LOS DIEZ CENTAVOS

 

 

        
          —¡ Mozo!
          —¿Señor?
          —¿Quién es aquel caballero tan sucio ? Me molesta. Le veo todas las noches. Sin hablar, se emborracha. Se apresura a beber como si alguien le empinara la copa. Parece un aristócrata que se muriera de hambre.
          —No sé como se llama. Pero, precisamente anoche, me preguntó quién era usted.
          —¿Sí? Pues dile si quiere conversar conmigo...

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          —Tanto gusto.
          —Tanto placer.
          Y en seguida nos hicimos amigos. Hablamos de la temperatura. Hablamos de todo menos de nosotros, que era lo único que nos interesaba. Por fin, yo reventé:
          —Vea, señor. Usted me intriga. Hace más de un mes que lo veo en este mismo café. Solo. Siempre solo y triste. Desearía saber por qué no se suicida.
          —Lo mismo digo yo. Sus miradas fosfóricas me asustan.
          —No es extraño. He pasado diez años en el manicomio.
                                                
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          Desde aquella noche, nuestra amistad llenóse de cariño. Yo le confesé mi aburrimiento de ser pobre.
         —Quisiera ser millonario -le dije-. Soy pobre de nacimiento.
         —Es una felicidad -me repuso-. Lo horrible, lo espantoso es  haber sido como yo, muy rico y muy feliz y encontrarse de repente en la miseria. Y desdichado.
          Me llevó a su casa. Es decir, a la miserable habitación donde vive o donde muere con sus hijos. ¡Qué pobreza! Es un conventillo. Varios chicos roñosos, jugaban en el suelo.
          —Vea usted... Estas criaturas tenían cuanto necesitaban. Trajes. Botines. Alimentos. Madre... Ahora, carecen de todo. Desde que mis negocios fracasaron, la dicha se hundió con ellos. Los hijos de los pobres, que nunca saborean la opulencia, engordan con la miseria; pero los que nacieron en cunas lujosas y tienen que degradarse viviendo entre el hambre y la mugre, enflaquecen. Se mueren...
          —Pero el cariño de la madre ha de salvarlos.

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          —¡La madre! Mi mujer también conoció la voluptuosidad del lujo.... Por eso no pudo resistir la crueldad de la miseria.
          —¿Ha muerto  -pregunté.
          Mi amigo tuvo un sollozo. Nada contestó. Pero uno de los hijos, el más sucio y desarrapado, le gritó:
          —Papá: esta tarde ¡la vi a mamá en Palermo. Iba en automóvil. El viejo que la acompañaba me tiró diez centavos.
          —Dámelos -ordenó tranquilamente el padre.
 
De: Crónicas de Amor de Belleza y de Sangre