UN MAULA

 

  El valor legendario del Capitán Don Martín Zanabria fue la semilla de su montonera. Esa bravura anda de boca en boca.  Corre con las ruedas del amargo. Se hace primero grito; después, anécdota, y por último torvo, que alza vuelo desde el fogón, rebasa el campamento, y al posarse en los palenques de los pagos tranquilos, hace crujir «cabrestos» y flamear baguales con mocetones ariscos en las cruces.

  La fama del capitán los atrae. Tiene imán de bandera.

  Así agrupa Don Martín Zanabria sus cien primeros soldados. Son hombres que llegan de los cuatro rumbos de la patria: cruz milagrosa, donde siempre da carne lo heroico.

  Esos gauchos salen de las cocinas adobadas por el humo y el amargo. De las trastiendas con payadores. De las ramadas zancudas y las islas de carreros, en las noches eléctricas de relatos. Este «bisoño» llega al campamento sobre un matungo «prestao». Con el riendaje zurcido; pero trae la luna ensartada en su lanzón. Aquel otro, dueño de azotea y marca, luce el escapulario que le puso la madre y una divisa bordada por la novia. Llegan algunos tapes en bronce, caliente todavía. De ojos oblicuos: zafas de cincel. Casi todos lucen colores crudos en los chiripáes. Divisas. Golillas desflecadas como de gallos en reñidero. Van allí, domadores con las lloronas comidas a potro, ovillos donde duermen arrolladas las leguas. Entre los reclutas, tranquean veteranos, con casaquillas de patricios muy. Borrosas. Sus melenas grisáceas parecen conservar el polvo de Sipe-Sipe. Sus divisas flamantes, el andar elástico de los fletes y el latir del sol en el bruñido de los corvos, son como recuerdos de Chacabuco que salen del uniforme. Hay algunos pardos finos como sus lanzas. Negros lustrosos: mates curados a uso y abuso. Y detrás, indios silenciosos y tristes, que por orden de un clarín, saltan en pelo, lancean sin descanso… y después del combate, salen a la orilla de toda emoción común, para volver a quedar silenciosos y tristes… remansos sin estrellas…

  Con todas esas cañaditas barrosas, Don Martín Zanabria fue formando el arroyo vivo de su escuadrón.

  Estamos en el campo glorioso de Cepeda. Amanece. Por orden del General Ramírez, la caballería de Entre Ríos ya pasó aquella cañada borrascosa de yuyos. Sólo falta la señal del ataque. Don Martín ocupa el centro. Sus gauchos montan cien pingos. Los ensillaron al aclarar, porque el Capitán está viejo, y lleva el niño en ancas. Tiene cosas pueriles. «Se le puso» que su escuadrón cargue al frente. Adelante. Con luz: para llegar primero al «dulce» de los lanzazos. Don Martín monta un pangaré arisco. Él no usa uniforme. Ni un galón a la vista. Ganó varias cicatrices. Las oculta con pudor de gaucho. Está en mangas de casa. El brazo derecho arremangado hasta el codo. Su golilla celeste con las puntas a la espalda… Cuando cargue, ayudará al pingo con esas dos alitas. En la diestra, el lanzón de cabo negro. Chiripá a la entrerriana. Botas de potro. Y espuelas grandes: dos ruedas de molino, donde ese montielero, romántico y pobre como el Quijote, hizo su pan heroico de cada día. Tiene las barbas blancas. Floridas como las margaritas que le faltó tiempo para deshojar; porque las urgencias de la patria y la provincia, lo alcanzaron camino del colegio. Le apartan de la tranquera. Le quitan el romance… el árbol donde anidar, la familia, ¡todo! Y en pago de esa soledad emocional, el caudillo sólo recibe un concepto con relieves de medalla. Este canto de un payador afónico, que la historia no oye:

―Guapo… sin agüela, es el capitán Don Martín Zanabria! Nada más.

  A él le bastó.

  Esa nombradía es el mate que calienta sus manos. El lucero amigo que baja por una gotera de su quincha… La novia enancada de sus redomones. Y esta familia de cien hijos ajenos, que forman su escuadrón.

  Con ellos aguarda en Cepeda la señal del ataque.

  Sube una bandera roja. Es la chispa. Por la línea, corre de jefe en jefe un solo grito:

―¡Carguen! ¡Carguen!

  Y cuando llega Don Martín Zanabria, el viejo aletea con las lloronas, y ya sobre el pangaré casi en vuelo, lanza un grito:

―¡Carguen!

  Se entreveran.

  Desde retaguardia, un oficial galopa hacia la línea, con un mensaje del general Ramírez. Es el alférez Elía. Joven. Uniformado; que de allá, donde el fuego recalienta lanzas, gritos y clarines, ve huir a un jinete. Es viejo. Monta un pangaré brioso. Ha perdido el lanzón. Trae la diestra en el pecho y la cara pálida. El alférez le manotea las riendas del caballo.

―¡No dispare, maula! ―grita. Y el gaucho se agranda:

―¡Maula, yo! ―ruge―. No juyo: vengo a morir ande no me vean mis muchachos. ¡Atrevido!

  Retira del pecho roto a lanza su diestra enrojecida, para dar al insolente un bofetón de sangre…

  Y cae muerto.

  Era el Capitán Don Martín Zanabria.

 

De Poemas Chúcaros (Inéditos)