquial” se escribió de su lenguaje; puede ser, pero no coloquial porteñista, sino de esa franja del interior que no es el campo, no al menos el campo güiraldiano. En tal lenguaje coloquial estaba la realidad de esa zona de semi interior y de semi superficie, semi portuaria, global, culto-villera. Definir tal zona de lenguaje fue para Zelarayán definir paisaje, tema e ideología, porque el procedimiento implicaba su cosmos. Había que haber leído a Valéry para escribir así, para saber qué es una estructura, qué es máquina en la literatura, y qué es, finalmente, poesía absoluta.

Como decía en el comienzo de “La Gran Salina”, el misterio debería ser reemplazado por el pensamiento de trenes de carga que pasan de noche por la Gran Salina. Una realidad tan oclusa que el misterio en ella ni siquiera se deja entrever. Signo y materia.


 

MURIÓ RICARDO ZELARAYAN, UN “ESCRITOR SECRETO”

Adiós al poeta y al mito

El escritor, cuyo sonoro apellido obra como contraseña de una suerte de culto, falleció el martes pasado. Más difícil es establecer la fecha y lugar de su nacimiento, lo que alimenta la leyenda. La obsesión del espacio y Lata peinada son algunos de sus libros.

Por Silvina Friera - Tomado de http://www.pagina12.com.ar

La Parca es una cretina con escaso refinamiento prosódico. Nunca emplea la elipsis, ni escamotea sus intenciones. Jamás vacila. El martes murió el gran poeta Ricardo Zelarayán, tal vez el mayor mito de la literatura argentina contemporánea. La ecuación es perfecta para aceitar el culto al “escritor secreto”. La sola mención de su sonoro apellido es una especie de contraseña fascinante que incorpora feligreses de boca en boca, de lectura en lectura. Publicó pocos libros, escribió mucho más, pero esos textos se perdieron en sucesivas mudanzas, de pensión en pensión. El capital poético y narrativo que despliega en su obra –de los poemas de La obsesión del espacio (1972) hasta la mítica novela extraviada y recuperada, Lata peinada– rubrica el carril de un horizonte para alquilar balcones. “Una mezcla rara”: así se definía este poeta que descendía de indios analfabetos por el lado paterno. “Aunque yo he salido blanco como mi madre”, aclaraba. ¿Cuándo y dónde nació? Menudo problema responder una pregunta que a priori debería resultar sencilla. Algunas fuentes –el Breve diccionario biográfico de autores argentinos, de Pedro Orgambide; la mayoría de las páginas web y la solapa de la reedición de su novela La piel del caballo– consignan que habría nacido en 1940. El poeta Jorge Aulicino establece la fecha mucho antes: el 21 de octubre de 1922. Otro cantar similar se plantea con el lugar. Zelarayán podía anclar su origen en Paraná y sentirse entrerriano, pero también se llamaba a sí mismo “tucumano-salteño”. Epílogo genial estas versiones, una estocada magistral para mantener la llama encendida del mito.

La única “certeza” por ahora –hasta que biógrafos y fans demuestren lo contrario– es que Zelarayán no era porteño. Se describía como un provinciano resentido exiliado en la Capital. Su frente de combate por excelencia fue la dicotomía Capital-interior. Que su yacimiento poético sea la lengua del país profundo y mestizo no implica incluirlo automáticamente por los pagos de la gauchesca. “Aborrezco a los gauchos. El gaucho es la policía del patrón. Por eso le dan el caballo. Yo no sé de dónde sacan que soy gauchesco o neogauchesco –protestaba con razón contra el torpe facilismo de estas etiquetas–. Claro, como en mi novela (La piel del caballo) aparece un caballo, ya es gauchesco. ¡Pero hay que ser boludo! Y como soy provinciano, los porteños creen que nací en el campo.” Hay frases para conservar en el cofre antojadizo de la memoria. Decía que “una novela empieza por una frase escuchada en la calle”. Lo que entraba por la oreja de este señor inexorablemente sordo –pero con un oído biónico descomunal para escuchar lo que muchos no pueden oír–, ese colchón de voces que lo interpelaban, era apenas la punta del iceberg, la materia prima de un protolenguaje, un impulso inicial que sería infatigablemente digerido y elaborado.

