CRÍTICA DE "EL DESAPEGO ES UNA MANERA DE QUERERNOS", DE SELVA ALMADA, EN REVISTA CHILENA
Los relatos de El desapego es una manera de querernos, de Selva Almada, mantienen una atmósfera provinciana, agobiante, marcada por el excesivo calor y soledad. Los que más destacan de factura reciente, como "El incencio", donde se abandona el enfoque predominante autobiográfico de los primeros relatos, para proponer estructuras complejas y una narración sobria y madura.
Por Lorena Amaro
Selva Almada es una de las narradoras argentinas más sólidas y de mayor renombre en este momento, dentro y fuera de su país. Desde la publicación de El viento que arrasa (2012) bajo el sello Mardulce y con la bendición ni más ni menos que de Beatriz Sarlo, solo se han sumado publicaciones de gran impacto, como Ladrilleros(2013) o Chicas muertas (2014). En El desapego es una manera de querernos, reúne una gran cantidad de relatos publicados a partir de 2005, difíciles de conseguir y de calidad muy disímil. Mientras los primeros, más deshilvanados, recogen anécdotas de la provincia con una acentuada mímica de la infancia y algunos detalles que permiten una lectura autobiográfica, abusando de cierto lirismo asociado a la naturaleza y la inocencia de los niños, en los cuentos de factura más reciente es posible hallar mayor concisión en el lenguaje, pero sobre todo una construcción de atmósferas y mundos más impactantes.
El libro abre con “Niños”, una nouvelle algo lenta y tediosa, en la que una mujer recuerda los años de crecimiento, cuando junto a su primo asistían asombrados al develamiento de pequeñas tramas familiares y sociales. Desde el comienzo asoma el mundo ominoso de Almada, con la historia de un velorio al que asisten los niños con curiosidad: “Para poder mirarlo de cerca, Niño Valor y yo nos pusimos en puntas de pie y nos agarramos del borde del féretro con sumo cuidado, temerosos de que el menor movimiento fuese a derramar la muerte y nos salpicase los zapatos nuevos, los zoquetes blancos, las ropas de cumpleaños”. A imágenes acertadas, como esta, se suman otras menos afortunadas, que llevan la poesía casi a la caricatura: “Acostados en las ramas más gruesas mirábamos las hojas, casi blancas del revés; los higos maduros bamboleándose como jóvenes escrotos sobre nuestras cabezas, chorreando almíbar por los reventones de su finísima piel morada; el vuelo incesante de las avispas negras y las moscas azules girando a su alrededor (…) Parecíamos cachorros de algún extraño animal dorado cruzado con hombre en una cópula mágica”.
El libro abre con “Niños”, una nouvelle algo lenta y tediosa, en la que una mujer recuerda los años de crecimiento, cuando junto a su primo asistían asombrados al develamiento de pequeñas tramas familiares y sociales.
Un mismo tono se deja oír en el bloque de relatos “En familia”, en que Almada vuelve a las rememoraciones familiares a través de un puñado de anécdotas asociadas a un personaje, Denis. Se trata del hermano menor de una familia de campo, que abandona la casa paterna para irse a Paraguay. Cada cierto tiempo, él envía mensajes y regalos a los padres a través de su patrón; finalmente retorna, pero huye con la mujer de un amigo. Esta historia es repasada por distintos personajes. La disposición de los relatos es singular: van repitiendo algunos hechos con algunas variaciones, como si fueran reescrituras de una novela en proceso, o una novela conformada por cuentos, que podría seguir creciendo. Con esta interesante estructura, Almada recala, sin embargo, en un tema algo manido, el del núcleo familiar como espacio del desencanto, el silencio y la incomprensión. Ya se sabe: los afectos interrumpidos, los gestos que nunca se concretaron, la soledad en compañía, las cosas que nunca pudieron ni podrán decirse.
El resto de los textos que integran el libro (“Intemec” y aquellos que aparecen como “Relatos dispersos”) mantienen la misma atmósfera provinciana, agobiante, marcada por el excesivo calor y soledad: camiones que atraviesan raudos la carretera por las noches; el campo primitivamente industrializado, el sometimiento a los pequeños feudos pueblerinos, como el que impone la fábrica de pollos “Cresta Dorada”; mujeres que son criticadas por su incapacidad como madres; hombres solos, abandonados por esas mujeres; chicas lindas que habrán de vivir experiencias duras; padres enfermos y viejos bajo el cuidado de hijos solos y tullidos emocionales. Las verdades de la enfermedad y la muerte compiten con la inocencia y desparpajo de la niñez y la juventud, en un escenario oscuro, cargado de atmósferas turbulentas, el infierno grande de la provincia, que Almada capta de lleno en los bien armados diálogos.
Los cuentos que más destacan son de factura reciente, como “El incendio”, publicado en 2014, donde se abandona el enfoque predominantemente autobiográfico de los primeros relatos, para proponer una narración más sobria y madura, sobre la vida rota de una pareja de estancieros después de la muerte de su único hijo. Es un cuento extraordinario, en que las relaciones entre ellos, el capataz y su familia bullen, sin aspavientos verbales, como el agua en una tetera a punto de reventar.
Tomado de: revistasantiago.cl