De: "La ciudad de los locos"
EN CARAS Y CARETAS, N° 378, 1906
Y EN EL ALMA DE LOS PERROS, 1908-9
-Oíd...
Dijo la Scheherezada de los cuentos modernos. Y comenzó su cuento.
-¿Habéis visto alguna vez un perro triste, flaco, sucio? ¿Un perro de esos que al pasar os miran con gestos que tienen la actitud de manos limosneras? Bueno. Pues este era un perro así. Pero tan triste, pero tan flaco, pero tan sucio, que más que un perro parecía hombre...
"Gracias, señora..."
-Sí, sí. Más que perro parecía hombre. Todos los estragos de la vida se habían acumulado sobre aquella piel llena de mugre, de sarna, de insectos. Su desdicha era grande. El nombre le pesaba como una higuera: se llamaba Judas. Su cuerpo era disforme. ¿Había cometido algún delito para nacer con ese cuerpo refractario a los mimos, a la estética, a la higiene? ¿Qué pecados atávicos expiaba? No lo sabía. Tampoco se preocupaba de saberlo. Vivía. Y con la vida tenía de sobra, puesto que lo agobiaba como la fatiga de un trabajo enorme. Nunca se había mirado en los espejos, pero adivinaba su fealdad en la repulsión de las perritas, encantadoras y coquetas, que se alejaban de él como de la amenaza de una piedra... Se hastió. Y el cansancio de vivir engrandeció su pequeñez. La repugnancia de la vida trae consigo el desprecio de la muerte. Y esto eleva...
Un día hubo en sus pupilas una irrupción de chispas. "Basta", se dijo. Con el último puntapié que le aplicaron sintió gotear en los subterráneos de su corazón la dulce frialdad del odio. Desde entonces odió. Odió mucho. Odió tanto, que hasta en los ojos se parecía a los héroes.
Abandonó las calles pobladas. Huyó de las gentes. Se internó en los barrios solitarios y oscuros, por donde la luna nunca pasa por temor a los crímenes. Siguió rumbo al campo, hacia el dolor, en busca de la pampa desnuda. Por la noche ladraba con ladridos huecos, largos, que eran como responsos. Quería ir lejos. Muy lejos. Más allá de la cuna del sol.
Andaba sin cesar. Cierta madrugada encontrose con un perro escuálido, cubierto de barro. No se dijeron ni un solo ladrido. Pero se comprendieron. La confraternidad de la miseria los unió. En silencio, siguieron caminando...
Pronto se aproximó otro perro. Y después otro. Y otro. Muchos. Judas se detuvo. Echose debajo de un árbol y cantó canciones caninas inspiradas en la hiel de su espíritu y en el furor de su filosofía... Los perros más miserables de las inmediaciones acudían a oírlo. Eran muchísimos. Y todos roñosos. Con caras de hambre. Caras muy humanas... Llegaban solos, y se amontonaban para escuchar. Austeros. Mudos... Misteriosos. Formaban en torno de Judas un círculo de ojos de locura y de belfos de rabia. ¿De dónde venían? Misterio... Ni uno solo estaba limpio. Ni uno solo tenía en las arterias sangre azul. Desgreñados, con la piel tatuada de mataduras y las colas tronchadas, oían a Judas con devoción de estatuas. Este los magnetizaba con el fluido de su vieja laringe. Cuando ladraban, aquellos corazones vivían su propia vida. Vida de encono, de maldición, de odio.
A medida que los días pasaban, las predicaciones diabólicas de Judas atraían mayor número de perros. Y todos sucios. Pero muy sucios. Más sucios todavía de lo que podéis imaginaros. Se hubiera dicho que el advenimiento de este hermano de Job, que poseía la elocuencia de las llagas, el sólido argumento de su dolor y la fuerza de su debilidad, era para los otros perros infelices una esperanza de cielo fértil, una ventana abierta sobre las murallas de otro mundo mejor...
Judas, ubicado en aquel campo vacío, bajo la protección de un ombú maternal, tomaba tan amplias dimensiones morales, que al verlo se pensaba si sería un redentor o quizá un loco... Ningún ser humano pasaba por allí. Era un campo maldito, sin más dueño que el sol, que se recreaba en él como en un baño... Desde pueblos lejanos, terribles turbas de perros sarnosos venían a beber las doctrinas de Judas. Los que habían perdido la vista o carecían de voluntad en las patas se abandonaban al impulso de la cohorte furibunda, que con resoplidos de huracán los impelía, arrastrándolos, hasta el sitio donde Judas ladraba. Veíanse perras y perros flacos, sin dientes, mostrando las costillas a través de su cuero. Perras y perros con úlceras grises, de las que manaba un pus sanguinolento. ¿Qué estricnina de desesperación se había infiltrado en aquellos organismos sin salud? ¿Qué potencia de imán había en el fondo de un ladrido de Judas? En pocos días congregó a su alrededor miles y miles de perros. Estaban con él de día y de noche. Siempre en silencio. Sin moverse. Oyendo... Y era delicioso ver cómo esos canes sufrían de hambre y no se quejaban ni gruñían...