A Buenos Aires llegó para estudiar Medicina, según recordó el poeta en una de las pocas entrevistas que le hicieron. Pero no pudo terminar la carrera; para un hombre de provincia, la necesidad imperiosa de trabajar eclipsaba la tentativa de educarse en la universidad. Fue corrector en la editorial Depalma, redactor creativo en agencias de publicidad, periodista y traductor. El descendiente de indios analfabetos, apodado por sus amigos “el Franchute”, hablaba inglés y francés a la perfección. A comienzos de los ’70 integró una revista fundamental: Literal. El primer libro de poemas que publicó, La obsesión del espacio (1972), un joyita de punta a punta, es una de las naves insignia para los jóvenes poetas argentinos, como han reconocido Fabián Casas y Washington Cucurto, entre otros. “La palabra misterio hay que aplastarla / como se aplasta una pulga / entre los dos pulgares. / La palabra misterio ya no explica nada”, se lee en el poema medular “La gran salina”. Casas percibe que la prosa de Zelarayán está hecha “con violentos cambios de clima e imágenes dantescas del campo”. Pero advierte que no es el campo idílico sino “la urbanización que crece en el medio de los pueblos, trayendo sus negocios, sus traficantes, sus autazos y sus machados, es decir, toda la escoria de las ciudades que destruye a la naturaleza original que ya se ha perdido”.

Zelarayán asumía una influencia “muy fuerte” de Macedonio Fernández desde el ángulo del cuestionamiento del ser, pero no tanto en el estilo; influencia palpable especialmente en sus “novelas” –encomillado que pone en tela de juicio si es posible hablar de géneros– La piel del caballo y Lata peinada. También publicó Roña criolla, poemas para calentar motores, “frases de arranque” como si pusiera primera para empujar la realidad, chispazos notables, anzuelos que atrapan a su presa. “Rezongado rezongo de palabra renga. / Pelo y barro”, se lee en “Pioja”. “Mano mansita, mosca aplastada. / La mula mansa escupe jinetes y el vuelo fracasa, / nariz en tierra”, escupe en “Gota”. El poeta no tenía inconveniente en marcar la cancha. No quería integrar la “pequeña borgesía”, pero admitía que Borges tenía “cosas hermosas”, como “La fundación mitológica de Buenos Aires”. Tampoco Osvaldo Lamborghini fue santo de su devoción. Le gustaba El niño proletario, pero se quejaba de la repetición en Lamborghini, una obsesión y exigencia que acaso pueda ser una de las columnas vertebrales para comprender por qué Zelarayán publicó poco: “Si yo veo que me estoy repitiendo, digo ‘esto no va’. Y lo tiro”. Lejos estaba de comulgar con la parodia en la literatura; la calificaba, sin medias tintas, como “una estupidez total”. “La parodia encaja perfectamente con la posmodernidad, en el sentido de que, como ya está todo hecho, lo único que cabe es la desacralización de los modelos. Es un disparate”, subrayaba en la entrevista con el poeta Fernando Molle.

Imposible no rendirse a las aristas de un mito construido, fundamentalmente, con una gran obra, una musiquita inquietante por donde se la escuche y lea. Pero se impone apostillar un plus de intensidad adicional. “No soy escritor”, decía Zelarayán, aceitando con esa frase un tópico fascinante. No respondía al estereotipo de lo que se supone es un escritor: alguien que publica regularmente. “Para merecer el título de escritor hay que publicar un libro cada dos años, cosa que yo no he hecho y no creo que pueda hacer jamás”, confesaba. “Claro, ésa es la burocracia de la literatura. Yo pienso que se escribe porque hay ganas de escribir, y resulta que si a uno no le interesa lo que está escribiendo, evidentemente, chau. Es el único privilegio del escritor: ser el primer lector.”


