MAULLIDOS EN LA NOCHE. 1er. Premio concurso narrativa Sade Entre Ríos

MAULLIDOS EN LA NOCHE

 

1er. Premio concurso narrativa Sade Entre Ríos

    Mi hermana se encerraba largas horas en el galponcito del fondo. Me di cuenta una tarde cuando mamá me pidió que saliera por un mandado y yo rezongué porque siempre me pedían a mí y no a ella. No sé dónde anda tu hermana dijo mamá, sin preocuparse demasiado por su paradero. Así eran las cosas, ella desaparecía y yo me volvía la che pibe de las compras. Mi hermana tenía mal carácter y mamá prefería no lidiar con ella y la dejaba hacer o fingía que no sabía que para el caso era lo mismo.

    El galponcito era con frecuencia su escondite secreto. Trababa la puerta con una silla vieja y, cuando mamá se daba cuenta, mentía que recién había entrado. Yo no quería delatarla, pero la había visto sacar leche de la heladera y llevarla en una botella para el galponcito. Esa tarde la seguí y me metí antes que pudiera trabar la puerta. Me miró con fastidio, siempre me dejaba afuera de sus juegos y se negaba a prestarme sus revistas y las muñecas a las que besaba a escondidas. Cuando la descubrí haciéndolo me amenazó con contarle a mamá que era yo la que vaciaba el frasco de dulce de leche, por eso no volví a mencionar el tema de sus besos con las muñecas, pero mamá ya me había pescado con el dulce una siesta que no podía dormir por el calor así que mi hermana no podía amenazarme con nada. Ahí estaba yo de nuevo, descubriendo sus secretos.

     Me empujó y trabó la puerta con furia. Estaba nerviosa y enojada; algo habitual en ella. Entonces los escuché, un gemido camuflado por un montón de cajas de cartón, herramientas, muebles viejos y mil porquerías que papá amontonaba sin ton ni son. Un quejido repetido como un eco dos cajas más allá. Miré a mi hermana buscando respuestas, solo obtuve un gesto displicente, un chasquido gutural y un dedo índice en su boca. Entonces corrió una mesa destartalada, cuatro cartones que oficiaban de paredes y aparecieron dos miniaturas felinas tambaleantes como si fueran marionetas movidas por el viento. Mi hermana revolvió entre los cacharros, extrajo una vieja taza de lata oxidada y le sirvió la leche que traía en la botella, sacó un vetusto vestido de una de las cajas, limpió el albergue improvisado y remplazó las telas orinadas por otras que abundaban en las bolsas dispersas por todo el galponcito. Del bolsillo de su campera desenvainó una bolsa negra de basura, juntó las telas sucias, acarició a los gatitos y los devolvió a su ahora, renovada y limpia habitación.

     Desde esa tarde la crianza de los gatitos se volvió nuestra responsabilidad. Mantenerlos alimentados y limpios, nuestra mayor preocupación. Quitar el olor a orina, eliminar las heces diminutas y evitar que los adultos ingresaran al galpón implicaba un ejercicio de espionaje y deducción. Estar atentas a los movimientos de papá- el que más visitaba el galpón en busca de herramientas- o de mamá cuando arrojaba algún trasto inútil, fueron perfilándonos como detectives atentas e hijas predispuestas, porque para evitar el ingreso al ahora hogar de nuestras nuevas mascotas, nos volvimos laboriosas y colaboradoras en exceso. Tanto exageramos que papá descubrió nuestro secreto.

     Papá detestaba los animales. Con mi hermana siempre quisimos un gatito, se lo habíamos pedido a mamá cuando ella nos contó de sus innumerables mascotas en la casa de la abuela. Mamá había crecido rodeada de gatos de todas las razas y colores. Cuando la nostalgia la invadía, nos describía a cada uno de ellos. Nos había contado, con un brillo especial en los ojos que, junto a su cama, dormían la gata angora, enorme y exuberante, y el callejero negro que un día se instaló en la casa y ya no se volvió a ir. Ella y la abuela alimentaban a todos los gatos del pueblo. Dejaban los platitos en la vereda de la casa y, casi como un comedor comunitario, estos se acercaban a comer. Algunos se quedaban para siempre. Nunca pudo precisarnos cuantos les habían pertenecido realmente. La casa de la abuela había pasado a llamarse: la casa de los gatos. Una residencia donde los felinos entraban y salían sin problema.  Esa comunidad felina había sido para mamá su etapa más feliz. Eso se terminó abruptamente cuando conoció a papá. Cuando, con insistencia, sobre todo mi hermana, pedíamos por una mascota, mamá ponía una frontera entre la que había sido y la que era con un único alegato: a tu padre no le gustan.