Por fin, una tarde la caravana de perros vagabundos vibró en un intenso escalofrío. Judas, parado sobre sus cuatro patas y con la cabeza en alto, había exhalado un ladrido tan formidable, que su grey sintió caer sobre sí algo que era... ¿cómo qué? Como si el cielo con astros y con nubes, con truenos y con ángeles, se desplomara todo entero sobre las plegarias de la tierra...
Judas echó a correr. Corría en un galope febril de perro hidrófobo.
Atrás de Judas la tromba de perros volaba como una horda de soldados de Atila. ¿Adónde iban? Era un secreto. ¿Se conoce acaso la tumba de los vientos? Avanzaban con rumbo a las lejanías. Nubes de polvo espeso flotaban sobre aquella impetuosa tempestad de perros. Iban detrás de Judas, cojeando, estropeados, furiosos, ladrando, muriéndose en el camino. Caían como moscas. Los demás se esforzaban en marchar adelante, resignados, como si los llevaran a saciar su propia sed... Pero lo más bello de esta escena macabra era la canción espantosa de ladridos que los perros entonaban en su carrera bárbara. Figuraos himno de quejas y alaridos cantado por treinta mil perros sarnosos y mugrientos que corrían sin saber adónde, lanzando al aire el trágico dolor de sus heridas.
Iban llegando a un pueblo.
Judas se apresuró. Estaba a la cabeza. Sufría mucho. Las llagas se le abrían y la piel se le empapaba en sangre. Mirándolo de cerca causaba la impresión de un jirón de carne cruda o de un inmenso hígado fresco que tuviera patas... Al dar vuelta a un sendero de cardos, Judas vio ante sus pasos un niño que jugaba con una rama de árbol, la cual, llena de espinas secas, al par que era un juguete era también un arma... El niño divisó al perro. No se inmutó siquiera, porque aun no veía la perrada. Por eso, cuando Judas fue a pasar a su lado, el niño, sonriendo en su alegría infantil, esgrimió la rama y la dejó caer con fuerza sobre la cabeza lamentable del triste precursor. Judas cayó. Su cráneo estaba abierto como un coco. Estiró las patas. Y no dijo porque como loacanán, tenía talento. Supo morir.
La turba de perros, cansada y sudorosa, fue llegando Se detuvo ante el cadáver. ¿Era verdad? ¿Había muerto? Todos querían ver. Y cuando vieron, hubo en la aspereza de sus almas perrunas una procesión de minutos solemnes. El alma de los perros crujía de dolor. Los perros lloraban por la muerte de Judas. Lloraban por la muerte de sus esperanzas. El redentor se había burlado de ellos, puesto que se moría antes de darles la tierra prometida. Aquella ventana abierta sobre la muralla de otra vida mejor quedaba clausurada para siempre. Cuando callaron, se comprendieron. Sentían odio hacia aquel perro que había sido tan perro como ellos. Además tenían hambre... Y como en un delirio organizaron un desfile silencioso, vertiginoso, pavoroso, frente a los restos de Judas y frente al niño que los contemplaba. Y pasaron... Al pasar cada perro, con un visaje de profanación tendía el hocico hacia el cadáver de Judas y le daba un mordisco asesino, arrancándole un trozo de pellejo o carne viva. Así desfilaron todos. Todos comieron de él. Ninguno dejó de ostentar en la boca y deglutir rápidamente un despojo, aunque fuera pequeño, de aquel que los había sugestionado con la elocuencia de su propia angustia. Se lo dividieron en piltrafas. Mas eran tantos, que los últimos se conformaron con lamer las huellas de la sangre o de los sesos que blanqueaban el césped como una simbólica polución estéril. Otros devoraron los huesos. Eran huesos tan viejos, tan podridos, que se derretían en la boca cual si fueran terroncitos de azúcar.
Después la grey se dispersó corriendo. Entretanto, el niño matador, arrodillado junto a la mancha roja, sollozaba. A la distancia, dibujábase sobre el cielo azul la rabiosa disparada de los perros, que se perdían allá más allá del cielo; detrás del horizonte. Unos por aquí. Otros por acullá. Pero solos. Fantásticos. Corriendo desunidos para siempre. Condenados a vagar por el mundo con los ojos tristes, la cola entre las patas, la sarna en el pellejo, el odio en el alma y un pedazo de Cristo en el estómago...
Desde entonces, los perros tristes, flacos y sucios valen tanto como los hombres...