 

Murió el gran poeta Ricardo Zelarayán

Tomado de http://www.perfil.com

Es considerado uno de los más extraordinarios escritores argentinos contemporáneos.

A sus 89 años, murió hoy el poeta Ricardo Zelarayán, considerado uno de los más extraordinarios escritores argentinos contemporáneos. Con sólo cinco libros publicados en pequeñas editoriales, fue uno de los autores que mayor influencia ejerció sobre las nuevas generaciones de poetas y novelistas. 
Dueño de un estilo que combina la picaresca criolla con Joyce y Céline, su obra es una reflexión sobre la violencia del lenguaje. 
Entre sus libros se encuentran, La obsesión del espacio, de poesía en 1972, cuando ya tenía 40 años; La piel de caballo –una novelita finita–, Roña criolla –poemas repetitivos en clave musical–, un breve artículo crítico sobre Erik Satie, un librito de cuentos para chicos llamado Traveseando, y a fines de 2008 apareció la mítica novela perdida y encontrada, que según Zelarayán "se le había ido de las manos": Lata peinada. Con su publicación, PERFIL escribió sobre este grandioso escritor.

 

RICARDO ZELARAYAN

Escritor en pose de combate

La aparición de “Lata peinada”, después de años sin publicar, permite reencontrase con uno de los más extraordinarios escritores argentinos contemporáneos, cuya influencia sobre las nuevas generaciones de poetas y novelistas es inmensa. Dueño de un estilo que combina la picaresca criolla con Joyce y Céline, su obra es una reflexión sobre la violencia del lenguaje.

Por Fabian Casas /Fernando Molle

Mateo es un peluquero joven del barrio de Monserrat. Una de sus obsesiones es poder dar un buen servicio a los clientes y que ese servicio se metabolice en un crecimiento de su negocio. También es fanático de los libros de autoyuda que te estimulan para potenciarte y “no decir sí cuando se quiere decir no”. Tiene mucho sentido del humor y chispa al hablar. Hace poco me dijo: “Todas las noches le pido a Dios que haga nacer pibes con dos cabezas”. Esa frase me hizo reír y después me dejó pensando.

Horacio Binnel fue un compañero del secundario. En ese entonces era un tipo horrible, con cara de rata, casi siempre enfundado en un blazer grueso que le quedaba grande y que le producía un sudor permanente que le mojaba el pelo. Como los jóvenes son crueles, le decían El Bicho y sólo lo tomaban en cuenta para hostigarlo. El, como única defensa para sobrevivir, se expresaba solamente a través de refranes. Conocía millones de ellos y tenía uno para cada ocasión.

Mateo el peluquero, me hace acordar a los personajes de Ricardo Zelarayán que suelen ser creados por el lenguaje justo en ese momento en que el habla cotidiana sale del lugar común y produce un chispazo eléctrico que nos sacude de la modorra, como la piel sísmica del caballo se mueve para espantar a las moscas. El Bicho Binnel, en cambio, me recuerda la estrategia de escritura de Zelarayán con la que suelen empezar sus relatos, novelas o charlas: con refranes, con frases hechas modificadas, trastocadas. Una estrategia que pone en marcha la gran maquinaria zelarayanesca. Lata peinada, Variación 2: “¡Atención a los colados que pueden ser más importantes que los invitados! ¡Atención al número cualquiera que puede ganarle, a la larga, al principal! ¡Atención al huevo roto de la docena! ¡Atención al anónimo crecido en el viento negro de la miseria que puede ser el príncipe al final! ¡Ojo con el rengo que se agranda en la adversidad!”

