CÓDIGOS DE BARRIO
Publicado por Editorial Ana en la antología La creciente y otros cuentos entrerrianos.
-Teníamos el mejor equipo. Ese día jugábamos la final del intercolegial- Así comienza la historia que casi por tradición recrea la sobremesa familiar de cada enero, cuando el reloj es menos tirano y las obligaciones menos urgentes.
La historia ya es un clásico, los ribetes oníricos se cuelan en las palabras, la nostalgia impregna el momento, los detalles invaden la escena. En el ciclo del relato, se quitan y agregan situaciones, datos, imágenes. Película en blanco y negro que se tiñe de colores bajo los oídos atentos de ahora, dos adolescentes. Los cruces generacionales no cuentan. Eso tiene el deporte, no lo viví, pero estas historias me acercan y nos acercan.
Me animo a contarla, segura del reproche por mi tendenciosa ficcionalidad, por la omisión o la mención. Dejo en la nebulosa algunos lugares. Finjo no conocer a los protagonistas.
Ese otoño el río les había dado tregua, la crecida del año anterior aún les traía un sabor amargo porque, cada tanto, como para recordarles que ahí estaba, el Uruguay desbordaba su cauce, violento e impiadoso, trayendo consigo desalojo y soledad, entonces todo era tierra arrasada, hogares enterrados en profundidades de lodo, espacios que se achicaban, la cancha bajo el agua y los picaditos que se trasladan a la vereda, queve pasar los camiones repletos de bártulos; la cara triste de los hombres y las mujeres, rendidos a una nueva mudanza, arrastrando bronca y resignación en igual proporción. La historia de la infancia, la historia de la ciudad costera, se entrelaza con pelotas, camiones con inundados, escuelas devenidas en centros de refugiados, olor penetrante a lodazal descompuesto, arcos destruidos por la herrumbre y la feroz arremetida del agua. Pero ese año nada de eso parecía avecinarse, el río descansaba, brumoso, dócil e inalterable. El paisaje acunaba el encuentro, la cancha, tras el paredón, congregaba a los jóvenes. La pasarela de la estación era el portal sagrado que garantizaba el pasaje a la diversión, al encuentro, a la ceremonia del potrero.
El partido había sido convocado boca a boca, silbidos de por medio, señas fugaces de casa en casa, mensajes breves, códigos que la costumbre incorpora "picadito a la cinco", así, sin más dato. Todos entendían.
A las cinco se reunían en la canchita del barrio, ceremonia repetida. Rulito llegó con la pelota bajo el brazo, andar lento y pausado. Su cabellera ensortijada le daba cierta altura, parecía de 8, tenía 10, escuchaba Soda Estéreo e imitaba a su líder. Pese al calor que a esa hora picaba bastante, siempre calzaba su campera Adidas, el cambio de clima hacía estragos en su alergia siempre latente.
Dejó la campera en un extremo de la cancha, se acercó a sus amigos y dieron inicio al ritual. Todo transcurrió de manera habitual, los goles a favor y en contra se registraban, festejaban y olvidaban. El tanteador era difuso. Las habilidades de uno y otro jugador eran resaltadas por lo bajo o a viva voz según la amistad o la rivalidad. El juego era lo único que importaba.
Sudorosos, exultantes, el equipo de Rulito o Resorte (el seudónimo variaba según pasaban las horas) abandonó el campo de juego. Buscó su campera. No la encontró. Recorrió todos los extremos de la cancha. Nada. No había dudas sobre su destino. El barrio tenía su historia. Los habitantes sus manías. Rulito temió el enojo de su padre. Su cuerpo sudado acusó recibo del viento del atardecer y la humedad del ambiente. El río a pocas cuadras arrastraba su bruma, el atardecer y sus colores, la belleza del paisaje contrastaba con su tristeza. Adoraba su campera. La necesitaba en ese momento en que la brisa lo acariciaba, caricias amargas que lo hacían estornudar una y otra vez. Su amigo no decía nada, conocía la batalla interior, sabía de su tristeza y su rabia. La compartía. Algo se encendió en Rulito por un segundo. Una idea fugaz. Se despidió de su amigo y se internó en el barrio. Golpeó las manos en una casita vieja, sin revoque, puerta despistada y cerco de alambre.
Un señor mayor asomó la cabeza, cabellera larga, despeinada, la barba prominente, mirada penetrante, Rulito bajó la mirada, por un segundo pensó en escapar. Nada dijo el hombre. Nada dijo Rulito. Por un efímero instante la tensión del momento se extendió entre los dos.
-¿Qué querés nene?- Fue el saludo del viejo. La carraspera de su voz, delataba los años de tabaco.
-Me robaron la campera....recién..... en la cancha- respondió Rulito- con un hilo de voz que se perdió en la última palabra
El viejo lo miró imperturbable. Permaneció con su cuerpo metido en el interior de la casa. Su cabeza asomada al exterior, le daba un aire extraño. Su expresión no delataba más que desinterés.
-Hay que tener cuidado, nene- dijo- impasible.
Rulito, entonces, dijo lo importante. Las palabras claves, las que sabía le darían la única posibilidad de recuperar su campera.
- Soy el nieto de doña Antonia.
La reacción fue inmediata. La cabeza cobró forma en un cuerpo gigantesco, el torso desnudo, la panza prominente, brazos como enormes ganzúas, el cigarro adherido a los dedos, las uñas amarillas. Avanzó dos pasos y miró fijo al muchacho. Este no retrocedió. Por alguna razón había dejado de temerle.
- Esperame acá – dijo- La calle de tierra escasamente iluminada lo tragó.
Una hora después, Rulito aceleraba el paso, llegaba tarde a su casa y la oscuridad de las calles era total. Entró a su casa y siguió de largo a su habitación. Su madre le reclamó todo junto: la tardanza y el barro de sus zapatillas. Rulito sonrió y le pidió disculpas. Intentó una explicación pero los reproches de su madre no le daban tregua. Cuando al fin se hizo silencio le contó todo.
- Me dijo que la próxima vez no deje nada- concluyó Rulito.
- Tanto lío y al final viniste corriendo sin ponerte la campera- le dijo su madre- esta noche seguro vas a tener tos.
Rulito miró a su madre. Miró la campera en su mano y sonrió.
-Ni cuenta me di- dijo-mientras apoyaba la campera en el respaldo de la silla y preguntaba qué había para comer. El olor de las milanesas impregnaba toda la casa.
Los ojos interrogan al padre buscando una respuesta. La explicación lógica, la razón que justifique la acción.
-El barrio-concluye el padre-tiene sus códigos.