     No sólo no le gustaban. Los detestaba. Fue así que, percibiendo nuestro extraño accionar en el galpón, papá irrumpió una siesta, intempestivamente y se erigió monumental en la puerta del depósito. En vano rogamos y suplicamos, prometimos, juramos y lloramos. Papá nos apartó con un brazo y con el otro agarró una bolsa de arpillera, colocó a los dos gatitos, anudó la bolsa y con ella nuestro corazón. Revoleó el saco en la F100, ajeno a los bufidos desesperados de los animales. Arrancó y lo vimos desaparecer tras la polvareda de la calle ancha. Esa neblina difusa camufló nuestras lágrimas y despertó un rencor que ya no pudimos esconder.

      Esa noche comenzó todo. 

     Fue a la madrugada, un lamento triste, agudo y monocorde nos despertó a todos. Una especie de silbido tétrico que nacía desde un lugar indefinido. Mamá se despertó sofocada, corrió a vernos y nos encontró con los ojos abiertos, rojos de tanto llorar; papá intentó ignorar los maullidos, pero cuando la exasperación lo venció, salió a la vereda chancleta en mano dispuesto a correr a los gatos que, desde algún tejado, perturbaban sus sueños. No había nada.

     La escena se repitió cada noche, a la madrugada, durante una semana completa. Papá habló con los vecinos, todos negaban haber escuchado algo. Al límite de su paciencia, montó guardia con la luz apagada, frente a la ventana de la cocina. Entonces la vio: una gata angora, blanca y monumental, acompañada por otros dos acólitos de ojos rojos que alternaban sus lamentos y bufidos. Tomó su gomera, alistó tres piedras y seguro de su puntería, disparó. Cerré los ojos y no quise ver.

     Cuando la oscuridad se me hizo intolerable, cuando el silencio pareció devolver una falsa paz, abrí los ojos y la vi. Era el cuerpo, la cara, los gestos, todo era de mi hermana, pero al mismo tiempo no parecía ella. Respiraba profundo y el pecho se le inflaba, sus ojos se salían de sus órbitas, desquiciados y turbios. De pronto todo su cuerpo entró en tensión y entonces la vi. La vi correr hasta la espalda de papá y colgarse con sus uñas perforándole la camisa. El alarido y la cólera de los dos se aunaron en un espasmo tétrico que me sumió en la mayor desesperación. Un líquido amarillo atravesó mi pijama, un sudor frío me inhabilitó todo poder de reacción. Temblaba bajo la mesa mientras veía sin reaccionar los hilos de sangre que surcaban la espalda de papá y las uñas inconmensurables de mi hermana; la furia devenida en miedo; el llanto transformado en ira; los gritos de uno, la baba de la otra, los ojos turbados, las garras afiladas. No sé en qué momento, me desmayé.

     Cuando me desperté en mi cama al día siguiente, pensé que todo había sido un sueño. Mi hermana ya se había levantado. Fui a la cocina, mamá preparaba el desayuno, me senté en mi lugar de siempre. Todavía atontada por el sueño. Mamá me acercó la taza en silencio. Me miró sin expresión. Papá entró a la cocina, sorbió un mate que mamá le alcanzó y siguió hasta la habitación. Los movimientos usuales. La cotidianeidad familiar. Todo, sin dudas, había sido un sueño. Sorbí mi chocolate. Lo sentí agrio. Quise hablar y no conseguí emitir sonido, un ronroneo confuso salió de mi garganta. Miré a mamá con desesperación. Con un gesto señalé mi boca. Ella sonrió y maulló. Juro que lo hizo.

     Entonces vi entrar a mi hermana con una bolsa de arpillera. Me sonrió. Abrió la bolsa del saco que ahora crecía como una boca profunda, hizo una seña precisa a mi mamá, esta agachó la cabeza y señaló el dormitorio. Cruzó el pasillo que ahora parecía un túnel, una cueva oscura. Salió arrastrando la bolsa, ató un nudo frente a nosotros y lo dejó en el canasto de la basura. Cinco minutos después el camión recolector se la llevó para siempre.

     Esa tarde volvieron los gatitos, ronroneaban felices, jugueteando con nosotras, saltando y haciendo piruetas graciosas. Ahora duermen con nosotras, a los pies de cada cama. Tienen platos con sus nombres y crecieron muchísimo en pocos días. Mamá y yo recuperamos nuestra voz humana, aunque, a veces, en las noches de verano, solemos treparnos a los tejados. Los vecinos se acostumbraron a los maullidos en la noche. Ninguno protesta, creo que nos tienen lástima porque se corrió la voz de la extraña desaparición de mi papá.