 

Ricardo Zelarayán publicó muy pocos libros. Los poemas de La obsesión del espacio, en 1972, cuando ya tenía 40 años, La piel de caballo –una novelita finita–, Roña criolla –poemas repetitivos en clave musical–, un breve artículo crítico sobre Erik Satie, un librito de cuentos para chicos llamado Traveseando, y ahora acaba de aparecer la mítica novela perdida y encontrada que según Zelarayán “se le había ido de las manos”: Lata peinada. Desde las contratapas de los libros –escritas por él bajo el nombre de Odrazir Nayarales– Zelarayán preparó su mito: escribe mucho, pierde casi todo en sus incontables mudanzas por las pensiones y sólo logra publicar lo citado antes arriba. Dice que es entrerriano de nacimiento y salteño-tucumano por tradición. Se describe como un provinciano resentido exiliado en la capital, rodeado de porteños. También aclara que es sordo y músico frustrado. Lo de músico frustrado habría que reverlo. Porque lo primero que deja en claro la lectura de cualquier verso –ya sea bajo la respiración del poema o de la prosa– de Zelarayán, es que es un músico genial. Su instrumento, un pequeño aparatito que suele sacar del estuche para ponerse en la oreja: el audífono. Con él se convierte en “escuchón” y pasa al papel la música que produce la gente cuando se cruza en un bar o en las mateadas de amigos, los relatos orales que circulan de boca en boca, y que se van enriqueciendo de acuerdo al talento del narrador de turno. Zelarayán, como Joyce o César Vallejo, es difícil de traducir, con lo cual uno agradece haber nacido en su lengua. Sus relatos nos dicen dos cosas: que los géneros son convenciones tranquilizadoras que no sirven para nada y que un narrador que no lee poesía es un semianalfabeto. La gran salina, el poema que como un río atraviesa La obsesión del espacio, el libro de poemas del ’72, tiene sobre muchos de los buenos poetas jóvenes argentinos una influencia capital. La prosa de Zelarayán –siempre poesía– está hecha con violentos cambios de clima e imágenes dantescas del campo, pero no del campo idílico, sino de la urbanización que crece en el medio de los pueblos, trayendo sus negocios, sus traficantes, sus autazos y sus machados, es decir toda la escoria de las ciudades que destruye a la naturaleza original que ya se ha perdido. En la época de Dante, escribió T.S. Elliot, los hombres todavía tenían visiones. Los relatos de Zelarayán también las tienen: un hombre perdido en medio de un arenal, unos policías en lancha surcando el Riachuelo tanteando el cuerpo de un muerto, o una pelea memorable entre dos tipos que apenas se ven por la oscuridad de la pieza de adobe donde tratan de matarse a palazos. Leer algunos tramos de Lata peinada es similar a escuchar los grandes temas de Frank Zappa, sobre todo en esos momentos en los cuales el compositor bigotudo alterna disonancias molestas que preparan la irrupción de un fragmento lírico que pone la piel de gallina. Zelarayán en Lata peinada describe a unas gordas que paren hijos al tuntún y que están bajo la protección de un puntero local, hasta que éste, de pronto, muere. Zelarayán arremete: “Los votos de las gordas se venden caro… hasta que un día los perro cimarrones empiezan a atacar, a perseguir a muerte a las gordas sueltas despavoridas (…) ahora los hijos de las gordas sueltas vuelven rapados del servicio militar y arrasan con todo como langostas. Y las gordas que se salvaron de los perros cimarrones tratan de cazarlos entre las piernas”. Zelarayán solía acusar a Borges de “distanciador”. El prefería montar el caballo en pelo, sin la montura. Por eso, se indignaba cuando se decía que La Metamorfosis de Kafka era literatura fantástica. Para comprender La Metamorfosis de manera cabal, Zelarayán proponía leerla como un relato realista. Desde este enclave, los niños de dos cabezas que pide el peluquero Mateo, son con dos cabezas de verdad. Pero esta postura vital no debería dejar de lado algo esencial: que para el compositor entrerriano los Cahiers de Paul Valéry eran obras maestras de la literatura. En ellos, Valery no escribe poemas o prosa, sino que reflexiona incansablemente sobre los mecanismos de la creación. Zelarayán contaba que sus amigos porteños lo llamaban, gastándolo, “el franchute”. Lo cierto es que este descendiente de indios analfabetos por el lado paterno habla inglés y francés a la perfección –de hecho se ganó la vida traduciendo– y, como el autor de El Cementerio Marino, gusta de reflexionar sobre los engranajes de sus textos. El posfacio de La Obsesión del espacio es claro: “En realidad no es obligatorio leer lo que estoy escribiendo. Nadie espere una explicación de este libro. Simplemente, quiero agradecer y de paso… Pero por ‘ai’, y ese es el riesgo, lo que está adelante puede ser interpretado como el prólogo de esto, es decir que éste es el fondo de la cosa”. Lata peinada también tiene violentas interrupciones donde el autor escribe dos o tres veces el mismo fragmento y le va aplicando pequeñas variaciones. También hay apuntes donde se bocetan posibles líneas argumentales y reflexiones sobre los personajes y sus destinos.

