Sigue siendo irreal: un espejismo
que atravesó los mares y la historia,
un perenne artificio, la ilusoria
visión de un General; el egoísmo
o la compleja vanidad de un hombre
que concibió el espléndido escenario
para la eternidad y el temerario
puñal de la traición sobre su nombre.
Nada es real: ni el lago, ni la alfombra
de rosas que a Sarmiento recibiera,
ni la sala de espejos, ni la sombra
de un fugaz centinela de ceniza;
sólo una cosa, acaso, es verdadera:
una mancha de sangre: la de Urquiza.