A Ricardo Zelarayán le gusta contar historias. Quienes lo tratamos cotidianamente en algún momento de nuestras vidas, conocemos la anécdota repetitiva sobre una pelea a piñas de Haroldo Conti con un tipo del que, después de los golpes, se hizo amigo. Le encantaba particularmente este combate donde los dos hombres primero se mataban a palos y después se curaban mutuamente las heridas y se perdonaban. La solía contar con variaciones, como lo hace en sus relatos. En una había un perro de Conti en el medio de la trifulca: “¡Era el perro de Haroldo!”, gritaba debido a su sordera. En otra, los hombres peleaban en un balcón y había un loro que los arengaba. Todas las versiones eran extraordinarias. Ahora llevo en mi memoria esa maravillosa música, la voz de Ricardo Zelarayán.

El vocero

¿Por qué razón queda inconclusa una novela? Hay muchas respuestas posibles: por falta de trabajo, pericia o voluntad (o las tres cosas). También hay casos como el de Lata peinada de Ricardo Zelarayán. Es una novela inacabada porque lleva en su estructura la marca de la infinitud: la bifurfación arborescente de historias, la fuga hacia adelante de la acción, la multiplicación de puntos de vista. Iniciado a mediados de los ochenta, este libro mítico tenía un preámbulo genial: los hipertensos poemas de Roña criolla (1991), basados en las “frases de arranque” preparatorias de la novela. Finalmente editada, Lata peinada despliega, en forma abierta y fragmentaria, historias de marginales. Gente que escapa con lo puesto en “dirección norte”, hacia las fronteras de Bolivia y Paraguay, perseguida por la ley y la miseria. Marginales que ya lo son por pobres, pero que además eligen (algunos) la contramoral del vividor, del pícaro o del delincuente.

Primero escuchar, después escribir. La lengua del país profundo, mestizo, que Zelarayán recolecta de diferentes provincias, resulta un formidable capital poético y narrativo. Pero a este abanico de voces hay que entenderlo sólo como punto de partida. Es la materia prima que este poeta extraordinario refunde en su prosa. Como casi todos los grandes escritores, Zelarayán escribe como nadie habla. (Sobran coloquialistas competentes en este país; para leerlos, basta prender un rato la tele). Lata peinada es experiencia: como en el mejor Burroughs, como en el mejor Osvaldo Lamborghini, las historias palpitan por debajo de las frases de una inventiva alucinógena.

Las prosas que integran el relato están ordenadas según el criterio de los editores (el autor las entregó sin ninguna secuencia establecida). Incluyen “repeticiones”, fragmentos casi gemelos que juegan a la variación jazzística y que se leen como curiosos metarrelatos. El volumen tiene varios apéndices. Las Inútiles reflexiones de Odracir Nayalárez –lo más macedoniano que se escribió después de Macedonio Fernández– ensayan sobre el rumbo estético de la novela. Desdoblado en el “autor” y el “primer lector”, Zelarayán-Nayalárez define su “realismo hasta sus últimas consecuencias”. Un realismo que mitifica y expande los hechos cotidianos, y en donde la historia va surgiendo “de cómo van dando el clima las palabras”. Es lo que Zelarayán me decía en un bar, casi gritando, en uno de los poquísimos reportajes que concedió en su larga vida (incluido en este libro): “Una novela empieza por una frase escuchada en la calle”.